Olivos, laderas y arquitectura del pasado
La sierra de Segura está regada de pueblos que contienen importantes muestras artísticas
Al noreste de Jaén, cerca ya de Albacete, olvidada del mundo y los hombres, se extiende la sierra de Segura. Tierra de olivos y pinares, de pendientes rocosas y picachos coronados por Castillos, hasta sus cumbres llegaron fenicios y romanos y sus valles fueron escenario de constante pelear entre cristianos y moros.Cerros de olivos cubren la tierra hasta el horizonte. La carretera que de Úbeda y Baeza se dirige a Albacete atraviesa esos campos de Jaén que responden como un espejo a la imagen que llevamos de antemano en nuestra mente. Pueblos extendidos que conservan parte de la prosperidad que tuvieron, anchos y ricos, tierras rojizas donde se ordenan en filas perfectas los olivos. Villacarrillo se asienta en una loma y se curva en cuestas en torno a una plaza principal donde se alza su espléndida iglesia renacentista, atribuida a Vandelvira, que no tiene más defecto que estar encajonada entre calles estrechas, salvo uno de sus frentes, dificultando su contemplación. A muy escasos kilómetros, siempre hacia el Norte y hacia la sierra, está marcada la desviación a Iznatoraf, apenas. un par de kilómetros de subida en vertical para alcanzar la montaña en que estuvo situada la fortaleza mora que conquistó Fernando el Santo. Hoy de aquella villa amurallada no quedan sino algunos lienzos y varias puertas. Sin embargo, conserva su primitiva estructura de medina: callejuelas blanqueadas que se retuercen y estrechan hasta llegar a la plaza, donde se alza una hermosa iglesia del siglo XVII que guarda parte de los tesoros donados por el rey santo.
De Villanueva del Arzobispo, otro pueblo amplio al abrigo de las colinas, se toma el camino que lleva hasta el Calvario, la ermita que fue convento de san Juan de la Cruz. En este lugar escondido, entre espliegos, retamas y algún olivo viejo, cuenta Brenan que escribió el gran poeta el poema En una noche oscura y varias estrofas del Cántico espiritual. Desde aquí se dirigía todos los sábados hacia la vecina población de Beas del Segura, hacia el convento carmelita donde sé encontraba santa Teresa, atravesando la Cuerda de la Raya.
La puerta de la sierra
Más cerros, más tierras rojas y olivos hasta llegar a la Puerta del Segura, una población que hace honor a su nombre abriendo de par en par la sierra. Retrepada en uno de los cerros que forman la entrada, en cuyo fondo transcurre el río Guadalimar, la población baja en cascada desde el punto más alto donde se encuentra, colgado, el blanquísimo cementerio. En uno de los picachos, inaccesible, continuando las rocas, verdadero nido de águilas, se re corta el castillo de Segura de la Sierra.
Pero antes habrá que detenerse en Orcera, una población que nace justo a los pies de los peñascos, apretada y retorcida, y que desciende suavemente hacia el valle. En su plaza pentagonal se encuentra la iglesia, una hermosa construcción renacentista de piedra rojiza, adornada su portada con un par de ángeles cuyo sexo, a juzgar por la evidencia, no causó muchos quebraderos de cabeza a su escultor. A sus espaldas se conserva una fuente de la misma época. En el llano se alzan las tres torres de vigía, que pertenecieron en otro tiempo a la fortaleza de Segura de la Sierra. Y del mismo Orcera sale la carretera que llega hasta Siles, el más septentrional de los pueblos de la sierra.
Las laderas de la sierra se van haciendo más oscuras, rojizas, casi violáceas, manchadas en sus zonas más bajas por filas de olivos, por pinos las más altas, y desnudas, pura piedra en las crestas. La población amuralla da, y protegida además con el espléndido castillo roqueño, olvidada hoy de los hombres y sus caminos, cuenta con unos orígenes tan remotos que se hacen mito y leyenda. El mismísimo Sicoris, hijo de Atlante, sería el responsable de su fundación. Varios autores afirman que fue colonia fenicia, más tarde griega, y castro romano. La importancia de Segura se remonta sin embargo a los tiempos de la dominación árabe. En su poder la tuvo el hijo de Yusuf, utilizándola como centro de maniobras en sus enfrentamientos con Córdoba. Fue más tarde bastión de los almorávides, y sus dominios se hicieron considerables cuando quedó bajo la dependencia del emirato de Murcia. Parece ser que sólo pasó a manos cristianas después de la victoria de Las Navas de Tolosa, y Alfonso VIII la encomendó a la Orden de Santiago. Hoy es una población olvidada toda ella hecha pendiente, de calles estrechas, apartada del mundo, hermosísima. Se entra al antiguo recinto por dos puertas que dan paso a la primitiva población, declarada conjunto histórico-artístico. Se puede dejar el coche en el único espacio horizontal, justo delante de la iglesia, -que se reedificó -según cuenta Madoz- en 1813, y subir y bajar por las calles: detenerse ante la inmediata fuente de Carlos V, de 1511; resbalar pueblo abajo; acercarse hasta el ayuntamiento, que fue antes colegio de los jesuitas, también renacentista; encontrar la casa en que dicen vivió el poeta Jorge Manrique, caballero de la Orden de Santiago; tomar unos buenos andrajos -guisos de patatas, pasta y conejo bien sazonado con hierbabuena- en el mesón Santo Domingo. Y subir al castillo, desde donde se contempla toda la sierra del Segura hasta alcanzar la vecina de Cazorla.
Hornos, clavado en la piedra
Hay que bajar de nuevo y continuar por ese llano flanqueado de montañas hasta la aparición de Hornos. En lo alto de un promontorio, el pueblo parecía estar tallado en la misma roca, sostenido sobre la vertical, clavado a martillazos en la piedra viva. La carretera lo rodea para abordarlo por su único punto accesible, cerca de donde se alzan, más mal que bien, las ruinas de su antiguo castillo. Centro de producción alfarera bajo el dominio árabe, poco conserva de aquellos tiempos más que su trazado y los restos de la fortaleza. En la plaza se levanta la iglesia, de traza renacentista y presente más bien precario. Una puerta que se abre junto al ayuntamiento da a un hermoso mirador colgado del vacío. Todo el valle y las dos sierras paralelas, Segura y Cazorla, se despliegan ante la vista, un paisaje de olivos y almendros cortados por las montañas cercanas.Desde Hornos se puede tomar la carretera que lleva al pantano del Tranco y de allí a la entrada del parque de Cazorla. Habrá que volver sobre nuestros pasos y seguir las señalizaciones hasta llegar a un cruce de caminos sin ningún indicador. El de la izquierda muere a los pocos kilómetros, mientras que el de la derecha va bordeando el embalse y cruza el parque. Los pinos sustituyen a los olivos; la vegetación cerrada, a los cultivos del valle. Más de 1.300 especies botánicas diferentes pueblan estas sierras: narcisos, plantas insectívoras, carrascos, pinos, encinas y quejigos. Ciervos, gamos, millones, jabalíes y cabras monteses se refugian en los bosques conviviendo con ardillas, zorros y aves rapaces como el escasísimo quebrantahuesos. Cazorla, su sierra, el parque y sus poblaciones exigen ya más espacio y otro viaje.
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