Una pasión española
Mi primera entrevista con don Claudio Sánchez Albornoz tuvo lugar en 1964. Invitado por varios centros universitarios de Chile y de Argentina, me hallaba yo en Buenos Aires y concerté una visita al maestro, con el que desde años atrás venía sosteniendo correspondencia epistolar. Me citó en su modestísimo despacho de la universidad; le acompañaba Hilda Grassotti, su discípula predilecta. Y recuerdo que hablamos más de política reciente que de historia remota: preparaba yo la segunda edición de mi España contemporánea y deseaba obtener precisiones directas de un protagonista que había sido, además, seguidor cercano y amigo fiel de don Manuel Azaña (de aquella conversación, y del cuestionario escrito que presenté a don Claudio, surgió luego su librito De mi anecdotario político).
Don Claudio me impresionó por su prestancia -la vejez no le había enflaquecido aún- y por la agudeza de sus juicios; aunque, lógicamente, no exentos de una pasión que estaba lejos de sus planteamientos de medievalista actualizador del siglo X (pocas evocaciones tan finas, tan realistas al mismo tiempo, de la alta Edad Media leonesa se han escrito ni se escribirán jamás como las admirables Estampas de la vida en León hace mil años). Por los días en que yo le visité saltaba continuamente de un esfuerzo dificilísimo de "aproximación" a la remota España de la reconquista a otro esfuerzo, aun mayor, de "distanciamiento objetivo" respecto a la próxima España de la II República.
Político comprometido
Porque en don Claudio se dieron siempre, complementándose a maravilla, las dos facetas de ejemplar escarbador en el pasado y de político comprometido en el presente. No todos sus lectores saben que los primeros pinitos de historiador los hizo al terminar un curso con su maestro de Historia Contemporánea de España -que también lo sería mío muchos años después- don Pío Zabala; y sobre un tema de "historia viva". Corría el año 1913, y don Pío le invitó a que escribiera una crónica de los acontecimientos políticos de enero: el famoso "ultimátum" maurista, que preludió ya la crisis del partido conservador producida en octubre. Las cuartillas de don Claudio -realizadas con criterio erudito de investigador en ciernes- se hicieron mediante una "cala" en toda la Prensa de la época, y contando con el valioso asesoramiento de su propio padre, don Nicolás, diputado conservador por Ávila.
Y el trabajo resultante vio la luz en un modesto periódico de la capital castellana, el Diario de Ávila. Hace tres años fue resucitado este texto en el libro Homenaje de Asturias a Claudio Sánchez Albornoz; me cupo el honor de prologarlo brevemente. "Yo", me escribía el maestro, recordando aquella lejana anécdota, "sentía simpatía por Maura. Me leyeron algunos del Diario de Ávila y me pidieron que les dejara publicar mi trabajo. Pienso en lo hueco que me puse. No me había vuelto a acordar del caso... ".
Puede resultar chocante que un empecinado republicano -azañista por añadidura- como don Claudio militase en su juventud en el conservadurismo de Maura. En realidad no es extraño, si se tiene en cuenta que Maura (tránsfuga del liberalismo sagastino) encarnó uno de los grandes empeños regeneracionistas del siglo XX, que se cifraba en la consigna de Costa: identificar España oficial y España real. Maura había sido, hasta 1910, una de las grandes vestales de la democracia y, sobre todo, un hombre deseoso de sanear la vida pública y la Administración españolas, en nombre de una autenticidad inseparable del regeneracionismo.
Maestro de medievalistas
Pero es lo cierto que del "regeneracionismo maurista" (el de la "revolución desde arriba") al "regeneracionismo azañista" no hay -salvada la quiebra del régimen y la actitud religiosa- tantas diferencias: también Azaña intentó su "revolución desde arriba" y hablaba de "rasgar los velos de la España oficial" para que brotasen tras ellos las que Marichal ha llamado las "Españas potenciales". Don Claudio vio en don Manuel, como tantos españoles de su tiempo, un regenerador y un moralizador del Estado: de nuevo la gran esperanza que, con otro tono y sin rupturas institucionales, había encarnado Maura a comienzos de siglo.
La ingente obra del historiador supone una búsqueda de las raíces de España "desde" la consideración del presente y la previsión del futuro. Aunque siempre volvemos a su libro más polémico y conocido (España, un enigma histórico), conviene no olvidar cuanto esa obra tiene de síntesis, de resumen o sublimación de una extraordinaria bibliografía anterior, en la que destaca especialmente el monumental estudio La caballería musulmana y los orígenes del feudalismo.
