Glosadores, comentaristas y demás ralea
Hace muchos años -una pila, un montón de años-, cuando en el ánimo de cualquier lector y de casi todos los lectores asomaban la palmeta del dómine y la vara del crítico y cuando hasta el más lerdo estudiante ejercía, sin darse un punto de sosiego, de sociólogo del conocimiento, una moza norteamericana, Susan Sontag, publicó un libro a la contra y casi herético. Se llamaba, el menos en su edición española, Contra la interpretación, y venía a ser algo así como la exacta contrapartida del catecismo marxista de Marta Harnecker, pese a que no se trataba en absoluto de unas páginas destinadas a combatir el pensamiento de Marx ni aun en sus más estructuralistas lecturas.Estar en contra de la interpretación y a favor de una lectura gozosa y desvinculada de tacatás teorizantes era por entonces -y sigue siendo ahora- una actitud, cuando menos, descansadora y gratificante que, en aquellos momentos, exigía cierta dosis de heroísmo por cuanto la manía sociologista era una permanente servidumbre que no podía abandonarse sin riesgo de ser tomado por algo así como un híbrido de frívolo y fascista. Era necesario justificar todo -lo que, en realidad, estaba muy cerca de no justificar nada en absoluto-, pero era preciso marcar la diferencia de la etiqueta legitimadora, ya que, a poco que uno se descuidase, podía haber marrado muy escondidas esencias rastreables incluso en las formas frías y asépticas de los escultores cinetistas. Ahora, tras el tiempo pasado, Tom Wolfe puede ironizar sobre la Bauhaus, el arte conceptual y sus dictaduras estéticas en Estados Unidos y recibir de postre el aplauso de la vanguardia, cosa que antes hubiera resultado más arriesgada e incluso escandolosa. Pero Susan Sontag nos enseñó a no niterpretar, por mucho que nos lo pidiera el cuerpo, y quizá pudíera señalarse en aquel momento el arranque de unas lecturas mucho más exigentes con los textos y mucho menos sujetas al dogma de páginas afuera.
Hay cosas, sin embargo, que permanecen todavía hoy y que flotan sobre las mesas redondas que se arilancian en los periódicos y nos hablan de la Kabala (sic), la Verdad Universal (con mayúsculas) y la Luz sin Fronteras (al estilo yanqui también), en lugar de ilustrarnos sobre la transición al socialismo real. Todavía amagan los críticos amarrados a sus interpretaciones sociclogizantes o, lo que es todavía más penoso, a ingeniosas transcripciones en las que la verdad universal y la luz sin fronteras toman ahora la forma exterior de idéntica manía interpretadora. Hay dos modos típicos de semejante actitud. El primero podríamos ilustrarlo mediante la crítica aparecida en un diario tenido por ecuánime y política, social y religiosamente serio, en la que se aplaude de aparición reciente de la última obra de un filósofo español cuyo nombre silenciaré, por lealtad a la amistad que nos unió y al mucho respeto que profeso a su memoria, en la que se da la bienvenida al libro comparándolo con la Crítica de la razón pura, de Kant. El envés de esa actitud, mucho más corriente por cierto, no necesita mayor ilustración, y consiste en descalificar cualquier libro mediana o considerablemente digno de interés, sosteniendo -también de la forma más seria y ecuánime- que es un desastre que, para colmo, queda ya con creces superado por el manuscrito que un primo del comentarista guarda en su alacena a la espera de que aparezca un enviado de la Oxford University Press suspirando por los derechos de edición.
La crítica suele ser una lacra que no se merecen ni la literatura de creación -en verso y prosa- ni el ensayo, y no le añado lo de "salvo honrosas excepciones" porque sus escasísimas muestras, que sin duda existen, saben ahora de sobra a qué me estoy refiriendo. El tipo weberiano capaz de definir hoy a nuestros críticos -digamos a nuestros "críticos profesionales", entre comillas- nos pinta un personaje a la caza del elogio vergonzante o de la anécdota pretendidamente descalificadora, que aprendió del periodismo que embiste aquello que no es sino agresión gratuita y horra de cualquier interés informativo. Hace años se hablaba del crítico como de un autor frustrado; quizá habría de pensarse -más bien y ahora- en un matarife respetuoso con la cuota de productividad fijada, aunque tampoco creo que merezca la pena el esforzarse en la metáfora.
El resultado es patente. Asoman ya con timidez (o con menor timidez) algunas reseñas críticas que pueden tenerse por el resultado de apelar a la voluntad -ya buena y generosa o un tanto forzada y traída por los pelos- del compadre de oficio al que se insta para que mude por un día su tarea y se calce el papel del interpretador al menos con la garantía del conocimiento de causa. Hace mucho tiempo que las revistas literarias de cierta categoría, como el Times Literary Supplement o como New York Review of Books, publican artículos críticos firmados por personas como Alfred Ayer o Stuart Hampshire, en los que se garantiza, al menos, lo provechoso y fecundo del tiempo gastado en leerlos. Pero ni siquiera aquí se nos puede asegurar ese consuelo. Quizá los autores consagrados puedan aspirar a semejante trato, por aquello de la ley de las compensaciones, pero el juicio sobre el talento de quienes no están todavía instalados en el mandarinazgo se pone como complemento en manos de la crítica profesionalizada, aun cuando el adjetivo sea tan confuso como excesivo en este contexto. Por supuesto que la historia se encargará siempre de enderezar los entuertos y enmendar las pifias separando cuidadosamente los poemas y las novelas y los ensayos de sus penosas interpretaciones, pero es lástima que eso no consiga sino añadir más cosa que un poco de paz a los cementerios.
Copyright Camilo José Cela, 1984.
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