La soledad del 'lendakari' y el giro neoforalista
Carlos Garaikoetxea, presidente del Gobierno vasco, acudirá el miércoles a la Moncloa en una situación más que peculiar. Su intento de llegar a un acuerdo con Felipe González respecto a los acuciantes problemas de la sociedad vasca cuenta probablemente con el apoyo de la inmensa mayoría de los ciudadanos de Euskadi, incluyendo las 450.000 personas que votaron al PNV el pasado 26 de febrero. Sin embargo, el lendakari llegará a la Moncloa en condición de afiliado a una organización, la del Partido Nacionalista Vasco (PNV) en Navarra, oficialmente disuelta por decisión mayoritaria de la asamblea nacional de dicho partido.La fulminante expulsión de la dirección de su partido en Navarra coloca a Garaikoetxea en la posición de, cuando menos, moralmente expulsado del PNV, puesto que ha apoyado las posturas que han determinado la sanción.
La decisión de la asamblea de Artea coloca en su punto máximo la tensión larvada existente desde hace meses entre la cima del Ejecutivo vasco y el partido que teóricamente le sostiene. Las circunstancias que han rodeado el desenlace del sábado hacen inevitable la impresión de que alguien está pasando factura por la victoria política sobre el aparato del PNV que obtuvo el lendakari hace cinco meses en la asamblea de Zarauz.
Ya entonces se puso de relieve que, por debajo de los conflictos personales , apuntaba el enfrentamiento entre dos corrientes bastante diferenciadas. No por casualidad, el conflicto se había manifestado sobre el modelo institucional interno de la comunidad autónoma. El tiempo ha ido revelando que tras la polémica sobre la ley de Territorios Históricos, destinada a establecer los criterios, de distribución del poder y los recursos económicos entre el Gobierno autónomo y las diputaciones, volvía a manifestarse el viejo contencioso entre los autonomistas propiamente dichos y los foralistas.
El neoforalismo de dirigentes como Michel Unzueta, Carlos Clavería y otros produjo, en vísperas del debate constitucional, un giro espectacular del PNV respecto a la que fue estrategia de los Aguirre, Irujo o Ajuriaguerra -no tanto Monzón- en los años treinta. El giro neoforalista, en la medida en que tendía a hacer depender la legitimidad de la reivindicación nacionalista de unos abstractos derechos históricos que nadie ha definido con precisión antes que de la soberanía popular y la voluntad concreta de los ciudadanos, provocaría, por una parte, la ruptura del pacto autonómico del PNV con los socialistas y, por otra, la quiebra del consenso constitucional. La lucha por el estatuto, y luego contra los intentos de recortarlo, harían cpasar a segundo plano esas divergencias de fondo, que aflorarían, sin embargo, a raíz del debate sobre la ley de Territorios Históricos. Dicho debate reveló, paralelamente, la posibilidad de un insospechado entendimiento con determinados sectores conservadores (la coalición de Fraga compareció a las elecciones de 1979 bajo la etiqueta de Unión Foral), tan celosos defensores de laautonornía política y financiera de las diputaciones como recelosos respecto al Gobierno de Vitoria y su proyecto de Euskadi autónomo.
Los nacionalistas navarros que se opusieron a apoyar un Gobierno de la derecha en dicho territorio se estaban implícitamente oponiendo con ello a, por ejemplo, que se mantuvieran las subvenciones que la Diputación Foral de Navarra concedió en los últimos cinco años a la universidad del Opus Dei en Parnplona: 1.365 millones de pesetas entre 1977 y 1983. Los socialistas -y en esto fueron apoyados por los parlamentarios nacionalistas ahora expulsados- ya adelantaron que, si elllos mandaban, no darían un duro más a tal institución, y que, por el contrario, apoyarían la creación de una universidad pública en Navarra.
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