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Gastronomía y música

Resulta extraño que el tema no se recoja en ninguno de los 20 gruesos volúmenes del nuevo diccionario de música de Grove, tanto más cuanto que la producción de sonidos melódicos como acompañamiento de sabrosos manjares se retrotrae a tiempos remotísimos. En este sentido, la primera imagen que acude a nuestra mente es la de un grupo de guerreros que succiona huesos de tuétano mientras un músico rasguea las cuerdas de un instrumento. En toda la historia de la música no ha habido ningún instrumentalista o compositor que, estando en su sano juicio, haya considerado degradante que su arte se mezclara con el ruido de los cubiertos. La música de Handel tenía una utilidad (ser ahogada en medio del estruendo de los fuegos artificiales y del vino escanciado en las copas reales), y lo mismo puede decirse de toda la demás, hasta Beethoven. Este último no rozaba el teclado a menos que hubiese un silencio absoluto (como oyese una palabra, un carraspeo o el tintineo de una cucharilla de café, exclamaba: "¡No quiero seguir tocando para estos puercos!"), y de ahí que a partir de entonces se abriese un abismo entre la gastronomía y la música, a comienzos de la época romántica.Intentaré explicarme. Cuando los compositores vivían bajo el patronazgo de los príncipes no tenían derechos. A Haydn le pagaba el príncipe Esterhazy para que hiciese la música que su real persona deseaba, a saber, música para banquetes y te deums. Cuando los nobles dejaron de potegerles -coincidiendo con las campañas europeas de Napoleón-, su orgullo henchido les hizo renegar de la música útil: lo que había que hacer era escucharla atentamente; la música reflejaba la personalidad del compositor, el cual adquiría una importancia casi divina. No se podía tomar un helado escuchando un nocturno de Chopin ni rebañar un hueso con la Novena sinfonía, de Beethoven, como telón de fondo. Se empezó a distinguir entre música seria y ligera, lo cual nunca habrían comprendido Handel, Haydri y Mozart. La primera se reservaba para las salas de conciertos, en tanto que la ligera podía escucharse en cualquier lugar.

Se oía sobre todo en los comedores y salones de té. En mi juventud no había restaurante, por malo que fuese, que no tuviese un terceto a base de piano, violín y cello. Yo mismo toqué el piano en uno; no había normas concretas sobre la música que debía acompañar a las comidas, aunque todo el mundo reconocía de modo tácito que los comensales no gustaban de las fugas de Bach o de las sonatas de Brahms. El sonido tenía que ser sedante y no excitar, lo que significaba que no se podían tocar marchas militares ni jazz. Sí se admitían selecciones de comedias musicales (de Víctor Herbert, pero no de Cole Porter), el moribundo cisne de Saint-Saéns y el intermedio de Cavalleria rusticana.

O sea, no tenía que estimular el flujo de adrenalina, ya que eso entorpece la segregación de los jugos gástricos, y tampoco debía rozar el sexo, la furia o el patriotismo: lo bueno, si ligero, dos veces bueno.

La sopa y el pescado

Me parece que la elección de la música para las comidas ha sido siempre algo bastante pragmático; no hay experto que pueda aconsejarnos sobre la música que va mejor con la sopa, el asado o el soufflé. Sólo hubo un compositor que se tomó la molestia de hacer Essensmusik, o música gastronómica, con el rigor que caracteriza a los alemanes, Richard Strauss, quien supo describir los manjares de la escena del banquete de El burgués gentilhombre, de Hoffinarinsthal, en la liviana partitura que escribió para dicha obra. La trucha abunda en el Rin, y de ahí que oigamos el sonido de las aguas del río en El oro del Rin, de Wagner. Por lo que respecta al cordero asado, la descripción que hace Strauss de una carnicería realizada entre el rebaño de ovejas constituye un elemento de disonancia en su poema sinfónico Don Quijote. El helado se acompaña de la versión del Funiculi Funicula, también de Strauss, para demostrar que es originario de Nápoles, y el café se derrama por los compases de la Cantata del café, de Bach. Todo lo anterior es serio en el sentido de que hay que tener unos conocimientos bastante profundos de música para poder captar las citas; por lo demás, resulta vagamente ingenioso y, desde luego, poco útil desde el punto de vista digestivo.

De todos modos, la música gastronómica de Strauss está estructurada, lo cual no puede decirse de esa condenada músical ambiental que actualmente invade los restaurantes. La estructuración es importante, tanto en la música que ha de acompañar a las cenas como en estas últimas. En ese sentido, un banquete constituye una recapitulación sobre la historia del mundo. Los orígenes del mundo fueron como esa sopa caliente que tomamos al principio, en la que flotan primitivas formas humanas; le sigue la carne, y se termina con productos elaborados por la mano del hombre, como el queso y la repostería. Una comida bien equilibrada es como una especie de poema al desarrollo de la vida, y merece la música que mejor la acomode.

