¿Es Cataluña una 'posesion' de España?
El portavoz oficial del Gobierno central acaba de desmentir la veracidad de una frase que, puesta en labios de su presidente, causó auténtico estupor en Cataluña. La afirmación decía así: "El terrorismo del País Vasco es una cuestión de orden público, pero el verdadero peligro es el hecho diferencial catalán". Pienso que, efectivamente, Felipe González, no ha podido ser su autor porque ni el País Vasco es sólo un asunto policial ni el hecho diferencial catalán debe calificarse de peligro. Me consta, además, por testimonios presenciales que el presidente no dijo tamaña barbaridad política.Lo que sí es cierto es que, desde siempre y también hoy, aún después de intentar una fórmula de encaje cómodo en el Estado, las autonomías históricas resultan especialmente problemáticas. Se diría que la clase política española, la que ordena y manda, cuando puede, en Madrid, no ha llegado a asumir a fondo los hechos diferenciales vasco y catalán. Ni desde la derecha ni desde la izquierda se ha estudiado a fondo el tema y, por tanto, no se ha comprendido -y menos asimilado- la existencia y la dinámica vital de esas dos naciones insertas en España.
Los menos que puede decirse es que Cataluña y Euskadi llevan en España, y de forma permanente, una vida tensional. De vez en cuando, como ahora -y me circunscribo a Cataluña-, la tensión deviene crispación, hostilidad, rechazo mutuo. En esos momentos surge un estado de alerta permanente ante posibles ofensivas foráneas cuyo, objetivo es la esencia del pueblo, la existencia misma de la nación. Como consecuencia, se dispara el dispositivo del rechazo visceral que es capaz de llevarse por delante, porque tiene fuerza de ciclón, toda una gestión de gobierno para la conducción racional del Estado de las autoriomías. Y lo que es peor, puede agostar la buena disposición y las energías negociadoras en un próximo futuro. En política, con frecuencia, es en el plano de los sentimientos y de la emotividad en donde se juega uno el éxito o el fracaso de un proyecto o de toda una estrategia.
Los políticos de la democracia, a los que hemos confiado la misión de regir satisflactoriamente la cosa pública, deben saber que el vidrioso, apasionado y sempiterno tema de: las relaciones España-Cataluña no está, ni mucho menos, resuelto. A Cataluña, España la tiene como propiedad adquirida, como posesión resultante de una herencia que le legó la historia. Es una porción importante, económicamente consistente, y por e,Uo codiciada y vigilada, del patrimonio general de España. Pero la tensión permanente, los recelos mutuos, las incomprensiones y las guerras han demostrado y siguen demostrando que la posesión no es la actitud adecuada para el encaje de Cataluña en España. Seamos sinceros y desnudemos el alma de una vez: ¿qué esfuerzo ha hecho España para ir más allá de la posesión fría, de la conveniencia calculada e incluso de la sumisión humillante, en pos de la vinculación cordial y trabajada con ese plus que pone la acogida amorosa?.
Compenetración de dos pueblos
El día en que España, superado el espíritu de posesión dominante, ame a Cataluña "como algo propio e irrenunciable" -en este sentido y sólo en éste me atrevo a usar la expresión de Julián Marías-, se habrá dado un paso de gigante hacia la compenetración de estos dos pueblos.
Amar a Cataluña es, en primerísimo lugar, amar su lengua. Es decir, felicitarse de que exista, conocerla, manejarla, experimentar el deleite de su cadencia -tan distinta de la castellana o de la gallega o de la vasca-. Es adentrarse en sus escritores, y disfrutar de la belleza exquisitamente creada por la épica de Verdaguer, o la lírica de Carner o la sabiduría civil de la literatura de Salvador Espriu.
Amar a Cataluña es amar la constancia de su paso por la Historia. Es felicitarse porque, a pesar de las adversidades, todavía esté ahí luchando por su supervivencia, con la esperanza de ofrecer lo mejor de la hondura de su alma en beneficio de los pueblos de una humanidad espléndidamente plural.
Amar a Cataluña es amar su paisaje, dejarse penetrar por los destellos suaves de su contenida luz mediterránea, y pasear los ojos por la piel ondulada de una geografia que anuda, incasanble, montañas y valles hasta caer rendida en el mar. Sí, el amor al paisaje es necesario, como necesario es para comprender qué es Castilla amar la escalofriante sequedad de la tarde castellana, cuando la meseta corta el sol en dos tajadas con el filo del horizonte.
Y es amar la diferencia, el tan traído, llevado y maltratado hecho diferencial que cristaliza en el temperamento colectivo de sus ciudadanos, tan tranquilo y aparentemente resignado, y tan propenso a la erupción volcánica en momentos de presión exterior. Y también valorar sus tradiciones y su música y su danza y las múltiples manifestaciones de su arte, y todo eso que, sin saber cómo ni por qué, brota de los pueblos que tienen alma de nación.
Estas pocas sugerencias se resumen en una sola: amar a Cataluña es quererla a partir de ella misma, desde dentro de ella, arrancando de su esencia y de su modo de existir. Sólo así puede intentarse la resolución del problema de la trabazón entre los diversos entes nacionales que configuran el conjunto del Estado. Esta actitud transpolítica es indispensable si de veras se desea dar una respuesta coherente a la fatídica pregunta: qué es España.
En todo el proceso democrático, Cataluña ha puesto como pueblo la necesaria dosis de moderación que se le exigía como deber histórico. Pero eso no significa que la moderación sea fruto de la satisfacción o del confort políticos. Los pueblos no pueden convivir en un clima de malquerencia, ni siquiera en una atmósfera de indiferencia o de ignorancia. La convivencia de los pueblos, aun contando con las casi inevitables y a menudo fértiles tensiones dialécticas, requiere dosis importantes de estima mutua. Esa estima que de hecho ya existe en los propios ciudadanos, en el pueblo llano, y que algunos políticos, en ciertas ocasiones, se empeñan en hacer tan difícil.
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