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Queremos (también) otras fallas

Siempre he pensado que las fallas son una de las raras manifestaciones en las que la capacidad creadora del pueblo puede todavía tener lugar. Desgraciadamente, hoy sólo estamos ante esa posibilidad. Debo aclarar que para mí la muy mitificada creación colectiva del pueblo no es más que la creación surgida de unos individuos muy particulares que, por mantenerse en el anonimato, se hacen voz o manos de todos. Lo mismo da que se trate de frescos románicos o de meros chistes. Desde el ingenio se puede hacer un poemilla, una greguería o un buen chiste: son géneros distintos, pero los tres exigen idéntico conocimiento pleno del oficio. Sólo el chiste, por su anonimato, es considerado creación popular. Si lleva firma está atado al collar del dueño. Es sabido que Manuel Machado escribió coplas que firmó y otras cuya autoría, al silenciar su nombre, las regaló al pueblo andaluz. En las fallas, y aunque desde las bambalinas actuasen verdaderos artistas, la autoría debería ser siempre del pueblo, puesto que se trata de expresar unos intereses críticos de tipo colectivo. La formulación artística la desearía más individualizada, aunque preferiblemente anónima o lo que más se le parece: obra de taller.Suelo asistir todos los años a las fiestas de Valencia, y debo decir que sólo dedico unas pocas horas nocturnas de la víspera de san José para ver detenidamente las cuatro o cinco expresiones preferentes de aquellas festivas arquitecturas efímeras. No hay fuerza ni voluntad para más. Pasados dos o tres días se me confunden las unas con las otras, y lo que es más penoso, son ya en mi memoria iguales a las que viera 10 años atrás. La representación plástica de las fallas es hoy fosilización acartonada, un repetido y cansino estereotipo. En años sucesivos, su más sensible diferencia ha sido su progresivo encarecimiento.

No parece que haya visos de cambio alguno, y tanto me lo parece así que escribo este artículo sin esperar a comprobarlo en éstas de 1984.

Pienso, sin embargo, que el remedio nos tan escaso como su ausencia podría hacernos creer la imaginación existe. En la representación de los monumentos falleros, si no queremos salirnos de su estricta tradición habrá que respetar dos componentes que son su razón de ser: la crítica y el humor. Al margen de ello, todo es renovable: me atrevería a decir que muchas cosas exigen la renovación. Mas no se me malentienda: la palabra renovación lleva implícito el concepto de continuidad. Cabe también imaginar escenas narrativas en las que el tono fuese de sarcasmo o de delirio líricos. A los muñecones que ahora nos muestran se les ha ido despojando de su robusta condición grotesca para encarnarlos cada vez más en una caricatura amanerada.

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Hace muy pocos días asistí en Arco 84 a la inesperada recuperación de unos excelentes ninots. Para mayor asombro ello ocurría en el espacio ocupado por una galería extranjera: la Nicholas Treadwell Gallery; los artistas falleros que se expresaban desde la mejor de las tradiciones eran de nacionalidad inglesa. Pude comprobar, en dos tardes sucesivas, que el público se agolpaba en ella y tanto los gestos como los comentarios eran de abierto regocijo. La gigantona y felicísima bebé despatarrada, que con las piernas al aire mostraba en plenitud toda su inocencia abierta, era una desnuda y fresca desmitificación del pecaminoso sexo. A su lado, otro de los más tópicos grupos falleros: una mujer poderosa y malhumorada tenía suspendido por la ropa a un crío que patalea cabeza abajo con una boca tan desmesuradamente abierta que, aunque muda, rompía los tímpanos: la madre le amenazaba con un contundente objeto casero en la mano derecha. El grupo subraya lo grotesco, pero no hay caricatura. En nuestra mirada ha logrado forzar un cerco de burlona ternura. Aquellas figuras me hicieron recobrar viejas imágenes quemadas.

Mas también es posible una renovación hacia adelante, y de nuevo en aquella feria de arte nos salía al paso el ejemplo en impecable realización.

