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Tribuna:Historias de fin de siglo.
Tribuna
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No ardió el café Gijón

Manuel Vicent

Tal vez a esa hora Manolo el Guapo hablaba de naipes con la camisa despechugada, Gerardo Diego llevaba un luto de paraguas cerrado, Buero Vallejo veía en el techo cualquier entierro del conde de Orgaz, Tito Fernández braceaba de un modo napolitano inventando lances de gitanos con el payo Jesucristo, Enrique de Azcoaga decía alguna maldad sobre Calderón de la Barca, Eusebio García Luengo lamía el recuelo de la cucharilla y el juez Clemente Auger contaba cosas de la esencia de España; o sea, de aquellas habas catalanas con jamón que había comido en Gerona. En el café Gijón, bajo la calima, había muchos seres con el puño en la mandíbula, pollastres de cresta aceitada, abogados gallegos, jóvenes posmodernos y alguna tía Enriqueta que tampoco pensaba morir sin cobrar la vejez. En ese momento se presentó en escena el extraño galán: un sujeto chaparro, de calva blanda y ojos inyectados de fresa con dos bidones de gasolina de 96 octanos. Gruñiendo levemente para sí como hacen los mensajeros del destino, los puso encima de un velador, junto al tenderete de Alfonso, el cerillero, y entonces lanzó al aire un grito desmesurado que hizo callar hasta el último mono. Mientras quitaba con manos febriles la rosca a su mercancía en medio de un silencio absoluto, con un gallo de herida voz formuló un principio patriótico seguido de una pregunta terriblemente indiscreta.-¡España ya es una mierda!

¿Hay alguien aquí que quiera ser mártir?

¡¡Os voy a convertir a todos en héroes!!

Al parecer, un viernes a las seis de la tarde nadie deseaba la gloria repentina en el café Gijón. Entre todos los destinados al sacrificio, el cineasta Tito Fernández, muy batallado en la vida, demostró la mejor puesta a punto en el arranque. Olvidando en el perchero su gabardina de exhibicionista, saltó del peluche con un resorte de muelle y de tres zancadas de clase olímpica ganó la salida por una cabeza. El magistrado Auger quedó colocado en la meta al lado del narrador de esta bella historia, aunque eso lo dirá la moviola, y a continuación comenzó la desbandada general. Visto de cerca, el instinto de conservación de un grupo de intelectuales, poetas, artistas y otra gente de barba apacible que rumia media tostada es muy parecido a una manada de búfalos poseída por el pánico en una pradera telúrica llena de copas, pinchos de tortilla, tazas de té y refrescos de naranja. La etología pone a ras de la misma conducta a un profesor de canónico que no desea pasar a la posteridad y a un ganso cenizo sin deseos de grandeza. A todo eso, el galán de la bencina ya estaba en este preciso instante vaciando el primer bidón por el cuello de una vieja muy dulce, y en seguida sobrevino aquella secuencia de película de Sam Peckimpack con mucho jugo de tomate.

A la altura de las circunstancias

A medida que la estampida se ponía a salvo por las ventanas, era recibida en mitad de la calle por un sentimiento de modernidad. Madrid ya está a la altura de las circunstancias, en las azoteas se celebran bailes de gala con tiradores de primera y en la barra de la cafetería se puede sentar a tu lado un loco beatífico con pinta de adorador nocturno que se relame en secreto contemplando tu yugular. A veces, la neurosis colectiva hace contacto en el cerebro de este ciudadano que ha perdido el sueldo en el bingo, se le funden los plomos y se transforma en una bomba de dos patas. Un día te levantas silbando una balada, acudes felizmente a la oficina, firmas una póliza de crédito en el banco, comes a mediodía una tortilla paisana, duermes la siesta y a las seis de la tarde cruzas tu destino con el suyo junto al taburete de un bar.

-¿Me permite, señor?

-Dígame

-Quisiera darle un navajazo.

-¿Precisamente a mí?

-Eso es.

-Bien. Si se trata de un capricho, lo acepto.

-Gracias. Ahí va. ¡Zas!

Madrid es una ciudad tan de moda que cualquiera puede erigirse en dios y abrirte el melón con un rifle desde una terraza, o darte con un bate de béisbol entre ambas cejas, o regalarte sin más un viaje de cuchillo en el hipocondrio; pero en general los verdugos no son tan adorables ni las víctimas tan simpáticas. En la acera del café Gijón lloraban las mujeres más tiernas, se oían breves alaridos de histeria a cargo de un habilitado de Hacienda y el procurador Baldomero Isorna, bardo escapado por pelos de la inmortalidad, exhibía una palidez de jabón Visnú rnientras en el interior del salón de semejante oeste se había iniciado una refriega sin ningún truco cinematográfico. Después de vaciar en el pavimento el segundo tarro de gasolina, el galán justiciero iba a prender yala cerilla de la verdad cuando una botella de agua tónica que venía volando por lo alto del recinto le alcanzó de lleno el occipital pelado. Quedó derribado el profeta, aunque sólo medio minuto. Cuatro camareros armados con sillas de domador, contrarrestados por la avalancha de héroes que, huía, fueron hacia el protagonista de la función y lograron partir algunas patas y respaldos directamente en su cráneo iluminado sin matizar mucho, si bien el tipo revolvió la musculatura en el charco de gasolina con una fuerza derivada de su alta misión purificadora, se irguió gritando venganza, arrebató una silla y dio con ella en la frente de Pepe el Grande, propietarió del local, que se puso a sangrar como es debido.

