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Reportaje:

Viaje de regreso

Manuel Vicent

Después de cruzar la calle, el hombre llegó al pie de la alta construcción de cemento y vidrio ahumado, y en el solemne vestíbulo de esta catedral financiera vio lo de siempre: la escultura abstracta de acero, la pequeña cascada que caía sobre un falso jardín tropical, el conserje uniformado, los buzones y tableros con la razón social de otras empresas y muchas hormigas pulsando ascensores como él mismo dispuestas a fichar. La primera sorpresa de la jornada fue el acorde de aquellos desgarrados trombones. Cuando este sujeto iba ya por el pasillo de la séptima planta en dirección a la puerta 714, donde se hallaba su oficina, oyó algo semejante a un estrépito de jazz que brotaba por debajo de la rendija. Entró en la sede de esta multinacional de piensos compuestos y comprobó con alarma que allí dentro todo había sido desmantelado. Sólo los teléfonos estaban en la moqueta y algunos sonaban todavía, pero el resto de los enseres había desaparecido. Ahora este espacio sin escritorios, ficheros, paneles, mamparas y estanterías formaba una gran sala de tabiques pelados súbitamente. Diez años seguidos hasta el día anterior, jueves 29 de marzo, el hombre había trabajado en .este mismo lugar de subalterno en la sección de pedidos junto con otros 50 empleados. Ocupaba una mesa pegada a la cristalera con una visión de acantilado sobre los tejados de la ciudad. En este momento, al fondo del enorme recinto desolado estaba una mujer hermética de pie, con la espalda en la pared, mirando el techo con los ojos en lágrimas.-Se han ido -dijo.

-¿Qué ha pasado?

-Anoche.

-Ya.

-Llegaron unos capitonés y, se lo llevaron todo. No han dejado ni una silla para sentarse.

-¿Y esa música?

-Es un cuarteto de negros.

Nadie le había avisado. Tampoco había oído nunca el rumor de que la empresa tuviera dificultades, aunque de hecho esa mañana en el despacho del antiguo director una orquestina tumbada en el suelo hacia sonar en, instrumentos de metal virtuosamente una melodía apta para el entierro de un negro en Nueva Orleans. ¿Recuerda usted la película Cincinatti Kid? Eso tocaba aquel cuarteto de morenos con chalecos multicolores, con los carrillos inflados y las blancas corneas en la punta de la nariz. No era posible entablar un diálogo con aquellos músicos desconocidos ya que tal vez tenían la orden de realizar un bello sonido interminable y la secretaria, por su parte, sólo repetía de modo automático la misma consigna. Ellos se habían ido. A esa hora el jefe rubio estaba volando hacia Nueva York y la plantilla de empleados también había quedado en el aire. En una situación parecida cualquiera tiene la tentación de creer que se ha equivocado de oficina, pero en la moqueta de la sala las llamadas de teléfono se sucedían y arrodillado como en oración el hombre descolgó un aparato y escuchó una voz del más allá que reclamaba una partida de alfalfa sintética. Por su cuenta él también intentó conectar con la fábrica. Allí nadie respondía. La señal del auricular sonaba con una lejanía metafisica. Simplemente llegó a la evidencia de que estaba despedido. Se asomó al, acantilado de cristal, contemplando las; primeras golondrinas de primavera con un punto hirviente en el lagrimal, y por un instante pensó qué habría sido de los otros.

Su caso no era debido a una carencia de vitaminas porque el tipo tomaba polen en el desayuno y jamás había tenido un mareo. Con un fragor de jazz y algunas . carcajadas de negro a sus espaldas el hombre abandonó el local deshabitado. Bajó en el ascensor, donde todavía funcionaba el hilo musical con una melodía de, sedantes violines, y al desembarcar en el vestíbulo se encontró con otro ajetreo de gran mudanza mientras una flota de capitonés llenos de mantas permanecía aparcada junto a la acera. Le preguntó al conserje.

-¿Qué sucede aquí?

-Nada. Que se van.

-¿Quienes?

-Ellos

-¿Todos?

-Parece que se van todos.

-¿Los amos?

Sin embargo, en el entorno no había ninguna protesta. Las hormigas de otras empresas o negocios salían a la calle sin volver la vista atrás hasta disolverse humildemente en el asfalto, y de pronto aquel edificio de cristal se convirtió en una caja rebosante de música. Múltiples orquestas de jazz con gran desgarro de trombones de varas se habían apoderado de cada oficina vacía, y si bien el magnífico sonido de Nueva Orleans llenaba una manzana entera en los altos de Chamartín, nadie reparaba en eso. Era un bellísimo concierto de despedida con una dentadura de negro detrás de los vidrios, pero el hombre decidió regresar a casa.

