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Un año y medio de 'diplomacia tranquila'

Contactos continuados han servido para que franceses y españoles se conozcan como vecinos

Felipe González suele contar en privado cuando hace referencia a los progresos en la colaboración anti-terrorista franco-española que cuando, en París, a finales del año pasado le dijo a François Mitterrand que medio millar de personas habían muerto desde que existe democracia en España vió en el rostro del presidente francés un gesto de asombro. Mitterrand respondió reconociendo que su país no podía haber soportado tal cantidad de sangre sin que se produjera una intensa convulsión política.Tres semanas después, siete etarras eran trasladados a Panamá, y, en Francia, las Compañías Republicanas de Seguridad (CRS) comenzaban a hacer registros y a controlar etarras, muchos de los cuales fueron obligados a trasladarse a lugares alejados de la frontera franco-española. Este celo policial francés se identificó entonces con la previa entrevista Mitterrand-González, aunque fuentes oficiales francesas y españolas destacaron entonces que todo se debía a la diplomacia tranquila iniciada un año antes. Tampoco se descartaba que jugase algún papel las sugerencias de otros países como Alemania Federal y Estados Unidos y las actividades del GAL, que redujeron en un 40% las reservas hoteleras del País Vasco francés, una región que vive, en gran parte, del turismo.

¿Se puede creer que el presidente de Francia no conocía el dato del número de víctimas del terrorismo en España? Diplomáticos franceses, cuando se les pregunta sobre aquél diálogo, niegan que de él salieran resultados espectaculares y agregan que lo que ha ido su cediendo durante el último año y medio es que los gobiernos de Francia y España se han ido conociendo, poco a poco, despojándose de muchos de los prejuicios que ambos tenían.

Poco después de acceder al ministerio del Interior francés, Gaston Defferre, en unas declaraciones concedidas al semanario de su país Nouvel Observateur trazaba un paralelismo entre ETA y los movimientos de liberación del Tercer Mundo. No era el único ministro del Gobierno socialista francés que pensaba así: el de Justicia, Jacques Badinter, había defendido como abogado a etarras en el País Vasco francés.

El relevo en el Elíseo no había logrado acabar con las viejas reticencias, como cuando Valery Giscard d'Estaing, con paternalismo no carente de desdén, hablaba, al referirse a la restauración democrática en este lado de los Pirineos, de la "joven democracia".

El viejo ropaje izquieídista

Posturas como las de Defferre o Badinter son explicadas ahora por funcionarios franceses como fruto del viejo ropaje izquierdista que muchos de los miembros del Gobierno francés llevaban consigo al acceder al poder, después de varias décadas de oposición. Desde el poder, se argumenta, las cosas se ven de otra manera. Poniendo como ejemplo una situación similar ocurrida en campo contrario, los franceses aluden al debate habido entre la izquierda española a finales del año pasado, cuando se cumplía el décimo aniversario del asesinato del almirante Luis Carrero Blanco. El parlamentario comunista Santiago Carrillo y el ministro español del Interior, José Barrionuevo, discutieron entonces sobre la valoración que dieron en su momento a aquel atentado que, según Carrillo, había sido bien visto por la izquierda.Las reticencias franco-españolas fueron superándose con la práctica del poder y los contactos entre sus gobiernos. Primero, en enero de 1983, se reunían en el castillo de La Celle-Saint-Cloud Luego, con ritmo semestral, se fueron sucediendo los encuentros, buscando siempre, con cierto esnobismo, un esplendoroso marco con el que epatar al interlocutor: La Granja, en julio de 1983, y Rambouillet, en febrero de 1984.

El conocimiento personal ayudó mucho. Entre los diversos ministros que intervinieron en las cumbres se estableció una curiosa relación amistosa, identificándose bien entre sí. Eso se dice, especialmente, de los de Economía, Jacques Delors y Miguel Boyer, y los de Asuntos Exteriores, Claude Cheysson y Fernando Morán. Estos últimos tenían ya, antes de acceder al cargo, muchas cosas en común: un marcado desaliño indumentario, un lenguaje excesivamente directo para lo que suele ser costumbre entre los diplomáticos y un reciente pasado de marginados en sus carreras.

El viernes, poco antes de que Frangois Mitterrand regresara a París, un diplomático francés reflexionaba sobre este viaje-relámpago, comparándolo con el anterior, realizado en junio de 1982.

Entonces, la estancia de Mitterrand en Madrid despertó una riada de desilusiones: Mitterrand no dió respuesta concreta a las dos cuestiones-clave de las relaciones bilaterales -la integración de España en la CEE y la colaboración anti-terrorista-, limitándose a decir que el asunto había que tratarlo en el terreno de los hechos y no en el de las declaraciones. Ahora, los franceses recuerdan que nada ha cambiado y que los progresos se han dado porque -se ha trabajado en ese sentido.

Ola antifrancesa

Entretanto, han habido importantes escollos, como cuando, a principios del pasado mes de marzo, un barco de la Marina francesa ametrallaba en el golfo de Vizcaya a dos pesqueros vascos. Entonces, una fuerte ola de opinión anti-francesa invadía los periódicos, en las carreteras se quemaban camiones galos y la Embajada francesa en Madrid era asediada frecuentemente por manifestantes de extrema derecha.Poco después, cuando los ánimos estaban más caldeados, llegaba a Madrid el primer ministro francés, Pierre Mauroy, para entrevistarse con su homólogo español, Felipe González. Como concesión, quizá, a la opinión pública, González apareció con grave gesto en la conferencia de prensa que dió a continuación. Los franceses, posteriormente, aclararon que, en contra de lo que se pensaba, "la entrevista fue cordial", lo que, dadas las circunstancias, era bastante más que un clisé diplomático. De aquel escollo no quedan ahora muchos recuerdos: después de ser bombardeada tres veces con bolsas de pintura, la fachada rosa de la Embajada francesa en Madrid ha recuperado su color y su dignidad de viejo palacete: casi un millón de pesetas costó al Estado español la reparación de las iras de los manifestantes.

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