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Tribuna
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El Gobierno, la izquierda y los sindicatos

El autor critica la política económica del partido socialista porque se basa en que el cambio ha de hacerse desde el Estado, de espaldas a la sociedad. La insistencia del PSOE en que no es posible otra política económica que la que se aplica, los elogios al capitalismo como mal menor, son un vergonzante Bad Godesberg a la española. Y en él se halla implicado el propio presidente del Gobierno, que avala las directrices del grupo Boyer-Solchaga.

Entre las muchas paradojas que depara la situación política derivada del acceso del PSOE al Gobierno destaca el aumento de la conflictividad social y de las tensiones entre la Administración y el mundo del trabajo. El fenómeno, por su alcance, ha alimentado una parte del debate político en este último período. Pero, por lo general, ha suscitado más explicaciones destinadas a justificar la política económica del Gobierno que ideas de fondo acerca de cómo responder, desde la izquierda, a la crisis económica y a la disgregación social que la acompaña.En apoyo a esta operación de legitimación política, el PSOE y su Gobierno vienen insistiendo en que no es posible otra política económica, en que esta crisis no admite un tratamiento alternativo al monetarismo en boga en la mayoría de los países desarrollados. Suele decirse que esta actitud de acomodamiento a la crisis y de aceptación de las pautas que marcan los grandes centros de decisión económica está en contradicción con el programa electoral del PSOE. Y es cierto, al menos en un sentido: compromisos como el de la creación de 800.000 puestos de trabajo son incompatibles con la doctrina que se ha impuesto en el Gobierno e implicaban un cambio en las grandes líneas de la política económica al que el PSOE parece haber renunciado. Sin embargo, ya en vísperas del 28 de octubre el entonces candidato a la presidencia reconoció tácitamente que su partido no iba a cuestionar los fundamentos del monetarismo imperante, aunque lo hizo con la ambigüedad suficiente que reclamaban los tiempos electorales: "El cambio", afirmó Felipe González, "es que España funcione". Pocos meses después, ya desde el Gobierno, precisaría el significado de esta frase en la que sólo algunos advertimos. la preeminencia del administrar sobre el cambiar: "No existen políticas económicas progresistas y políticas económicas conservadoras", sentenció Felipe González.

Bad Godesberg a la española

Con sentencias de esta factura y con elogios al sistema capitalista como "mal menor" que constituyen todo un vergonzante Bad Godesberg a la española, el presidente ha sido de hecho el gran avalador del equipo Boyer-Solchaga. Es probable que sólo él, desde la credibilidad que le supuso derrotar a Calvo Sotelo y frenar a Fraga, pudiera con el empeño. Pero el precio ha sido alto para su Gobierno y también para él. Y no sólo por los datos que revelan los últimos sondeos de opinión. El mayor coste de esta política y de esta doctrina de la renuncia en la que se asienta debe medirse en términos de desplazamiento del cuerpo social hacia los corporativismos y hacia un escepticismo del que seria insensato hacer virtud desde la izquierda, presentándolo como prueba de realismo. Al fin y al Cabo, la izquierda no siempre ha fracasado por impaciencia y precipitación. Ha sucumbido también a la falta de motivación y de movilización de los sectores sociales que la han llevado al gobierno y de los que necesita para mantenerse en las instituciones. Pero los dirigentes del PSOE no parecen muy sensibles a examinar desde este ángulo las relaciones entre la izquierda y el poder. Actúan como si el 28 de octubre fuera una foto fija. Les preocupa más el bipartidismo del hemiciclo que el pluralismo de la sociedad. No piensan nunca que la derecha no se agota en Fraga y que la izquierda real va mucho más allá de los cuatro diputados del PCE. Y esta concepción institucional de la política les lleva a ignorar las relaciones que se establecen en toda sociedad entre economía y política. Sorprende verles escuchar con satisfacción apenas disimulada cómo el presidente del Banco Hispano Americano declara, en el Club Siglo XXI, que "la política económica del Gobierno es adecuada". O leer con interés a José María Aguirre, del Banesto, cuando afirma que "la política del Gobierno sólo favorece a los capitalistas". ¿Cómo es posible haber llegado hasta aquí sin que nadie se escandalice en el campo socialista? La obstinación machacona con la que el Gobierno y el PSOE han defendido una doctrina basada en la concesión permanente a los poderes económicos establecidos ha provocado estragos en la cultura de la izquierda española. Recordar algunos postulados keynesianos cobra hoy un carácter subversivo. Aludir a la necesidad de profundizar la reforma fiscal, puede ser desestabilizador. El sector público es denostado como una antigualla. Se cede en todos los órdenes, pero sobre todo en el de las ideas. Y toda idea susceptible de inquietar al inversor privado es desechada de antemano, aunque se trate de la lucha contra el fraude fiscal o de la participación de los trabajadores en la vida económica de las empresas. La ofensiva en favor de este realismo de nuevo cuño es tan apabullante que a todos nos asaltan complejos. Se nos ha advertido de antemano: si esta política fracasara, las causas del fracaso tampoco deberían buscarse en las relaciones sociales que subyacen a todo acto económico; habría que atribuirlas a quienes se oponen a la pérdida de poder adquisitivo y de puestos de trabajo.