España, un enigma histórico plantea una interpretación de conjunto del ser -del perfil histórico- de España; obras posteriores -la estupenda Despoblación y repoblación del valle del Duero, los tres grandes volúmenes sobre El reino de Asturias (Orígenes de la nación española), el espléndido estudio acerca de La España cristiana de los siglos VIII al XI- le devolvieron a la tarea esencial de maestro de medievalistas, sin que ello significase abandono de su vocación de puro escritor -ensayista, muy volcado al periodismo-, vocación que le identificaba inequívocamente con la llamada generación del 14, definida en el rigor, en la disciplina técnica universitaria, pero también en el gusto por el ensayo: recuérdense los nombres preclaros de Ortega y de Marañón.
Polémicas
Pero Sánchez Albornoz ha sido, asimismo, valiosísimo para el historiador de nuestra baja edad contemporánea: ha vivido, por fortuna, tantos años en plenitud intelectual que acabó siendo testimonio memorialista de una época que ya es pura historia (ahí está su hermoso libro Mi testamento histórico-político). Desde la vivencia y el dolor de una experiencia que le costó larguísimo exilio se fue depurando, como arco tenso, su pasión española, traducida en constante batallar con los contradictores de sus tesis; y es cierto que, en ocasiones, esa pasión le llevó a ser notoriamente injusto con otras preclaras figuras españolas divergentes de sus criterios.
Recuérdese, en lo antiguo, su polémica con Américo Castro y, en lo reciente, la que sostuvo con Pedro Laín; trifulca esta última que me llevó -amigo y admirador como siempre he sido de ambosa incidir con un artículo que, animado del más conciliador espíritu, títulé Entre don Claudio y don Pedro.
Aún no había regresado Sánchez Albornoz a España cuando volví a visitarle, esta vez en su domicilio de la calle de Anchorena, aprovechando una nueva estancia mía en la gran capital platense, con ocasión del Congreso de Historia de España que tuvo lugar en septiembre de 1975. Don Claudio era presidente de honor del congreso; yo, su vicepresidente honorario. No pudo él asistir a ninguna sesión porque acababa de experimentar un doloroso accidente; acudimos Pedro Santos Martínez -el amabilísimo y culto rector de la Universidad de Cuyo, que presidió de hecho el congreso- y yo, con una delegación de los congresistas, a saludarle en el lecho en que se hallaba postrado, ya devuelto por la clínica a su hogar. Y hablamos nuevamente de historia y de política.
Pero él no se conformaba con la visita colectiva y protocolaria; me pidió que fuera a pasar una tarde a su lado, tras la clausura del congreso, que tendría lugar dos jornadas más tarde: quería que yo le informase, largo y tendido, sobre "las cosas de España". Don Claudio no era ya, fisicamente, el mismo al que yo había visitado 11 años atrás. Se había estilizado mucho y tenía ahora la finura y la prestancia de un Quijote tallado en marfil; pero a pesar de su reciente dolencia y de sus 80 años corridos, sólo daba muestras de debilidad en el ritmo un poco temblón de sus pasos. Mantenía en cambio una mente perfectamente lúcida, una extraordinaria memoria, una energía juvenil.
Me enseñó el piso, ni muy reducido ni muy holgado, pero al que en todo caso empequeñecía la profusión de libros acumulados por doquiera, que desbordaban de armarios y estanterías -situadas incluso en el mirador- y crecían en montones sobre el mismo suelo.
Retorno de liberales
Luego, mi regreso a España fue seguido muy de cerca por los trascendentales acontecimientos que culminaron el 20 de noviembre. El cambio de la situación política y la apertura creciente del nuevo régimen facilitaron el retorno de los liberales. Volvió a España, por poco tiempo, Madariaga. Volvió también -en abril de 1976- Claudio Sánchez Albornoz. Para cuantos estábamos en el aeropuerto de Madrid-Barajas en aquella radiante mañana de primavera, la imagen del anciano maestro, al pisar tierra española, rodeado por el entusiasmo y el afecto de amigos y admiradores, quedará siempre como el símbolo exacto de que un nuevo espíritu se había instalado venturosamente en nuestro país.
Don Claudio encarnaba tan perfectamente la idea democrática que ya el simple hecho de su presencia entre nosotros parecía asegurarnos, por adelantado, lo que luego respaldó el famoso referéndum del mes de diciembre. Su venida a España era una auténtica garantía de que habían quedado definitivamente atrás los tiempos de la dictadura. Y muchos advenedizos a la idea liberal -y no pocos demócratas que nunca le trataron- se afanaban por aparecer como viejos amigos y seguidores de don Claudio (recuerdo el caso de un catedrático, luego figura política de cierta notoriedad, que se las arregló para hacer llegar su coche hasta el mismo campo de aterrizaje y consiguió ascender por la escalerilla del avión antes que nadie, para que su abrazo al sorprendido maestro fuese captado por la prensa gráfica, asegurándole una publicidad gratuíta. Mientras la Mesa de la Academia -a su frente, don Luis García de Valdeavellano- y el mismísimo subsecretario de Educación y Ciencia -representante del ministro- aguardaban a unos metros, prudentemente, aquel listo, logrado el objetivo, desapareció sin dejar huella. Don Claudio me confesó luego que no sabía quién era).