-Nos ha salvado la literatura.

-¿Qué dices, maestro?

-Este incendiario tiene que ser un poeta frustrado. Antes de formar la gran hoguera ha querido hacer una frase.

-¿Quién desea ser mártir?

-Será un pequeño Nerón administrativo.

-O un pirómano poseído por la octava real.

-Eso nos ha librado.

Pero esto lo decían quienes estaban a salvo ya en la calzada, mientras en el interior de la botillería se repartían garrotazos. Si este ángel cuajado, de blanda: cabeza de orate, se hubiera limitado a cumplir con su oficio con cierto rigor, habría,entrado en el café Gijón sin gruñir media blasfemia, habría vertido humildemente en silencio el producto de su ira, le habría dado lumbre con un mechero no recargable y en cuestión de segundos este parnaso se hubiera convertido en un pajar en llamas. Poetas, prosistas, burlangas, bohemios, pintores y persortas de buena fe habrían subido al Olimpo haciendo una escala técnica en la página de sucesos. En cambio, ahora le iban dando con el tacón del zapato a la narizota del héroe y ya lo habían arrojado al asfalto como un bulto, acogidos al derecho de no admisión. Allí la imagen era totalmente moderna, de marbete neoyorquino. Los automóviles hacían sonar las bocinas en el atasco y pobladores furibundos intentaban formalizar entre imprecaciones casi vaqueras un linchamiento a la antigua usanza. Con la crisma partida por el garrotazo más certero, él permanecía abatido en la calle bajo un corro de espectadores y el local era un pasto de tazas, mesas derribadas, copas estalladas, todo bien rehogado en gasolina. Dentro no había nadie. Sólo una mujer que echaba serrín sobre la sangre como en la plaza de toros después de una gran faena. También vagaban en el aire los fantasmás de antaño.

Ha habido de todo

Desde el final del siglo pasado, el café Gijón ha sido un lugar de encuentro entre el pensamiento y el chocolate con picatostes. Aquí, alguna tarde Galdós se mató las pulgas y, colgado de la propia barba, Santiago Ramón y Cajal se citó con una tanguista, y Arniches inventó madrileños que hablaban con la boca torcida, y Jardiel Poncela escribió con tijeras de poder, y González Ruano se hizo la manicura con cinco artículos díarios a sus uñas de tigre señorito. Cuando al inicio de los años sesenta entré por primera vez en el café Gijón, un pintor famoso a cuatro patas ladraba a los recién llegados. Desde entonces ha habido de todo: un famélico que recita a Garcilaso subido a la cumbre de su ayuno, un grupo de falangistas que te obliga a cantar el Cara al Sol pistola en mano, un pícaro que pasa la aspiradora por las propinas de los clientes rebañándolas del plato, alguien que se come un periódico con bocados nerviosos de cabra como si fuera el plato del día; y de pronto suena una llamada de teléfono y llega la mujer de los lavabos gritando:

-¡Señor Shakespeare! ¡Llaman al señor Shakespeare!

-Acaba de salir.

-¿Oiga? Me dicen que ese señor acaba de salir.

-Viene por la noche.

-Me dicen que viene por la noche. De nada.

El café Gijón también es una forma de envejecer. Lentas tardes de tedio frente a una taza con un posó donde se ahogan las colillas, largas sesiones de silencio esperando la gloria literaria, soterradas depresiones pasadas con los codos en el velador, el color macilento que va calando en el rostro de los soñadores, la niebla de los cigarrillos que te ahuma el alma, y de pronto aparece un caballero, tal vez enviado por Apolo, dispuesto a mandarte a Delos convertido en un fulgor de brasa, y por poco lo matan. En estos casos siempre hay alguien que tiene una cuerda. Ahora el incendiario estaba ya atado de pies y manos, hecho un ovillo, tirado en el suelo desierto del café y un magistrado del Tribunal Supremo intentaba un diálogo con él.

-¿Quién es usted, buen hombre?

-Arturo Fernández.

-¿Cómo dice?

-España es una mierda.

-Vaya por Dios.

-Hay que hacer justicia.

Por la esquina llegaban cantando ya las sirenas de la policía. La operación fue cosa de ritual. Los guardias se limitaron a cargar con el bulto, abrieron el maletero del furgón y lo arrojaron dentro como un saco de harina, aunque el sujeto llevaba un pimiento de sangre reventado en la calva. Aquí no ha pasado nada. Al atardecer, esa manzana podrida de Recoletos iba tomando el carácter de cada puesta de sol. Los adolescentes en venta se fijaban con la caderita en las paredes del contorno, las chicas de pelo mohicano patinaban en el paseo, lejos de allí sonaban otras ambulancias, la ciudad exhalaba el fragor de la modernidad, esa que te pone en la arista del acantilado y el café Gijón comenzó a poblarse de nuevos soñadores. Por los tejados cruzaba un helicóptero cuyo sonido es el rock más actual y abajo olía a gasolina de quemar poetas. Los dioses sólo dan una oportunidad en la vida a sus elegídos.

Aquella tarde del café Gijón algunos tuvieron una ocasión de oro para ser transportados a la gloria en un carro de fuego; pero Manuel Blanco Rodrigo, hijo de Martín y de Tránsito, nacido en Dos Torres, provincia de Córdoba, un administrativo pirómano, antes de prender los bidones de gasolina había tenido la debilidad de formular a gritos una pregunta indiscreta: ¿Quién quiere ser mártir? Y cosa rara, nadie quería.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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