Locos y locas
¿Por dónde andará hoy el equivalente de gran parte de los locos de antes? No de los locos que hoy, con un diagnóstico más o menos tajante, se hallan recluidos en un frenopático o a la cabeza de una nación. No, no me refiero a esta clase de locos, sino a los que, en apariencia, estaban locos porque así lo decidían los demás. Rara es la familia que, pese a la discreción con que son llevados estos asuntos, no cuenta con alguno en su historial. Esos abuelos y tíos, alejados más que lejanos, de los que se hablaba bajando la voz. Si el loco era persona adinerada, se le toleraba en la periferia de la vida familiar, al cuidado de alguien, o en una decorosa casa de reposo. Para los carentes de recursos estaba la mendicidad callejera, el manicomio o la cárcel.Pero ¿en qué consistía su locura? Freud no hablaba de locos, hablaba de neurosis y psicosis o de neuróticos y psicóticos, y con toda honestidad admitía que la curación de la psicosis estaba* fuera de su alcance. Para los psiquiatras antipsiquiatras, ya lo sabernos, eso no es razón para que los metamos en un manicomio. Ahora bien: ¿caben en esta clasificación la totalidad de los locos de antes? Desde luego que no. Los límites de la locura son muy fluidos y no cabe duda de que, como antaño sucedía con los endemoniados, gran parte de los llamados locos eran, por ejemplo, disminuidos físicos o mentales o simples epilépticos. Y, por lo que he podido indagar, había gran cantidad de casos que nada tenían que ver con lo que hoy se considera un cuadro clínico patológico. Gente con rarezas, cuentan -más bien a disgusto- quienes llegaron a tratarles. Y si se les insiste, si se les pregunta en qué consistían tales rarezas: ¡Ay, hijo, pues manías, cosas raras! Gente predispuesta -especialmente las mujeres- al arrebato místico, pongamos por caso. Mujeres con una religiosidad que no era normal. Vamos, que en ellas, y sin que ni siquiera se diesen cuenta, su fervor se acercaba peligrosamente a la obsesión, al éxtasis. ¿Y quién hubiera creído que había una santa Teresa en la familia? Una cosa era ser persona de comunión diaria o impulsora de obras piadosas. Pero ¡una mística! Pues aunque ni se mencionara, lo que hacía vergonzosos esos estados de trance era su similitud, quién sabe si sustitutoria, con la entrega sexual.
El hilo del que hemos tirado en nuestras conjeturas ha resultado ser un verdadero hilo conductor, uno de los múltiples hilos conductores que hubiéramos encontrado a partir de cualquier otro supuesto concreto de locura inclasificable, ya que todos terminan en lo mismo: el sexo. ¿Lo que suele entenderse por represión sexual? Sólo en cierto modo. Para que haya represión sexual es preciso que exista un móvil sexual o, cuando menos, un impulso inequívocamente sexual. Y eso mal podía sucederle a una mujer que ni había tenido ni deseaba tener, al menos conscientemente, ninguna clase de relaciones sexuales; que ni siquiera sabía que hubiera algo llamado lesbianismo ni conociera el significado exacto de la palabra sodomía. Lo que, por el contrario, nunca faltaba, aparte de una general ignorancia de cuanto se relaciona con el sexo, era un carácter tímido y retraído. De ahí que las rarezas, las desviaciones, revistieran con cierta frecuencia una apariencia de pederastia. Toquetear niños o niñas, ésa era la vergonzosa manifestación de locura que, por la facilidad con que daba pie a un escándalo, había que silenciar por encima de todo. ¿Una pederastia habitual? Ni mucho menos. Acaso únicamente la vez aquella en la que el loco fue sorprendido toqueteando al niño en cuestión, a la niña, que estaba hecha un diablillo. Luego, lustros y lustros de abstinencia bajo la severa vigilancia de una sociedad empeñada en apartarle de aquellos cuerpecitos inocentes y tiernos que, sobrecogidos como un conejo bajo sus manos, no parecían sino estar reclamando una caricia.
