Juan Pablo II sabe ser flexible cuando se encuentra en minoría y las circunstancias lo aconsejan
Será cada vez más difícil convencer a Juan Pablo II de que sus viajes son inútiles o puramente triunfalistas porque, a la vista de las reacciones que provocan en los países visitados, hay que reconocer que son un éxito. Y se podría decir que lo son en proporción geométrica a los kilómetros que separan a tales países de Occidente y del mundo secularizado, como claramente se ha revelado durante el último largo viaje del Papa al Extremo Oriente. La prueba ha sido importante, porque se ha tratado de una peregrinación por tierras donde el catolicismo está aún en ciernes, un viaje a los lugares de las grandes creencias no cristianas.
Sin embargo, precisamente en aquellas latitudes, Juan Pablo II ha podido tocar con la mano el hecho de que donde los católicos son minoría es también donde la fe es más viva, más dinámica y más valiente; y que ésos son también los países donde el catolicismo tiene mayor influjo social y político y está más comprometido con los problemas del hombre.Hay que reconocer, por otra parte, que el papa Wojtyla tiene intuición y sabe moverse muy bien en esos ambientes. Hasta parece otro Papa. Se presenta como un líder espiritual mundial, que lleva un mensaje difícilmente rechazable, como es el de la defensa de los derechos del hombre y de los valores de la paz, de la justicia y de la libertad. O el del diálogo con todas las otras religiones, para promover juntos un mundo menos alienado y una sociedad donde el hombre pueda vivir más feliz.
Wojtila sabe adaptarse maravillosamente, como un actor en cada escena de su obra. ¿Quién podría negarle la flexibilidad que demostró en Bangkok, el corazón del budismo, al quitarse los zapatos para entrar en el templo del supremo patriarca budista, sometiéndose a un ritual tan lejano a su propia psicología?
Un Papa como Juan Pablo II, tan hipersensible a la ortodoxia doctrinal, ha llegado en este viaje a unos límites, en su deseo de diálogo, que, como ha anotado un cronista italiano, "por menos fueron condenados un Hans Kung o un Edward Schillebeeckx". En Papúa-Nueva Guinea, tierra del animismo, por ejemplo, el Papa exaltó a San Miguel Arcángel, una figura tan discutida por los biblistas, y permitió que durante una misa, en una danza ritual, le echaran polvos de azufre, como se hace a los hechiceros.
También se expuso a enemistarse con el gran mundo tradicional católico cuando dijo que Dios nunca consideró el sufrimiento como una cosa buena en sí mismo, o cuando permitió que una joven melanesia subiese hasta el altar con los senos desnudos para leer una plegaria durante la misa, a su lado.
Quizá nunca como en este viaje habíamos visto a un Papa tan laico, tan dialogante, tan abierto a todo lo que no es "católico". Su tesis es que él puede estar por encima de las facciones con un mensaje que es más que político, porque habla a la conciencia universal de todos. ¿Todo ha sido, pues, positivo? No. Muchas ambigüedades han quedado en pie, también esta vez. Persisten, por ejemplo, sus silencios cuando pisa tierras dominadas por regímenes dictatoriales, como en Corea; y persiste la esquizofrenia de un Papa ecuménico y dialogante allí donde su Iglesia es minoría, pero dogmático y conservador allí donde la totalidad de la población es católica, y depende, por tanto, sólo de su poder y arbitrio, como en Nicaragua.
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