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Las trampas a la fe

El libro estaba en la primera línea de las novedades editoriales, entre memorias falsas de artistas de cine y manuales para adelgazar, con un excelente retrato a pluma en la portada y el título inequívoco en el borde superior: "Julio Cortázar: La isla final". Era irresistible. El escritor había muerto pocas semanas antes, las librerías estaban tapizadas de sus obras, reimpresas de urgencia para aprovechar la publicidad de la muerte, y quienes seguimos de cerca las noticias de la literatura sabíamos que había dejado dos libros sin publicar. Uno de ellos, Los autonautas de la cosmopista, escrito también hace año y medio, acababa de ser publicado por la editorial mexicana Nueva Imagen. El otro era un libro que la propia Carol Dunlop estaba escribiendo sobre Nicaragua cuando la sorprendió la muerte, y que Cortázar tuvo tiempo de terminar. No había ninguna sospecha de que éste hubiera dejado inédito un tercer libro, pero estaba a la vista sin ninguna duda, con su retrato inconfundible, y aquel título premonitorio que parecía una manera muy poética de llamar a la muerte: La isla final. Antes de comprarlo quise darle una hojeada, pero estaba envuelto en papel de plástico, y el empleado, que me vigilaba para que no pudiera robármelo, me advirtió que si rompía, la envoltura tenía que comprar el libro de todos modos. Como eran las diez de la noche y no me sentía capaz de resistir los deseos de leer el último libro de Julio Cortázar, caí en la trampa con la más pura inocencia.Sólo lo supe, por supuesto, cuando ya metido en la cama y listo par a una travesía fantástica, vi que en letras muy pequeñas, casi invisibles en negro sobre azul, estaban los nombres de los compiladores. Abrí en las páginas del índice, y entonces entendí por qué el libro era el único en la mesade novedades que estaba envuelto en un papel de plástico prohibido de romper. En efecto, era de muchos autores, muy buenos por cierto, pero sólo incluía dos artículos conocidos de Julio Cortázar. Lo demás eran también articulos conocidos, uno de Fico, traductor al inglés, y otro de Joaquín Marcos, tan serio e interesante como todos los suyos. Los derechos de autor, por un enredo que no entendí muy bien, eran de la Oklahoma Un¡versity Press desde 1978. Cuesta mucho trabajo creer que tantas trampas bien planteadas para inducir al lector a comprar un libro que no era el que parecía ser, eran una causalidad pura. Yo creo que el mismo diseño de la portada, la astucia del título en el momento actual y la envoltura inviolable fueron muy bien pensados por la editorial Ultramar, de Barcelona, para que aquella isla final pareciera ser, sin serlo, el último libro de Julio Cortázar.

Lo creo porque hay antecedentes que pasaron muy cerca de mí. Hace unos años encontré en una mesa de novedades un libro firmado por mí, cuya única falla era que yo no recordaba haberlo escrito. Se llamaba La batalla de Nicaragua, y la responsable de la edición era una empresa seria -Bruguera-, que además es editora de casi todos mis libros en España. Era el mismo truco: el libro incluía un estudio largo y muy bien documentado de Gregorio Selser, un ensayo del uruguayo Daniel Waksman Schinca y una denuncia de Ernesto Cardenal. Lo único mío era lo menos interesante y original dentro del conjunto: el reportaje sobre la toma del Palacio Nacional de Managua por un comando guerrillero dirigido por Edén Pastora. El texto había sido publicado como primicia mundial por la revista Alternativa, de Bogotá, unos tres años antes, y reproducido en varios países y en distintos idiomas. Mi agente literario había autorizado la inclusión en aquel libro, pero nadie pensó que iba a ser usado para destacar mi nombre en la portada muy por encima de los otros autores, y para anunciarlo con gran bombo en la radio y la televisión, aunque parezca mentira, como "el último libro de Gabriel García Márquez". Aquél parecía ser el destino de ese reportaje, pues poco antes me había visto obligado a pedir el retiro de otro libro publicado sin mi autorización por la editorial La Oveja Negra, de Bogotá, con el título de Los sandinistas, que no sólo se vendía por todas partes, sino que estaba incluido en el paquete de mis obras completas. Lo único mío era el manoseado reportaje del asalto al Palacio Nacional. También la sección mexicana de la Editorial Bruguera -que era la responsable del desaguisado- se comprometió a diseñar otra portada de La batalla de Nicaragua, que no sólo evitara cualquier confusión sino que hiciera justicia a los otros lectores, colocándolos a todos con el mismo valor tipográfico y en orden alfabético. Todos aprobamos de común acuerdo la nueva presentación. Sin embargo, todavía se encuentra en las librerías de medio mundo la edición que se suponía recogida, y no recuerdo haber visto ningún ejemplar con la portada nueva.

Un incidente semejante ocurrió con El olor de la guayaba, la extensa entrevista que me hizo mi compadre Plinio Apuleyo Mendoza. Con la experiencia que ya tenía en estas artimañas de editores, pedí las pruebas de la portada antes del lanzamiento del libro. En efecto, sobre una

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foto mía a todo color y en carátula entera, decía con letras espectaculares: "Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba". En la orilla inferior, de un modo casi inadvertido, decía: "Entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza". Me pareció en primer término que aquella jerarquización astuta era una falta de respeto al estupendo y arduo trabajo de Plinio. Me pareció, en segundo término, que no se sabía al fin y al cabo quién entrevistaba a quién. Pero me pareció que más grave era la intención evidente de vender el libro como si fuera una novela mía. La portada se corrigió a tiempo en castellano, pero no fue posible en la edición francesa. El argumento del editor en Francia era muy propio de ese país: el libro estaba incluido en una colección consagrada de entrevistas con escritores, y al parecer el lector francés es demasiado inteligente para no saberlo.

Podría seguir con muchos ejemplos de libros que se compran porque ofrecen por fuera una cosa que no tienen por dentro. Uno de ellos es un excelente estudio de Robert Sklar sobre Francis Scott Fitzgerald titulado El último Laoconte. Lo compre y lo leí con gran placer porque es muy bueno, y ya tenía sobre él las mejores referencias. Pero viendo la portada de Barral Editores y viendo la forma en que están colocados los dos nombres y el título, me pregunto si un comprador desprevenido sabría a ciencia cierta quién es quién, de qué y sobre quién, y quién es al fin y al cabo El último Laoconte.

Otro ejemplo, de la mayor actualidad, es el que ha vuelto a plantear en México por estos días el conflicto ya histórico entre editores y autores. Se trata del libro titulado Para cuando yo me ausente, que ha sido publicado por la Editorial Grijalbo como una compilación de textos sobre Juan Rulfo, y hecha por él mismo. Juan Rulfo ha dicho en público que no es cierto que sea el padre de la criatura, que no es. verdad que el título sea suyo ni haya tenido nada que ver con nada que se parezca tanto a un testimonio. Los editores, de su lado, dicen que sí, y no parece que haya ningún documento firmado para demostrar quién tiene la razón. Los escritores, por supuesto, no necesitamos de papeles para creerle a Juan Rulfo, de quien ya hemos creído y admirado tantos relatos increíbles. Lo alarmante es que mientras se calentaba la controversia, muchos lectores suyos nos precipitamos a las librerías, creyendo que se trataba de su nueva novela. No la encontramos, por desgracia. Pero en cambio encontramos un congreso mundial de editores reunido este fin de semana en Ciudad de México, que tal vez esté dispuesto a discutir en familia las trampas que se hacen a la fe de los lectores tratando de venderles libros que parecen por fuera lo que no son por dentro.

© Gabriel García Márquez-ACI.

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