Vagón hacia la oscuridad

Al principio tampoco sucedió nada especial. Entró en la estación del suburbano en la plaza de Castilla y esperó unos minutos en el. andén extrañamente desierto. Cuando llegó el convoy abordó el primer vagón y en seguida le sobrevino un escalofrío de espanto. El vagón lo ocupaban por completo los 50 compañeros de su propia oficina, que no le: saludaron ni siquiera sonrieron. Unos iban sentados con el maletín en las rodillas, otros viajaban agarrados a las barras del techo, todos en silencio, y aunque se apretujaban entre sí, exhibían un distanciamiento como los personajes de un cuadro de Solana. El hombre se acomodó en medio de dos ejecutivos, de la empresa de piensos compuestos, el tren cerró las puertas con un soplido de aire comprimido y a continuación echó a rodar hacia la. oscuridad. Al instante tuvo una sensación certera. Tal vez el convoy no se detendría jamás y en las tinieblas de la ventanilla donde su imagen se reflejaba comenzó a vislumbrar peces atravesados. No era una pesadilla. Simplemente el tren corría a una velocidad endiablada y no paraba de momento en ninguna parte, pero a veces se sucedía en el interior del vagón un fogonazo de luz cuando el. convoy atravesaba las estaciones sin reducir la marcha y entonces se producía una visión. De repente la expedición salió del túnel y el primer andén, durante unos segundos, se había convertido en un inmenso acuario en el que nadaban algunos monstruos marinos, blandos pulpos gigantes, centollos de gran tamaño con las púas de diamante tortugas primitivas, langostas de dorados filamentos y antenas radiactivas, además de salmonetes, carpas y lubinas sobre una base de coral. Los pasajeros de la oficina penetraron fugazmente en esta placenta y se sumieron de nuevo en la larga noche del túnel. Los golpes del hierro en la división de los raíles eran simplemente pulsaciones del cerebro.

En la siguiente estación el tren suburbano tampoco se detuvo ya que allí no esperaba ningún pasajero y por otra parte se sabía que nadie podría apearse nunca. Contra las ,ventanillas del vagón cayó un relámpago y. todo se inundó de una brevísima claridad. El hombre vio que aquella estación se había transformado en un elegante salón francés Luis XV con arañas, tresillos, alfombras y óleos de próceres con barba de herradura. Alrededor de una mesa oval de madera preciosa había una reunión de señores sentados, que bien podía ser un consejo de ministros o de administración. El convoy circulaba totalmente a oscuras y de forma intermitente se sucedían otras visiones, aunque no demasiado apocalípticas. Un oasis con palmeras, camellos y círculos de seres árabes. Un panorama de la Quinta Avenida con un desfile de elefantes blancos con las trompas engarzadas con joyas y sobre las gualdrapas bordadas unos marajás cabalgando. Paisajes holandeses sembrados de vacas echadas que rumiaban pensativamente revistas de piensos compuestos.

-¿Oye usted esa música?

-La oigo, sí señor.

-Es maravilloso, a pesar de todo.

-No lo es.

-A mí me gusta.

-Allá usted.

Entre los viajeros de la oficina, que llenaban el vagón veloz y apagado, era imposible establecer un diálogo feliz. Sobre el hermetismo de cada cráneo sonaba la misma melodía de aquel cuarteto de jazz. Realmente el desgarramiento de trombones no les, había abandonado y la larga travesía del túnel tenía el pastoso sudor del entierro de cualquier negro en Nueva Orleans. ¿Podía ser esta locura la causa de su despido?

Durante diez años seguidos este hombre había cumplido un horario lleno de rigor, pero tal vez ignoraba que era un poeta. Se levantaba a las siete de la mañana. Tosía un poco en el cuarto de baño mientras una mujer de felpa amorosa le preparaba en la cocina un vaso de leche caliente con polen de abeja, que tomaba oyendo las noticias de la radio sobre un mantel de hule. Cogía el metro y después de hacer un trasbordo emergía alegremente en una calle junto al edificio de cemento y cristal. Había entrado en la empresa como ordenanza y un trabajo implacable y la fidelidad absoluta a aquella multinacional de piensos compuestos le habían elevado al cargo subalterno en la sección de pedidos y todos los días estaba en contacto con cerdos, gallinas y reses de papel satinado al borde de un acantilado de vidrio ahumado en la séptima planta y sólo hablaba de alfalfa y avena.

Una pieza interminable de 'jazz'

De pronto ellos se habían ido. Desde un punto innominado de Norteamérica, de Japón o de Alemania alguien había dado la, orden tajante de retirada y entonces esta humilde hormiga se había encontrado con la oficina desmantelada. La tarde anterior aún había consignado algunas partidas en el libro de facturación, pero esta misma mañana en el local desvalijado de la empresa sólo había hallado un conjunto musical de negros tocando una interminable pieza de jazz con los mofletes hinchados, y en este momento de forma también absurda estaba realizando en compañía de otros 50 empleados un viaje de regreso sumido en la oscuridad del vagón del suburbano que circulaba a gran velocidad sin detenerse nunca. No era más que un poeta. El convoy salía brevemente de los túneles y en cada estación él veía una escena distinta, que acontecía como una ráfaga. Ahora en ese andén había vislumbrado un baile de navajas en el que unos atracadores de opereta acuchillaban a un viejo pordiosero y en seguida volvían las tinieblas, que al instante se iluminaban de nuevo intermitentemente para dar paso a otra representación casi teatral.

-Nos han despedido. Eso es todo.

-Podían habernos avisado.

-¿Para qué?

-El viaje está lleno de bellos paisajes. Entre los pasajeros apenas se hacían comentarios, Iban distanciados como figuras de Solana con ademanes de cartón. Sus ojos paralizados, al atravesar velozmente las estaciones, contemplaban actos orientales, jaulas de fieras y danzas en el interior de las jainas donde algunas huríes movían el vientre. Todos sabían que el tren no se detendría nunca.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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