Viaje a París
Cuando yo tenía 18 años le pedí permiso a mi padre para viajar a París. Había conseguido la invitación de un instituto católico universitario que daba un curso de verano sobre el amor de Dios. En aquel tiempo de 1955 el amor a Dios estaba de moda en España. Fuera de' aquí no era ni siquiera obligatorio. Según. las noticias, en Europa imperaba entonces el reino de la carne. Tal vez debido a eso, mi padre me contestó:-Hijo, puedes ir a París, a Londres o a Nueva York, pero a la hora de cenar te quiero en casa.
Mi padre, no había leído a Julio Verne. Temía únicamente al sexo de la noche, aunque no iba errado del todo en materia de viajes. Por fin el otro día pude cumplir aquella orden tajante. Fui a París para echar un vistazo a un óleo de Bonnard en venta. Salí por la mañana, y a media tarde, mucho antes de la cena, me encontraba a salvo de nuevo en el hogar. Durante esta breve escapada me di cuenta de dos principios generales: el cuadro de Bonnard era de excelente calidad, bastante más barato que ese bodrio adquirido por los pardillos del Ministerio de Cultura, y en París el amor a Dios está en alza.
Por lo visto, a partir de los cuarenta y tantos años hay que dejar el sexo a un lado y dedicarse a la erudición. En Occidente ha vuelto la espiritualidad. Esto no quiere decir que los proxenetas europeos estén leyendo ahora mismo a Erasmo de Rotterdam, sino que el valor de la carne ha bájado en el mercado. En el reciente viaje a París traté de precios de pintura, cuyas cifras pitagóricas casi rozan la mística, y en el intermedio del negocio la señorita marchante me obligó a mantener una austera conversación de teología. En París no se habla de otra cosa. Las chicas más molonas sólo acarician levemente las yemas del amado, se dejan frotar las adorables naricillas bajo el paraguas, detienen con lánguidas miradas el deseo y enseguida se ponen a discutir cosas de Dios. Hoy la imaginación se ha vuelto a cargar de resabios puritanos, el rubor enciende la belleza de las muchachas y el pecado es una nueva conquista cultural. Nuestros antiguos padres tenían razón. Uno puede viajar al fin del mundo, pero a la hora de cenar hay que estar en casa, porque de noche todos los gonococos andan sueltos.
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