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El libro y el lector

Por primera vez en 84 años, la Unión Internacional de Editores (UIE) celebró su congreso cuatrienal en un país de América Latina. Entre el 11 y el 16 de marzo se reunieron en México los representantes de 3.500 editoriales de 43 países para discutir sobre problemas tan variados como las nuevas tecnologías, los derechos de autor, la libertad de editar y publicar, la función cultural del editor, las relaciones entre editores de países desarrollados y en vías de desarrollo, y la situación latinoamericana. (Ver notas de Guillermo Schavelzon, en EL PAIS, 10 y 14 de marzo.) Aunque en cierto modo resulta decepcionante que a la UIE le haya llevado casi un siglo reconocer la importancia y significación del mercado latinoamericano del libro, debe admitirse que ha sido particularmente opor tuno que el 22º congreso de los editores se celebrara ahora y en México. Es de presumir que el diálogo, el intercambio de opiniones y el cotejo de cifras y problemas habrá servido para clarificar algunos aspectos particularmente complejos de las actuales relaciones libro-lector en esa vasta región del mundo. En el acto de inauguración, el conocido novelista mexicano Carlos Fuentes recordó que "un escritor europeo dijo una vez que en países como los nuestros, países de carencias notorias y de vastas distancias entre la posesión y la desposesión, nadie tiene

derecho a escribir un libro mientras haya un niño analfabeto o enfermo". Y se pregunta Fuentes: "El día en que ese niño sobreviva y lea, ¿qué leerá para vivir? ¿Don Quijote o Supermán? O sea, ¿leerá a Julio Cortázar, lo cual supone una elección informada y activa, o será el recipiente ignorado y pasivo de un entretenimiento sin raíces ni responsabilidades ni planes reales?". La razonable pregunta de Fuentes podría acompañarse con esta otra: ¿No resulta extraño que el escritor europeo, cuyo nombre omite el autor de Aura, incluya en semejante veto moral sólo a los escritores, como si éstos fueran los responsables del analfabetismo y el bajo nivel sanitario? Los escritores, en cuanto tales, no suelen tener capacidad resolutoria en esos campos específicos, y en todo caso sólo les alcanza una cuota de responsabilidad como integrantes de su medio social. En realidad, parece más lógico reclamar que, mientras haya en América Latina "un solo niño analfabeto o enfermo", ningún Gobierno tenga derecho a gastar en armamentos (normalmente destinados a la represión interna y no a la defensa de las fronteras o la soberanía) lo queno gasta en salud y educación; ni tampoco a aplicar en nuestros países las teorías ultraconservadoras de Milton Friedman, que si no siempre consiguen enriquecer más a los ricos, en cambio logran, inexorablemente, empobrecer más a los más pobres; ni menos aún tengan derecho a aplastar cualquier movimiento de liberación que se proponga reducir "las vastas distancias entre la posesión y la desposesión".Por otra parte, como bien sugiere Fuentes, si los escritores latinoamericanos obedecieran a esa falaz exigencia moral y, como protesta ante el subdesarrollo que otros provocan, renunciaran a escribir sus libros, ello significaría que el niño latinoamericano alfabetizado o a alfabetizar sólo dispondría del ma-

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El libro y el lector

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terial de lectura que viene desde fuera y que, por supuesto, ha sido planificado, compuesto, publicitado y distribuido por las grandes y foráneas transnacionales del libro. En esos comics o historietas estarán sin duda ausentes los problemas que atañen a su familia, a su entorno, y, en cambio, lo asediarán, en forma de palabras o de imágenes, las imposibles propuestas de una sociedad desarrollada y ajena, que por añadidura es en gran parte responsable de las carencias que agobian a su gente y a él mismo.

Con vuelta de hoja

Lo curioso es que, pese a sus elevados índices de analfabetismo, muchos pueblos de América Latina producen frecuentemente más lectores que algunas comunidades europeas. La porción ciudadana que en nuestros países sabe leer y escribir está generalmente más ávida de libros que los equivalentes sectores europeos. Por lo común se incluye en la bolsa tercermundista a toda América Latina, a pesar de que el subcontinente abarca, sobre todo en el plano cultural, realidades muy dispares. Los porcentajes que a continuación enumero son los más actualizados y corresponden, según los casos, a censos efectuados entre 1976 y 1980. Mientras Haití tiene un 77% de analfabetos; El Salvador, 38% Bolivia, 37%; Guatemala y República Dominicana, 33%, y Honduras, 30%, en el Cono Sur el analfabetismo hace tiempo que ha dejado de ser una plaga, sin que ello se deba, como es obvio, a las dictaduras, sino a una sostenida tradición cultural que no ha podido ser destruida en 10 años de terror institucionalizado. Es así que Chile tiene un 9% de analfabetos, y Argentina y Uruguay, sólo un 6%. Para apreciar estos índices vale la pena recordar que España tiene un 8,2%. Cuba y Nicaragua, por su parte, tras sus respectivas campañas alfabetizadoras, han logrado el porcentaje de analfabetismo más reducido de toda América Latina: un 4%.

En Argentina, por ejemplo, existen diarios con tiradas de un millón de ejemplares; en Uruguay (con una población que no alcanza a tres millones), en la etapa previa a la dictadura podían llegar a venderse 50.000 ejemplares de una obra de autor nacional; en México, un poeta medianamente conocido puede llegar a una tirada de 50.000 ejemplares; en Cuba, una obra de autor nacional o latinoamericano, con una tirada de 50.000 a 100.000 ejemplares, puede agotarse en 15 días; en Nicaragua existe hoy una extraordinaria avidez de lectura, que a duras penas va siendo colmada por la creciente actividad editorial.