Durante todos los actos que jalonaron la memorable visita del viejo maestro nos asombró su enorme elegancia espiritual: ni una frase condenatoria o vindicativa; un continuado esfuerzo para superar antagonismos y borrar resabios de la guerra civil; en todo momento, la apelación al abrazo que fundiera a los antiguos adversarios. Poco antes de su retorno a América -que queríamos creer breve sus amigos- tuvo lugar su visita a la Zarzuela, invitado por el Rey; luego la comentaría él de esta manera: "Es notorio a muchos que fui requerido para ir a la Zarzuela. Azcárate había visitado a don Alfonso XIII en el palacio Real sin dejar de ser republicano; bien podía yo acudir a conversar con su nieto sin dejar de serlo. Y había que alentar al nuevo Rey a avanzar por el camino de la democracia. Ésa fue la realidad". (¿Sería pura coincidencia la crisis histórica que 24 horas más tarde dio paso al primer Gobierno Suárez; el Gobierno que acertaría a romper el bunker de la izquierda -la llamada platajunta-, haciendo posible, definitivamente, la democracia española?)
España y Argentina
De lo que no hay duda es de que don Claudio, sin renunciar a sus viejas convicciones, hizo suyas las sentencias posibilistas de Melquiades Álvarez cuando declaraba que un régimen -república, monarquía- se legitima, en un tiempo y en un país concretos, por su capacidad para hacer allí posible la democracia. Cuando el Rey visitó, a su vez, Argentina, dos años después, e impuso a Sánchez Albornoz -durante tanto tiempo figura visible del republicanismo español- la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, alguien preguntó a don Claudio, después del acto, qué opínaba de la presencia del monarca en la gran nación suramericana. Él se limitó a contestar, sencillamente: "Es España. Es España, que viene a la Argentina". Identificar al Rey con la patria era el máximo homenaje a Juan Carlos I; era, al mismo tiempo, la más explícita confesión de que la dificilísima tarea integradora emprendida por aquél desde las dos vertientes de la guerra civil estaba lograda.
Durante los años que siguieron, don Claudio no se quiso ya mover de su hogar platense. Al negarse a un retorno a España aducía graves motivos de índole familiar -su esposa, internada en una clínica psiquiátrica de Buenos Aires-. Pero tras esa razón, sin duda muy legítima, se ocultaba otra realidad: la de una segunda vida desarrollada en torno suyo a través de cuatro décadas; el amor y la solicitud de sus discípulos argentinos, sus seguidores a través de esa obra asombrosa que son los Cuadernos de historia de España, verdadera savia de la más importante escuela medieval española, arraigada al otro lado del océano.
Conservo una nutrida colección de cartas suyas que tal vez merezca publicarse alguna vez; puede seguirse en ellas el reflejo, angustiado, de los problemas de nuestra joven democracia, de los escollos difíciles en que viene tropezando el fluir irreversible de una realidad histórica felizmente más abierta al futuro que al pasado. La última -por su fecha- de estas epístolas parece un anuncio de muerte y funde en una las dos pasiones angustiadas de don Claudio: la de España y la de Argentina, su patria de origen y su patria de adopción:
"¿Cómo ve usted el mañana inmediato y el pasado mañana? Yo estoy muy, muy viejo y no voy a ver nada. Creo que me voy al otro barrió cualquier día. Va siendo hora... Ya he vivido demasiado. Dios me ha ayudado muchas veces a salir de situaciones muy ingratas. Ahora me inquieta más que nunca el problema de España. Pero me inquieta también la cruelísima situación de la Argentina. Van ustedes a ver horas más ingratas que las actuales de España. Aquí no hay un don Juan Carlos que actúe de pararrayos".
No sospechaba yo, al recibir esta especie de adiós a través del océano, que volvería a ver a don Claudio, y en España: cierto que postrado en el lecho y en la clínica abulense de Nuestra Señora de Sonsoles. Reducido al mínimo su horizonte vital, pero siempre lúcido y consciente: consciente para el dolor de una existencia que ya le abrumaba; que él mismo quería que no se prolongase más. Mi recuerdo final del viejo maestro me devuelve su perfil, estilizadísimo, recortándose sobre el cielo de Ávila, en aquel cuarto luminoso, cuya pared de fondo -a la que se arrimaba la cama de don Claudio- era una gran cristalera.
Ya entre la tierra y el cielo: más en el cielo que en su siempre querida tierra de Ávila.
Babelia
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