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La vigilancia del intelectual

En estos días, en que reina más la galofobia que la galofilia, se nos ha pasado un cincuentenario cuya enjundia histórica y política parece estar fuera de duda. Me refiero a la creación del Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas franceses, el 5 de marzo de 1934, innegable punto germinal del frente popular allí, aquí o por doquier.Claro que eso del frente popular bien pudiera ahora parecer de mal gusto a algunos o desfasado a otros. No importa. Cuando yo estudiaba bachillerato, ya estaba oyendo que, a lo mejor, lo que era moderno no era precisamente progresista. Pero la historia -que, desde luego, no se repite nunca de la misma forma- es una de las cosas más difíciles de borrar, y cuando se ha querido hacerlo se ha pagado por ello un precio demasiado caro.

Volvamos, pues, al tenso mes de marzo de 1934: hace pocas semanas del intento de asalto del Parlamento francés por los seudofascistas y de la réplica popular, así como también del aniquilamiento de los socialistas austriacos bajo los cañones del canciller Dollfuss. En España, que está en plena huelga de largas semanas en Zaragoza, las Juventudes de Acción Popular se aprestan a desfilar en la lonja de El Escorial al grito de "¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!", mientras el ministro de Gobernación, Salazar Alonso, destituye ayuntamientos socialistas y cierra casas del pueblo. Cualquiera se daba cuenta de que la libertad en peligro no era una formalidad burguesa, sino una conquista popular.

En aquel París dificil, en que Doumergue gobernaba con la derecha, todo vino de una entrevista entre André Delmas, secretario del sindicato de maestros (una especie de FETE, pero sin afiliación a ninguna central sindical, aunque de talante socializante), y el joven auditor del Tribunal de Cuentas François Walter (que firmaba Pierre Gerome en la revista Europe, de Romain Rolland, allí donde Azaña y Marañón escribieran sus diatribas contra la dictadura), director del Gabinete de Anatole de Monzie mientras éste fue ministro de Educación con Herriot los dos años precedentes; a ellos se unió Georges Lapierre, director del semanario L'Ecole Libératrice, del citado sindicato de maestros.

Ciertamente, al unirse las dos manifestaciones de izquierda el 12 de febrero se había dado un paso unitario, pero más emotivo que reflexivo. Los dirigentes comunistas seguían empeñados en les soviets partout, y los socialistas, en que no había que tratar con ellos, sancionando a sus militantes adheridos al movimiento Amsterdam-Pleyel de Barbusse. En cuanto a la CGT, central sindical mayoritaria, dirigida por Jouhaux, actuaba por su cuenta. Parecía dificil, más bien imposible, coordinar esfuerzos tan dispares, apagar rencores, frenar antipatías y disipar recelos. Y, sin embargo, el ascenso del fascismo era un peligro evidente.

Aquellos hombres de matiz socializante y comunizante, con algún otro de corte radical, pero todos sin contar con los partidos, cuando ambas Internacionales obreras rechazaban la unidad, pueden contar en cambio con tres intelectuales del máximo valor y prestigio: Paul Rivet, socialista; el físico Paul Langevin, cercano a los comunistas, y el filósofo Alain, vinculado a los radicales. Consiguen también el acuerdo de Léon Jouhaux. Llegan las reuniones iniciales, que son difíciles y, por momentos, desalentadoras. Pero, al fin, el 5 de marzo se hace pública ante el país una declaración común.

Aquellos hombres, "unidos por encima de todas las divergencias", se unen contra el peligro de la opresión, contra "la oligarquía financiera", para "defender los derechos y libertades públicas que el pueblo ha conquistado", y concluyen así: "Nuestro primer acto es formar un comité de vigilancia y ponemos a la disposición de las organizaciones obreras".

Al pie del documento, las firmas de los sabios ya citados, pero también las de Víctor Basch (presidente de la Liga de Derechos del Hombre), de Henri Wallon, de Albert Bayet, de Jean Cassou, Marcel Prenant, Julien Benda, Paul Eluard... En el lenguaje y estilo de hace medio siglo, aquellos hombres ponían su capacidad de reflexión y de creación a la disposición de los trabajadores y de sus organizaciones. Fuera de toda ambición política, echaban el peso de su pensamiento y de su ejemplo en el platillo popular de la balanza. Era, como si dijéramos, una "agrupación al servicio de la República", pero no con el objetivo de dirigir al pueblo; al contrario, ofreciéndose tal vez con excesiva modestia.

Vigilancia intelectual

El ejemplo estaba dado. Al empezar el mes de julio de 1934 había más de 3.500 adhesiones, desde la enseñanza superior hasta la primaria y en otras profesiones intelectuales. Por toda Francia, el maestro, el jurista, el periodista y el hombre de letras, el técnico científico, se reunían en sus comités, tomaban iniciativas, vivían una nueva vida y ayudaban a una toma de conciencia. Más tarde vendría el resto.

El 14 de julio de 1935 eran ya cientos de millares, con todas las organizaciones. Pero, todavía en mayo de aquel mismo año, Paul Rivet fue elegido concejal por el quinto distrito de París, no en nombre de los partidos (unidos o desunidos), sino de los intelectuales de izquierda.

¿Por qué evocamos este cincuentenario? Sencillamente porque nos muestra a unos intelectuales de libre juicio crítico que, más allá de las divergencias de partidos e Internacionales, toman en sus manos, humilde y generosamente, una responsabilidad política.

Se comentaba hace poco que en Gerona hemos podido debatir temas complicados, y desde ópticas diferentes, en un tono de cordialidad que quisiéramos ver en los partidos políticos cuando debaten. Tal vez porque ser intelectual es algo más que conocer y aplicar una parcela concreta del saber. Hace falta más: poner todo lo que podamos a disposición de la cosa pública, popular.

No faltarán quienes juzguen de utopismo trasnochado aquellas actitudes de los Rivet, Benda, Langevin, Friedinan, Chamson, Tzara y tantos más. Sus planteamientos son distintos, en efecto, a los que hoy pudieran hacerse. Pero es más que probable que sin sus actitudes la historia contemporánea hubiera sido más triste y desoladora.

Medio siglo después resulta estimulante pensar que aquello de la historia la hacen los hombres -aunque sea "dentro de unas circunstancias dadas"- no es un tópico baladí. Y uno se pone a cavilar sobre si no sería posible en nuestra democracia una actualización de ese protagonismo de la vigilancia intelectual.

Manuel Tuñón de Lara es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco.

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