Peregrino de la belleza
Como peregrino de la belleza, Fernando Zóbel ha muerto en Roma, hermoso lugar para concluir la vida de un creador. Espíritu cosmopolita, inquieto y extraordinariamente refinado, Zóbel se pasó la vida viajando por todo el mundo, que recorrió de Oriente a Occidente. Hace poco acababa de regresar de una atenta visita por los museos provinciales holandeses y planeaba ir a Venecia, cuando la muerte ha interrumpido su itinerario. Cuento estos últimos retazos biográficos para evocar el talante de este creador, que hizo de su propia vida una obra de arte, una indagación constante de los estados de plenitud estética, una preciosa recopilación de experiencias y vivencias aristocráticas y sutiles.¿Cómo valorar objetivamente los méritos de una personalidad tan rica, fecunda y generosa? Zóbel vivió varias vidas al mismo tiempo y, en cualquiera de ellas, ocupó un papel destacado. Como universitario, alcanzó la máxima calificación en la mejor universidad del mundo; como coleccionista, juntó no sólo la comparativamente mejor colección de arte español contemporáneo -emprendida en momentos muy difíciles y continuada hasta su muerte- sino que también reunió obras maestras del arte mundial. En obra gráfica -dibujo y grabados- atesoraba, por ejemplo, una maravillosa colección de piezas, entre las que podían hallarse los manieristas de la Escuela de Praga o los mejores artistas de la época contemporánea. Por lo demás, su pasión por coleccionar no se limitaba sólo a las artes plásticas, sino que se extendía a muchos otros campos.
Artísticamente, Zóbel ocupa uno de los lugares más destacados en la pintura española contemporánea, aunque hablar de él sólo como pintor, siendo excelente, sería mermar sus talentos, cuyo recuento puntual resultaría inacabable. Dibujante, grabador, acuarelista notable, además de pintor, Zóbel era también un sensible fotógrafo, como lo demostró en las series monográficas publicadas en los libros titulados Mis fotos de Cuenca y El Júcar en Cuenca. Estilísticamente, Zóbel se sitúa en la corriente abstracta de los años sesenta, que dotó de un personal refinamiento y de elegancia, inspirados en la estética oriental.
Quienes tuvimos el privilegio de tratarle personalmente no podemos eludir el testimonio de su cordial distinción y encanto, su trato tímido y afable, su abrumadora sabiduría, que él se encargaba de despojar de cualquier atisbo intimidatorio. Fue una de las personalidades más originales que he conocido y también una de las más generosas.
Sobre este último aspecto, recordando la creación y donación del Museo de Cuenca, nadie podría dudar, pero he de resaltar que quien le conoció de cerca sabe muy bien que esa generosidad no se limitaba sólo al desprendimiento material: Zóbel ayudó siempre a los jóvenes artistas y a quien se le acercó. No hacía falta para ello sino simplemente que dispensara un rato de su tiempo, que entablara una conversación: esto bastaba para estimular a sus eventuales contertulios. Le recordaré siempre como una de las pocas personas con quienes se podía hablar a fondo de arte, sin límites ni cortapisas, con conocimiento y profundidad. La razón era bien sencilla: Zóbel era un artista de los pies a la cabeza, como pintor y como hombre.
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