Sugiero otra explicación para examinar los problemas con que tropieza la política económica del Gobierno. Consiste en recordar que la derecha aspira al poder. O, dicho de otro modo, que política será, en última instancia, la actitud de quienes tienen en sus manos los principales resortes de la vida económica (entre éstos, los de la inversión). En ese sentido, no creo que el único o el principal motivo de satisfacción de la banca sea el aumento de sus beneficios, como tampoco creo que la CEOE tenga como única preocupación hacerse con una mayor cuota de excedente. Como demostró el encuentro de Felipe González con la patronal madrileña, la atención de banqueros y grandes empresarios está también fijada en 1986. Y desde este punto de vista, el dato más alentador para quienes aspiran a desbancar a la izquierda de las instituciones es que, a los 16 meses de gobierno del PSOE, no sólo este partido ha perdido varios puntos en audiencia electoral, sino que se ha iniciado la disgregación de la base social que le llevó al Gobierno. La ruptura de la unidad sindical, la corresponsabilización vergonzante de la UGT en la recomposición del capital, la radicalización desesperada de algunos sectores obreros y el resurgir del corporativismo, fenómenos todos ellos potenciados por la política y por la actitud del Gobierno, son los que producen auténtico regoci jo en las filas de la derecha. En Italia, donde un Gobierno presidido por un socialista ha puesto en cuestión la mayor conquista social de la posguerra, Agnelli, el patrón de Fiat, declaraba ante una asamblea de Cofindustria: "Este acuerdo (la desaparición de la escala móvil) no supone nada para la economía, tiene un valor funda mentalmente político". Mi impresión y mi temor es que los parabienes que recibe el Gobierno desde la patronal española tengan el mismo fundamento que el que expresa la descarnada sentencia de Agnelli.

De ahí que el debate sobre la política económica sea indisociable de un debate sobre la política tout court. De nada sirve barajar estadísticas a la baja sobre inflación, balanza de pagos o déficit público si no se contemplan simultáneamente sus costes sociales y, en consecuencia, sus implicaciones políticas. En ese sentido, resulta significativo que en sus últimas intervenciones públicas el presidente del Gobierno haya soslayado él tema del paro. Se comprende que para los técnicos de la OCDE ésta sea una magnitud poco relevante, pero la izquierda no puede operar con los mismos parámetros si no quiere suicidarse. Y las invitaciones a invertir prioridades entre inflación y paro no están dictadas por intereses de partido, como suelen creer los dirigentes del PSOE, sino por la convicción profunda de que la izquierda no puede consolidarse en las instituciones, en una época de crisis, aplicando recetas típicas de la derecha. La izquierda no puede mantener su hegemonía en una sociedad como la española, con un índice de paro cercano al 20%, con una política económica que pone todo el acento en los salarios como fuente de inflación y que rehuye los problemas de fondo que provocan esta inflación, una política que acepta las bases de la restauración social propugnada por las multinacionales y la CEOE en términos de disgregación del mercado de trabajo.

Paternalismo sindical

La actitud del Gobierno hacia los sindicatos, mezcla de paternalismo y de descalificación, y que ha tenido su expresión más reciente en el fracasado intento de institucionalizar el primero de mayo, re vela hasta qué punto el PSOE prioriza en su proyecto político el papel del Estado y menosprecia el de la sociedad civil. En tomo a la reconversión industrial y a la negociación colectiva, el Gobierno ha intentado una doble operación: por una parte, marginando a Comisiones Obreras, empujándola hacia una confrontación resistencial, y por otra, transformando a UGT en una correa de transmisión de la política económica y social del Gobierno. Por suerte, Comisiones Obreras no ha entrado al trapo y sigue propugnando una política de solidaridad e importantes sectores de UGT no han renunciado a una cierta función crítica y reivindicativa. Digo por suerte, porque de lo contrario las posibilidades de desarrollo de un sindicalismo de clase, independiente y con vocación unitaria habrían desaparecido de nuestro horizonte social por muchos años. ¿Y acaso alguien concibe desde la izquierda la posibilidad de abrir un proceso de cambio en nuestro país, siquiera de consolidar la democracia, sin unos sindicatos de clase fuerte mente implantados entre los trabajadores? En el fondo, la idea que determina toda la política del PSOE es la de que el cambio puede hacerse desde el Estado, de espaldas a la sociedad. Es un viejo vicio de la izquierda europea. Lo que ocurre es que cuando los ministros económicos llevaban a lord Keynes en la cartera, ello permitía al menos mantener un consenso y aseguraba la permanencia en el poder. Pero ahora, como se de muestra en Francia y también en Cataluña, con las ideas de Milton Friedman o de Hayek, ni hay cambio ni posibilidades de que la izquierda se consolide en el poder.

es responsable del área de comunicación del Comité Central del PCE.

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