Pese a esa actitud tan positiva del lector latinoamericano, la industria del libro padece allí en estos momentos una de sus crisis más graves. Pocos años atrás existía un mercado en constante ascenso. Editores, distribuidores, libreros y, por supuesto, escritores (en ellos se origina el producto que justifica todo el engranaje posterior), habían trabajado de manera bastante coherente, coordinada y hasta generosa, y como resultado se había creado, allí donde era posible, un hábito de lectura que iba haciendo del libro un objeto poco menos que imprescindible, tanto en el pleno desarrollo de cada país como en el de América Latina en su conjunto. ¿Qué ha ocurrido para que ese alentador proceso haya disminuido considerablemente su ritmo y, en algunos casos, retrocedido de modo palmario? Hay que mencionar, en primer término, a las dictaduras militares, con su férrea censura y su represión, a veces feroz, de la actividad cultural. En Uruguay y Chile, y en menor grado en Argentina, la prohibición (explícita o tácita) de libros, fundamentalmente de autores nacionales, abarcó una amplísima franja; pero, además, hubo suficiente represión en los medios culturales como para que muchos escritores y artistas se vieran obligados a exiliarse. En la relación librolector esa ruptura significó que numerosos autores quedaran desgajados de su destinatario natural. La censura y el éxodo produjeron un deplorable bache, que afectó no sólo al libro sino a todos los niveles culturales.

Es claro que existen otras motivaciones de la crisis, y una de ellas es, como era previsible, una razón económica. Lo dice Fuentes en su atinada intervención: "La crisis mundial de la economía, que azota con fuerza mayor a los países en desarrollo, nos amenaza con una situación en la cual la población joven, cada vez más numerosa y ávida de lecturas, no puede adquirir libros de producción, distribución y precio de venta excesivamente caros". Si eso ocurre en un país como México, que junto con Argentina ha sido siempre el gran surtidor editorial de la América hispánica, cuánto más dramático no será el panorama en otros países con escasa o ninguna industria editorial y, en consecuencia, dependientes del libro importado. El explicable y riguroso control de divisas y los severos problemas tributarios hacen virtualmente imposible la exportación-importación de libros, ya que aquellos factores, sumados a los gastos de transportes, traen como consecuencia que, en cualquier país de la zona, el libro extranjero se convierta en un artículo poco menos que suntuario. Para los bolsillos de las clases media y obrera, un libro argentino en México es probablemente tan inalcanzable como un libro mexicano en Buenos Aires.

Es obvio que la censura y el éxodo son formas de la incomunicación, pero también lo es la crisis económica, con sus congruentes derivaciones en el mundo del libro. Es precisamente en estos períodos críticos cuando tienen lugar movimientos y reajustes que parecen obedecer a las leyes de Darwin: el célebre struggle for life hace que el pez (o editor) grande se coma al pequeño. Sin embargo la supervivencia de las empresas más poderosas no siempre significa que sean las más aptas desde el punto de vista estrictamente cultural. A veces la posibilidad de sobrevivir en el mercado depende de la adopción de una práctica de superventas, descaradamente mercantil, que poco o nada puede brindar al desarrollo cultural del lector promedio.

Mientras la cultura siga siendo un rubro meramente accesorio; mientras en ciertos lugares la hoguera triunfe sobre el libro y las armas se lleven la parte del león en los presupuestos que pagan los de a pie; mientras los vaivenes monetarios rijan las eclosiones y los decaimientos culturales, la relación libro-lector será un puente permanentemente creado y destruido, trabajosamente rehecho y vuelto a destruir. Según datos publicados en el World Armaments and Disarmament Yearbook 1983, el mundo gasta actualmente unos 750.000 millones de dólares por año en armarse y rearmarse, es decir, casi un millón y medio de dólares por minuto. O sea que en esa erogación por minuto caben los importes equivalentes a cinco premios Nobel de Literatura, más (lo que es casi surrealista) otros cinco premios Nobel de la Paz.

Otras amenazas contra el futuro del libro son menos preocupantes que esa denigrante desproporción entre la cultura y los poderes fácticos a nivel mundial. Hoy se habla de videodiscos o de cajitas de microfichas, con un contenido equivalente a una biblioteca de 20 tomos; también se habla de ordenadores que, en su prodigiosa e infatigable memoria, almacenarían todo el saber del mundo. Formidable adelanto para simplificar el trabajo de los bibliotecarios, de los investigadores, de los responsables de archivos. Aparentemente, el ratón de biblioteca tiene sus días contados; electránicamente contados. Una solución compensatoria podría ser acaso la creación de un lector electrónico. No obstante, estoy seguro de que el lector simplemente humano, con sangre en las venas, con lábil memoria, con reflejos tenues, con hábito de leer en su cama antes de poner punto final a la jornada, no cambiará por ningún aparato respondón e infalible ese placer, tan viejo como el cielo, de hojear y gastar un libro, garabatear sus márgenes y extraer de él los sueños, las seducciones y los alertas que sin premeditación lo aluden. Para ese lector de carne y hueso no habrá pip-pip ni lucecita verde que equivalga al gesto ritual de dar vuelta a una hoja.

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