En principio, ha de ser muy fluida para la, sopa y el pescado, y para traer a colación su elemento de base común -el agua- sugiero composiciones de piano ligeras y arpegiadas; en este sentido, siempre se puede recurrir a John Field o a los nocturnos de Chopin. Particularmente prefiero a Debussy y, en concreto, su Arabesco en mi mayor, fluido donde los haya. Una sopa muy sazonada con pimienta -de pollo, por ejemplo- requiere música que pase bien y con una pizca de picante, como la de Rachmaninov, la de la primera época de Prokoflev y quizá también la de John Ireland. Si se quiere que el plato de pescado tenga un toque muy especial no hay nada como el exquisito fragmento de acuario de El carnaval de los animales, de Saint-Saéns, o El perfecto bufón, de Holst. No le va bien el aria de La creación, de Haydri, pues, aunque tiene ballenas entre sus ingredientes, son mamíferos y, además, su carne dejó de comerse en el Reino Unido hacia 1950.

Por lo que a las aves respecta, que a nadie se le ocurra regar con ninguna música el pollo de granja, salvo que se trate de la fortísima factoría de la música de máquinas del soviético Mossolov. La caza pide un acompañamiento con regusto evocador de los parajes del Norte y del gemir y los lamentos de la gaita escocesa: resultan perfectos Los brezos para piano, de Debussy, por no hablar ya del scherzo de la Sinfonía escocesa, de Mendelssohn. Llegado que fuere el turno de la carne, las costillas de cordero entran muy bien con ese preludio coral de Bach sobre ovejas que triscan apaciblemente, el cual nos hace sentir el sonido de las esquilas y la placidez pastoral. Nada de condimentar el vacuno a base de pasodobles toreros; lo mejor es recurrir a algo reposado y de acrisolada nobleza: aunque Beethoven nos ponga como no digan dueñas desde las eternidad, todo irá a pedir de boca con alguno de sus movimientos lentos. Con todo, considero insuperable el movimiento central de Los planetas, de Holst, sobre todo en su versión para cuerda y seis trompas, aunque no por ello hago ascos a la de órgano.

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Los quesos necesitan música del lugar de donde proceden. No cabe duda de que sólo a alguien sin seso se le ocurrirá hundir un brie de excelente calidad con Los bateleros del Volga, aunque ya es más cuestionable si un cheddar canadiense podría ir con Chantez Alouette o con unámelodía de Cheddar Gorge. Pienso que La tumba de Couperin, deliciosísima suite de Ravel, no tiene parangón a la hora de saborear los quesos franceses, y que hay que hacer justicia al stilton o al gloucester de la mano de Henry Purcel; por lo demás, la fondue suiza debe tomarse entre ecos de cantos tiroleses, contingencia ésta que me obliga a desaconsejar el queso helvético, salvo raras excepciones.

En cuanto al dulce, no es lo mismo un elaborado postre de repostería que otro hecho de modo industrial y recién sacado del frigorífico. Debussy decía que las composiciones de Grieg eran como "pasteles rellenos de nieve"; por mi parte, pienso que este estimulante noruego tiene un arte especial para conjugar lo dulce y ligero con lo frío, y de ahí que puede echarse mano de toda su obra, salvo esa aburrida escena de Peer Gynt en la que muere Ase. Opino que para el café -el cual, en contra de la costumbre norteamericana, debería servirse separado del postre y con algún licor de refuerzo- se puede ser lo suficientemente osado como para darse al loco frenesí de la música brasileña, aunque, eso sí, dentro de un orden y con mesura. Puestos a infringir la ley, ofreciendo puros cubanos se impone algo de Tampa.

El lector pensará -sospecho- que estoy de chanza. Nada más lejos de la realidad; siempre me he tomado en serio la gastronomía y la música, y me he dedicado a las dos, aunque no al unísono. Mi hijo ha ido aún más lejos: es cocinero profesional, formado en Francia, y también toca el óboe y el bajón barroco. Hablamos hasta la saciedad sobre la interrelación existente entre uno y otro arte, e incluso hemos confeccionado menús donde la música (llevada de discos a una cinta magnetofónica continua) aparece dentro de la carta de los vinos. De todas formas, no tenemos más remedio que reconocer que no hay sustituto que valga para la música en directo, y que basta con un terceto versátil y despierto; en caso de urgente necesidad, vale hasta un pianista solamente. A pesar de lo dicho hay que huir de los músicos demasiado despiertos: una vez tuve que vérmelas con un pianista que atacó una composición sueca a la hora de servir el caviar (sabía que distaba mucho de ser Beluga) y, con un si es no es de malicia la emprendió con ¿Cuánto cuesta ese perrito del escaparate? cuando llegó la hora del venado. La cena acabó sin música.

© Anthony Burges.

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