Esta vez el artista era español, aunque su origen no menos sorprendente. Me refiero al vasco Andrés de Nagel. Su conocimiento, un año antes, en una amplia exposición en las salas de la Biblioteca Nacional, fue para mí una de las más reconfortantes de estos últimos años. Realidad y fantasía en unidad de cuerpo, ofreciéndonos un mundo de encantamiento mágico. Es evidente que lo grotesco pide siempre una formulación expresionista. En Nagel la muy feliz variedad de las representaciones plásticas se acompaña de abundantes e insólitos detalles que ejercen una función de ruptura en lo narrado y, por ello, se cargan de significación: el espectador, al descubrirlos, piensa cuál pueda ser, para así hacerla suya, la intención del artista. Es la mirada del espectador fallero, en quien la sonrisa, por lo que espera, precede a la comprensión, y quizá entonces suene la carcajada. El humor en Nagel va de la brusca intención -pocas veces-, al más refinado lirismo. En la distorsión de las imágenes hallamos su expresividad, y para ello se vale el artista de los logros aportados por la vanguardia: el superrealismo y el pop, principalmente; más en una asimilación muy personal y desde la desacralización de una burla enternecida y distante. El resultado es una obra a la que le conviene triunfalmente el ad etivo de lúdica.

Y bien, ¿por qué a las fallas no se ha incorporado todavía el arte de nuestra época? Sólo ha estado en ellas como objeto de risión, lo cual sería muy saludable siempre que no se adivinara en esa crítica una toma de postura indiscriminada e ignorante.

Vivimos una extraña época en la que quien pretende el arte con mayúscula lo puede incorporar todo, por deleznable que sea -y así le suelen bailar los resultados-, sin temer la contaminación de lo trivial. Y el efímero arte de las fallas rehúsa, como si hubiese llegado a la excelsitud de los clásicos griegos, el más mínimo de los cambios, la más tímida de las aventuras. Estimo que una extensa exposición de Nagel en Valencia abriría los ojos -y no sólo por las satisfacciones de orden estético- de mis paisanos, y estoy convencido además de que en pocos lugares sería mejor y más plenamente comprendido.

Me considero un ingenuo espectador de las fallas y desco-

Queremos (también) otras fallas

nozco ese mundo en su interioridad, pero parece ser que el principal obstáculo de su mejora es que en él es dueña la rutina, el satisfecho encastillamiento.Es obvio que nada debe realizarse en este terreno contra la voluntad de las gentes falleras -su libertad debe ser inviolable-, pero algo se debe y se puede intentar sin agredir sus convicciones. Cabe la posibilidad de erigir -plantar- alguna o algunas fallas, al margen de las habituales de los barrios, que se justificaran por este intento renovador, que no somos pocos los que lo echamos a faltar. Pienso de inmediato en el feliz maridaje de la Escuela de Bellas Artes y de la Universidad para esa esperanzada renovación de orden plástico y también temático. Pienso también en los grupos radicales y ya no tan minoritarios: feministas, ecologistas, gays, pacifistas, etcétera, que tendrían una sugestiva plataforma para sus reivindicaciones y a los que haría mucho bien bastante más humor que el excesivo malhumor con que a veces se muestran. Creo además que estas agrupaciones son hoy más coherentes y están más vivas que las que se forman por la mera estructura de las barriadas. Al menos, en aquéllas los intereses están muy claramente diferenciados y son más independientes de los estados generales de opinión. Los esquemas morales desde los que muchas veces se hace la crítica social en las fallas, aunque por fortuna con humor, son subrayadamente reaccionarios. El tratamiento que esa crítica social obtendría desde estos colectivos podría representar la apertura a un posible diálogo festivo muy saludable y mucho más justo.

Al abandonar Arco 84 algunos nos preguntábamos qué es lo que nuestra época reconocía como arte. La respuesta abrumaba. Cualquier cosa que aúne en tal calificación dos voluntades: la del supuesto artista y la de un galerista. Hoy arte puede ser la objetivación de cualquier ocurrencia, no importa lo mezquina que ésta sea, o que incluso ya pertenezca a otro. La más importante operación es ponerle imediatamente un precio. Si los peces pican ya tenemos pescador. Una gran ventaja de la incorporación seleccionada del arte vivo a las fallas podría ser el que se deriva de su ineluctable destino: su combustión final. Quién sabe si para muchos artistas de hoy ello podría representar un serio motivo de reflexión y estimaran, con el ejemplo, que si las llamas aniquilaban unos resultados tan felices como yo sueño para las fallas, su propia obra demandaba también la imperiosa purificación en las cenizas. Hablaríamos entonces de las fallas como la gran purga sanadora no sólo de las costumbres ciudadanas y de los hechos políticos sino del arte; ésa que no se atreven a hacer sus cautos críticos: las fallas y su laica equivalencia de ejercicios espirituales.

Francisco Brines es poeta valenciano y premio nacional de Literatura.

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