¿Que detrás de tan candorosa imagen del loco inclasificable bien podía ocultarse un homosexual compulsivo, un ser perverso dominado por el designio de traumatizar niños? Sin excluir esta posibilidad, yo diría que, contra lo que la colectividad imagina, los niños y niñas toqueteados representaban para el loco inclasificable, en la inmensa mayoría de los casos, lo que el osito de felpa y la muñeca representaban para esos niños y niñas. El maestro, religioso o no, que toquetea niños, lo hace -a falta de algo más sustancioso- porque los tiene a mano, porque no se atreve a poner en práctica sus inconfesables fantasías eróticas. En cuanto al trauma infantil, existirá o no existirá, según los casos, y hasta en ocasiones será susceptible de convertirse en coartada salvadora. Basta haber leído -aunque sea de oídas- cuatro rudimentos de psicoanálisis o de sexología para encontrar la explicación de que una mujer sea lesbiana o ninfómana, o de que el hombre que fue toqueteado en su infancia por uno de nuestros locos inclasificables se comporte hoy como una loca. Con eso pasa lo mismo que con los famosos traumas de guerra: a la vuelta de los años descubriremos que la única secuela común dejada en 100 soldados por determinada experiencia traumática es la que se deriva de un mal recuerdo.
No obstante, gran parte de los locos inclasificables nada tenía que ver con todo eso; simples neurasténicos, melancólicos o hipocondriacos, cuya personalidad se iba perdiendo en una misantropía cada vez más profunda. Sólo que, por poco que hurgáramos, no tardaríamos en encontrar la misma actitud tímida y retraída, la misma ignorancia respecto a cuanto se relaciona con el sexo. Lo único de lo que aquellos locos y locas estaban seguros era de los impulsos desviados que percibían en su interior. La vida de la gente normal discurría por determinadas vías; sólo ellos, cada uno de ellos, en solitario, se desviaba. Eso era lo que les hacía anormales: esas desviaciones que no osaban no ya realizar, sino ni tan siquiera formularse a sí mismos explícitamente, secretos y retorcidos pellizcos de una libido que había que acallar una y otra vez, soterrar en lo más profundo de su miserablemente. ¡Cómo pensar siquiera en poner en práctica este tipo de cosas! El tipo de cosas, se entiende, que hoy día ofrecen al público los anuncios por palabras de los periódicos en la sección relativa a saunas, masajes y relax.
Un contraste entre dos épocas que nos remite a la pregunta inicial o, mejor, a su respuesta. El loco de antes, nuestro loco inclasificable, aquel hombre de carácter tímido y retraído, pacientemente asistido por un especialista o mantenido fuera de la circulación, sería hoy cliente asiduo de los cines X, de los sex-shop, del establecimiento de relax, masajes o saunas, más acorde con su peculiar libido, con el pellizco retorcido al que acabo de referirme: baños romanos, masaje griego, francés, tailandés, disciplina inglesa, etcétera, en la medida en que se halla al alcance de su cartera. Lo que antes era una carga para los familiares -ocasionalmente una forma de incapacitar y heredar- es hoy un negocio: el negocio de la locura, de las locuras, si se prefiere. A diferencia de antes, el cliente, que sigue siendo un hombre retraído y tímido, sabe hoy lo que le pasa. Y sabe también que la realización de sus fantasías eróticas, aunque siempre resulte insatisfactoria, decepcionante, es algo que se desarrolla de forma discreta y, sobre todo, sin que sea preciso superarse a sí mismo ni superar nada.
¿Supone esta situación algún progreso respecto a la anterior? Para el afectado, supongo que sí, igual que la silla eléctrica representa un progreso respecto a la hoguera. Como fenómeno social, en cambio, el progreso es nulo, propias del tiempo una y otra, signo de sus respectivas épocas. La coincidencia del hundimiento de la moral tradicional con la irrupción del vídeo y la electrónica no podía dar lugar a otra cosa. El fenómeno está en el aire, más allá de toda frontera. Un vídeo porno, pongamos por caso, es hoy tan codiciado en el mercado negro de la Unión Soviética como en los escasos ambientes del África negra que lo tienen a su alcance. Conforme a los parámetros de antaño, el loco inclasificable sería hoy un loco incalificable.
Lo que en cambio carece de sentido es pretender cortar por lo sano estableciendo una relación entre pornografía y delincuencia. No es precisamente en un sex-shop donde se forma el futuro violador. Al sex-shop habrá que cargarle, a lo sumo, el origen de un malentendido, la causa de algún que otro chasco. El que, por ejemplo, puede llevarse el fontanero al descubrir amargamente que no basta que el ama de casa le abra la puerta en bata y a continuación aparezca una vecina para que de inmediato se organice una orgía.
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