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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El coste de las autonomías

LA INFORMACIÓN publicada hace dos días por EL PAIS sobre las remuneraciones de los altos cargos de las comunidades autónomas ha desatado una viva polémica, cuyos saludables efectos para fomentar una mayor austeridad en la asignación de los gastos públicos corrientes no deberían, sin embargo, agotar el contenido de debate. Así, resultaría perjudicial un desvío de la atención desde cuestiones realmente cruciales, que afectan a la modernización y funcionalidad de las administraciones públicas, hacia aspectos secundarios de la gestión de los asuntos colectivos.El Estado de las autonomías es una expresión que designa la nueva ordenación administrativa y la nueva distribución del poder territorial diseñadas por la Constitución de 1978. A lo largo de la primera etapa de la transición no faltaron voces partidarias de reservar durante una prolongada etapa el experimento autonómico a Cataluña, al País Vasco y, eventualmente, a Galicia, únicos territorios en los que el nacionalismo -basado en reivindicaciones culturales, lingüísticas y políticas de larga data- tenía profundas raíces y componentes interclasistas. Sin embargo, las Cortes constituyentes idearon una ambigua fórmula de compromiso que únicamente dificultaba el tránsito, pero no cerraba definitivamente el paso a la proliferación de autonomías plenas. El electoralismo condujo a centristas y a socialistas a una carrera de azuzamiento de los agravios comparativos regionales, que alcanzó su punto de no retorno con el referéndum andaluz de 1980.

En cualquier caso, la nueva organización territorial del Estado descansa sobre la Constitución de 1978, cuya reforma a corto o medio plazo es una consigna involucionista, y sobre un conjunto de estatutos aprobados por las Cortes Generales y ratificados -en el caso de Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía- por las urnas. Las instituciones de autogobierno de las 17 comunidades autónomas están ya en funcionamiento y sus mandatarios han sido legítimamente elegidos en las urnas. Dada la inoportunidad -desde supuestos democráticos- de alterar el mapa ya establecido, pese a los errores o carencias del diseño inicial, es preciso que los usos políticos, la voluntad de los partidos y la práctica de gobierno logren que el modelo funcione. Será necesario evitar, ante todo, el hacinamiento de competencias y los roces entre las distintas instancias de poder dentro de cada división territorial. El Estado de las autonomías se transformaría en una simulación política, un esperpento administrativo y una fuente de despilfarro de los recursos presupuestarios en el caso de que las antiguas maneras centralistas coexistieran con las nuevas instituciones de autogobierno. El ayuntamiento, la diputación provincial, la comunidad autónoma y la administración periférica de los aparatos centrales del poder disputan a veces entre sí, de forma tan disfuncional como costosa, las competencias y la representatividad simbólica dentro de una ciudad. De esas absurdas luchas, que giran en última instancia en torno a las apetencias de poder de los políticos profesionales y de los funcionarios, los ciudadanos sólo podrán obtener grandes molestias, peores servicios y mayores impuestos.

Tal vez el más grave error de las Cortes Generales de 1977 fue constitucionalizar la pervivencia de las provincias, en vez de dejar abierta la cuestión hacia el futuro. El diseño de las 17 comunidades no es, por lo demás, mínimamente homogéneo en este aspecto. Seis de ellas -Asturias, Cantabria, La Rioja, Navarra, Madrid y Murcia- tienen un ámbito uniprovincial, de forma que sus órganos de gobierno son simples prolongaciones, aunque con mayores competencias, de las viejas diputaciones. Canarias (dividida antes en dos provincias) y Baleares (que era, en cambio, una sola provincia) ofrecen las peculiaridades propias de su carácter isleño. Extremadura se resiente de las tensiones producidas entre las dos provincias -Cáceres y Badajoz- que la forman. Castilla-León y Castilla-La Mancha son sendos inventos administrativos destinados a frenar la proliferación de comunidades uniprovinciales y a forzar la subida al autobús de sus componentes. Galicia, Andalucía, Aragón y la Comunidad Valenciana mantienen en equilibrio inestable la identidad de las viejas provincias y la nueva configuración autonómica. Como mostró la ley de Territorios Históricos, el País Vasco se propone, al menos mientras gobierne el PNV, reforzar la capacidad de las diputaciones de Guipúzcoa, Vizcaya y Alava para administrar esas tres provincias. En cambio, los nacionalistas de Cataluña hubieran deseado una división interior de su comunidad en comarcas.

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No cabe, así pues, recetar la misma fórmula para realidades muy distintas entre sí, no sólo por el diferente peso del nacionalismo histórico, la cultura y la lengua en sus sentimientos de identidad, sino también por su propia estructura interna administrativa. Ahora bien, para que el Estado de las autonomías no estalle por culpa del hacinamiento de competencias, la disfuncionalidad de los centros de decisión, el coste de mantenimiento de los aparatos administrativos y las luchas tribales de la clase política subalterna en pos del poder y del dinero será preciso que todas las fuerzas democráticas se planteen seriamente la forma de resolver los inéditos y difíciles problemas creados por la nueva realidad. Comenzando, naturalmente, por esa reforma de las Administraciones públicas que un ministro casi clandestino llamado Moscoso ha dejado en los cajones, pese a las promesas electorales del PSOE, confundiendo, al parecer, la modernización de nuestra burocracia con la adquisición de relojes para controlar el horario de los funcionarios.

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