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Polémica sobre la utopia

De repente se ha ido desatando en este aburrido panorama intelectual una no tan bizantina polémica arrastrada sobre el sexo de los ángeles custodios de utopías, que bienvenida sea a remover el polvo dormido de nuestras arruinadas ideas. Tras un trío de artículos publicados en este periódico sobre El despertar de los utópicos (Baudrillard), el Deber de la utopía (Vidal Beneyto) y el mío, la Recuperación de la utopía, desde tres posiciones muy dispares se lanzan, después, en ciertamente involuntaria coincidencia, sendas andanadas de réplica en otros medios.Baudrillard sostenía que, frente a la de Estados Unidos, la historia de Europa es "la de los ideales utópicos en busca de su realización imposible" y que los intelectuales europeos "continuaremos siendo nostálgicos de la utopía, desgarrados por el ideal... y diciendo que todo es posible, pero, jamás, que todo se ha realizado". Pepín Vidal, ante el inmediatismo pragmatista de los Gobiernos socialistas del sur de Europa, apuntaladores del orden que decían querer cambiar, proponía a los intelectuales volver a usar la brújula utópica en la búsqueda de un nuevo continente alternativo que ya emerge en movimientos soterrados. Finalmente, el abajo firmante echaba un poco de humilde estopa al rescoldo del fuego utópico apagado, pero reavivable hoy gracias al neodesencanto y al final de la untopía o mito consumista.

En su -pongamos- turno de réplica, Paramio y Reverte, tras cuestionar la racionalidad de la utopía en un horizonte posmarxista y admitir una doble realidad de la política (los movimientos sociales con sus sueños y aspiraciones insobornables, y una política desencantada pero eficaz), llamaban a los intelectuales críticos a, en vez de ir por ahí predicando la utopía o haciendo de maquilladores del Gobierno, "intentar defender el realismo y el principio de eficacia en los movimientos sociales, y los principios morales y las visiones utópicas ante el aparato del Estado". Todo ello en horas libres y sin aquella militancia enajenada de antaño, ni olvidar que el intelectual es siempre un bufón impertinente a sueldo. Menos significativo, por su mayor distanciamiento orgánico del actual poder en España, un artículo de Senillosa comprobaba satisfecho cómo el socialismo sureño europeo había trocado la euforia utópica por el realismo reformista.

Resultan curiosas esas coincidencias objetivas en tiempo e intención entre quienes, muerto Marx, la emprenden a lanzadas contra Moro redivido y sus tímidos epígonos soñadores de utopías. Acaso esa ofensiva antiutópica sea un reflejo condicionado del pánico institucional a la negación crítica que significa el renacimiento utópico para el sistema imperante y sus gestores. Porque la búsqueda, incluso sólo especulativa de momento, del mejor de los mundos imposibles, la fuga mental hacia el exilio ulterior (porque sólo aquel que huye escapa) equivale a una denuncia desencantada del mundo posible en que se vive. Y este mundo es el capitalista, hoy gestionado por el socialismo en el sur de Europa, y, aquí y ahora, por un partido en el que depositaron su última esperanza muchos electores que pueden abandonarlo e incluso movilizarse contra él para volver a militar en la utopía, o sea, en el caos y el desorden, tan temidos hoy por la derecha como por la izquierda institucional.

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La síntesis entre utopía y eficacia y el desdoblamiento de personalidad moral para uso de intelectuales progres desencantados coinciden con la línea y los intereses gubernamentales: que formulen sus críticas constructivas de puertas adentro (quizá como asesores a sueldo, incluso) y, en cambio, desdramaticen los problemas ante los movimientos de masas sindicales, pacifistas, etcétera, y no siembren vientos utópicos que puedan germinar en tempestades sociales. Este desdoblamiento de ideas y praxis en una moral de dos caras recuerda al gran Chun confuciano que asesoraba al príncipe en su sagrada misión e imbuía a los súbditos la conciencia de sus de

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beres, eliminando lo malo y divulgando lo bueno cuando actuaba ante el pueblo. A esto sí que se le podría llamar la ceremonia de la confución sobre la función social del intelectual, al que se querría atribuir un papel de moneda del cambio, cara al poder, culo a la sociedad y canto al sistema.

Esta un tanto frívola propuesta de doble moral, que permitiría al intelectual de izquierda con mala conciencia peinar cada mañana los restos capilares de sus ideales abstractos con la raya en medio de sus intereses concretos, quizá sería aceptable para andar por casa sin desgarramientos éticos si, admitido el fracaso de los modelos alternativos comunistas, se le ofreciese una realidad cambiante aceptable y un proyecto sugestivo de futuro en común, que respondiesen al imperativo kantiano de irse aproximando al dulce sueño de Estado utópico. Pero, si nos atenemos a las obras de los Gobiernos socialistas del sur de Europa, que siguen las huellas de sus colegas socialdemócratas del Norte, no parece que se siga ese camino a menos que se considere Estado utópico el del capitalismo avanzado, cuya concreción en el modelo estadounidense rechazaba Jean Baudrillard en su artículo citado. Rechazo que, explícitamente, no comparte el presidente del Gobierno socialista español, quien dice sin peros en la lengua que prefiere morir en Nueva York de un navajazo que en Moscú de aburrimiento, y que el capitalismo es el mejor de los sistemas posibles.

No es de extrañar, pues, que más de un intelectual español (aunque posiblemente menos de los que caben en los dedos de una mano) de la izquierda náufraga sienta hoy la tentación de no elegir ni esto ni lo otro, sino todo lo contrario, y tirar por la utópica calle de en medio, aunque de momento parezca más bien un callejón sin salida entrevisible (Infierno o Cielo, ¿qué importa? Hacia el fondo de lo Desconocido para hallar algo nuevo). Ni que piense, con el tan denostado Cioran, en sacudirse la pereza y, cual Don Quijote, volver a echarse al camino, al combate y las derrotas, y recobrar aquella frescura del ángel sedicioso que ignoraba esta sagesse pestilente en que nuestros impulsos se ahogan.

Eso, o seguir refugiados cómodamente en la frivolidad y el cinismo, en el cultivo del propio huerto, en la acomodaticia moral cartesiana, alterando sus deseos antes que intentar cambiar el orden del mundo provisional. O instalarse en las confortables nóminas del poder sin gloria, para hacer de tuertos preceptores panglossianos en el país de los ciegos y educar a sus Cándidos pupilos en el convencimiento de que viven en el mejor de los mundos posibles, aunque no sea El Dorado, y de que las cosas son como son y no pueden ser de otro modo; avizores vigías más prestos a gritar ¡moro en la costa! que ¡tierra a la vista!; vigilantes del peso ideológico para que se guarde la línea siguiendo el régimen prescrito; insomnes endriagos guardianes de las áureas manzanas prohibidas del hesperio jardín, frente al asalto inerme de los nada hercúleos buscadores de quimeras y Plus Ultras, que vuelven a creer con Voltaire que il faut absolumént que exista el país oú tout va bien. Y que, si no lo hay, sin duda lo habrá.

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