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Examinando los exámenes

¿Tiene usted un hijo en la Universidad? Seguro que le habla dé los exámenes. Y seguro que sólo le habla de los exámenes. De esta manera, el chico, seguro también, es aplicado, porque habla de lo que le enseñan. La Universidad enseña -y en este aspecto hay que reconocer que lo hace con ahínco- a examinarse, que es lo mismo que decir que enseña a no pensar.Si usted pregunta a muchos de los profesores por qué razón se ejercitan en la desfasada liturgia de controlar a sus muchachos como un vigía o guardián, las respuestas que puede obtener serán de lo más variadas. Algunos reaccionarán con estupor, ya que no se han hecho jamás una pregunta -para ellos- tan profunda. Otros recurrirán a la tradición y sus buenos (?) resultados, otros protestarán observando que alguna prueba es necesaria en cualquier orden de la vida, otros argumentarán por motivos ideológicos o tecnocráticos, y hasta habrá quien se atreva a apelar a su sentido ético. En el bolsillo, sin embargo, se esconden otras cartas. Y no es la menor que la gente examina por impotencia. Expliquémonos.

Sin el examen quedaría al des cubierto la ignorancia del profesor. No es ningún secreto que el profesor español -de Universidad al menos- es de una incultura envidiable... si uno gustara del mal salvaje. El examen es una tapadera. Es una forma cómoda de dejar en la penumbra la falta de inventiva, la no menos falta de gusto intelectual y la decidida no vocación por la cultura. (Es más raro oír hablar desinteresadamente de filosofía en una facultad de tal que encontrar rosas en el mar.) Pero, por encima -de todo, el examen es la Universidad. Porque lo que a la institución-administración universitaria le importa no es la supuesta calidad de la enseñanza, sino, pura y simplemente, actas con notas por medio de exámenes. Esto es su esencia. Por arte de los exámenes, la Universidad se convierte tanto en una milí prolongada como en una escuela de mediocridad que provea hombres medio-mediocres. En este sentido, el examen es todo un éxito. Cumple la función de ser la nega ción psicológica y lógica del pensamiento. Psicológicamente arruga y angustia, imposibilitando la lectura distendida. Lógicamente, minimiza un requisito central de la vida teórica: la crítica libre. Para Hume, el monoteísmo corría el peligro de embotar la inteligencia y desarrollar la adulación y el servilismo. El examen, por su parte, no llega a tanto, ya que si el monoteísmo podía rebajar los talentos, el sistema de exámenes aleja los talentos de la Universidad, dando la primacía a los menos dotados.

No acaban ahí las virtudes de los exámenes. Éstos no sólo enmascaran la ignorancia docente, sino que son un buen rito de iniciación en el trepe y la falsedad; virtudes ambas bien necesarias en una sociedad como la nuestra. El alumno sigue al pie de la letra la lección de sus mayores. De ahí que los que, a brazo partido (a veces de apuntes), se lancen por el camino del profesorado, se afanen por interiorizar los códigos hipócritas de conducta, anu len, si la tuvieran, su capacidad intelectual, denigren a quien no les sea útil, envidien al compañero y se pongan de acuerdo con el personal más universitario. Por más universitario se entiende, claro está, quien más se reúne, amenace con su autoridad o halague con promesas y becas. ¿Tiene esto algo que ver con la sabiduría y su difícil aprendizaje?

Dos posibles defensas en favor de los exámenes. La primera consistiría en mostrar lo razonable que es exigir un alto nivel competitivo, una competencia teórica y práctica que seleccione lo más potente del alumnado. Es, en sí mismo, todo un argumento, sólo que aquí no sirve. Ante todo tendrían que cambiar radicalmente los profesores, y con ellos, la Universidad. Pero es que, además, exámenes no los hay más que de nombre. No se trata de pruebas rigurosas y objetivas, sino de aprobados masivos (quien ha calentado el asiento durante todo el año puede estar tranquilo), con recompensas en la calificación, que se distribuyen en función del compadreo. Así se facilita el acceso del más oportunista y se disimula lo rudimentario de la prueba. Todavía quedaría una última defensa del sistema de exámenes. Se les podría encuadrar dentro de una gran ceremonia social. El buen burgués europeo se asentó en la seriedad, en la ley moral, en la repetición consciente de lo mismo. Es probable que algunos de nuestros universitarios sueñen con tal estado de cosas. El sueño no logrará su satisfacción, porque para ello, primero, habría que ser un gran burgués, y no un provinciano. El resultado suele ser una figura tan ridícula como la de quien viste levita para ir al fútbol.

Para dedicarse a la Universidad habría que demostrar antes que se pueden hacer muchas cosas al margen de la Universidad. Si alguien dijera que sólo sirve para ella, tal y como está, debería de ser razón suficiente para jubilarle inmediatamente.

Si usted tiene un hijo o pariente en la Universidad, sepa que está de exámenes. No le moleste, que está ocupado. Por ahí llegará muy lejos.

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