El extravío de los secuestrados
Una mañana de agosto de 1973, un presidiario sueco llamado Olsson penetró, junto con un compaflero de cárcel, en la oficina principal de uno de los mayores bancos de Estocolmo, el Sveriges Kreditbank.Nada más entrar dispararon una ráfaga de metralleta contra el techo, haciendo caer una lluvia de cristales y cascotes. A continuación pusieron una radio con música de rock a todo volumen y se dispusieron a recoger el dinero. La policía, alertada por la alarma del banco, se presentó impidiendo la salida de los atracadores con su botín. Éstos reaccionaron encerrándose en el banco con varios rehenes, entre ellos dos jóvenes mujeres.
Durante los seis días de cautiverio se produjo una curiosa relación entre los atracadores y sus prisioneros; empezaron a intimar entre ellos y a desconfiar del mundo situado más allá de la bloqueada puerta de entrada.
Al cabo de estos seis días, mientras la policía se llevaba a los atracadores, una de las jóvenes, incorporándose en su camilla y buscando con la vista a uno de los detenidos, le gritó: "Nos volveremos a ver". Noches antes, mientras dormían en el sótano del banco, ella consintió en ser acariciada. Con el paso del tiempo continuaron las relaciones, y Olsson declaró a la policía que, a pesar de sus amenazas, él no hubiera sido capaz de matar a sus rehenes: había llegado a conocerles demasiado bien.
Posteriormente, este hecho fue utilizado por los expertos para acuñar el término síndrome de Estocolmo, destinado a designar una sorprendente paradoja del comportamiento humano: aquella aproximación entre secuestrador y rehén que tiene lugar durante los secuestros y cuyos efectos tenderían a prolongarse más allá de la duración de los mismos. Aunque, como es bien sabido, cada secuestro ofrece sus propias peculiaridades y, por tanto, sus propios mecanismos explicativos, el mecanismo descrito por el síndrome de Estocolmo está documentado por numerosos secuestros ocurridos en los cinco continentes, España incluida.
Infantilización
El síndrome de Estocolmo se alimenta de la paradójica incongruencia que se produce en todo secuestro. Alterada para el rehén su realidad cotidiana anterior a su captura, su nueva vida gira en torno al secuestrador. Psicólogos sociales y psiquiatras aseguran que el rehén sufre una tendencia regresiva hacia la infancia. Esta infantilización vendría dada por las características de este tipo de encierros: el secuestrado, en su debilidad, vuelve a depender, como en su infancia, de otra persona. Comer, dormir, leer o lavarse en la intimidad son acciones más allá de su propia voluntad. Si el niño depende para vivir de sus padres, la vida del secuestrado cuelga de sus carceleros.
Si el niño le echa los brazos a su madre, el rehén comienza a hablar de sí mismo, de su familia o de sus problemas al secuestrador.
Con el paso de los días, el secuestrador irá cubriéndose con una nueva máscara. Ya no está investido de la brutalidad inicial, con la que arrancó a su víctima de la vida diaria; ahora aparece ofreciéndose como el aval de su rehén. Su trueque es cambiar una vida humana por unos logros concretos: dinero, liberación de presos políticos, difusión de mensajes ideológicos, etcétera. Al ofrecer la vida del secuestrado como premio al cumplimiento de sus condiciones, traslada al Estado y a la opinión pública la responsabilidad de una posible muerte del rehén. Ahora, el secuestrador se presenta como un mecanismo de respuesta condicionada por la actitud de los poderes públicos, de la familia o de los correligionarios del secuestrado, y con ello se sitúa del lado del rehén.
Las condiciones
Resulta paradójico cómo pueden mezclarse los destinos e intenciones de personas tan diferentes. Dependen del cumplimiento en mayor o menor grado, según se desarrolle la negociación, de las condiciones impuestas por los secuestradores, porque, incluso en el caso de que las fuerzas de seguridad rescatasen al rehén, esto sería siempre un accidente que no alteraría la trama básica del argumento: el peligro común puede venir de fuera, sea porque la familia no paga el rescate, porque el Estado se resiste al chantaje o porque la policía se aproxima. De una forma u otra, todos pueden poner en peligro tanto al secuestrado como al secuestrador.
El rehén, descartada una hipotética huida, tendría un modo de vencer a su secuestrador: causar su propia muerte. Sólo así podría privar a su carcelero de su preciado bien. Enfrentado a un acto heroico, pero suicida, el secuestrado decide vivir, o puede verse obligado a vivir sin posibilidad de elección, tal es su grado de dependencia.
Cuando volver a la vida cotidiana supone una sumisión destructiva de la propia identidad, dañina para la autoimagen del secuestrado, éste queda también inmerso en un estado mental de incongruencia, de desequilibrio cognitivo, que obliga a una recomposición tanto de la identidad personal como de la imagen pública. En función de estas dos necesidades, el rehén ha de minimizar sus sufrimientos y mostrar entereza. Ha de hacerlo porque todo secuestro constituye un importante acontecimiento social, cuya presión le obliga a reconstruir su imagen y le apoya con su reconocimiento público. No obstante, el secuestrado sabe, en su intimidad, que todo ello no constituiría protección suficiente en el caso de volver a ser golpeado por sus secuestradores. Como el náufrago que muere de sed encima del océano, el secuestrado, tras su liberación, encara un último sarcasmo en sus declaraciones ante el juez o periodista.
¿Qué debe hacer? ¿Denunciar su secuestro como un acto sádico de tortura o subrayar el hecho de vivir? La experiencia histórica muestra como elección mayoritaria la voluntad de enfatizar el valor y el gozo de la vida, aunque con ello los secuestradores, juzgados por el juez o por la opinión pública, se beneficien de una paradoja del comportamiento humano que no hace sino disimular su delito.
es psicólogo social y profesor de la Universidad Complutense.
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