Una arrogancia en reserva para el futuro
Se dice que al líder libio Muamar el Gadafi le sobra petróleo pero le falta país sobre el que encaramarse a la escena internacional. Al líder canadiense Pierre Elliott Trudeau, en cambio, no le ha faltado nunca país -puesto que, a falta de uno, tiene dos-, pero sí Estado, pese a sus titánicos y exitosos esfuerzos por incluir a Canadá en el mapa.Hay un tipo de político más bien continental, germánico o latino, que ha trabajado toda su vida para serlo, que ha recorrido el escalafón de la cosa pública y dedicado toda una vida a ese solo quehacer. Pierre Trudeau, en una de las mejores tradiciones ya un tanto abandonadas del mundo anglosajón, ha hecho todo lo contrario.
Se ha preparado para todo lo demás: lenguas, viajes, curiosidades mil, sin excluir una gran preocupación fundamental: la de vivir, pasión a la que se ha dedicado con la tasa de valor añadido de una pingüe herencia familiar, gracias a la cual no ha tenido nunca que hacer otra cosa que le permitiera, además, vivir a ratos libres.
Y en esa construcción de sí mismo ha resultado tan útil que, inevitablemente, la generosidad indudable de su espíritu, la ambición aristocrática y distante de su educación y las formidables conexiones de su entorno habían de llevarle, por el vericueto camino de la China de Mao, la Sorbona, las junglas de América del Sur, la España de la posguerra franquista y la London School of Economics, al aterrizaje en la gobernación de su país a los 49 años.
En los 16 años -menos una molesta interrupción de nueve meses- en que Trudeau ha permanecido en el poder ha luchado no sólo por dar una identidad exterior a Canadá, como mediador incesante por la paz, miembro liberal y comprensivo del mundo de los desarrollados y propagador del hecho diferencial norteamericano: que Canadá no es EE UU, ni de EE UU, sino también por fabricar una identidad interior canadiense para las dos grandes naciones que componen el país: la anglófona y la francófona.
En esa tarea, que tan cerca nos cae a los españoles por la construcción del Estado de las autonomías, Trudeau sería un Azaña extravagante y mundano, que tratara de fortalecer la idea del Estado federal tanto frente al campanario quebequés de René Levesque, su gran amigo-enemigo, como frente al anegamiento anglófono del derecho a la diferencia. Inevitable había de ser que sus competidores en la tarea de capturar la imaginación de la provincia francófona vieran en él más bien a un Olivares, caso de que a alguno le sonara el nombre.
Y ahora, tras innumerables cambios de fortuna, diversas y siempre escabrosas lunas de miel con la opinión canadiense, en absoluto cansado, pero sí un tanto arrinconado en un Estado que no sigue con la celeridad que su impaciente visión exigiría el trazo de sus pasos, Pierre Elliott Trudeau, de 64 años, próximo a recibir la notificación de su divorcio de Margaret Sinclair, abandona la tarea nacional, aunque su dimisión parezca cualquier cosa menos el comienzo del exilio.
El jefe de Gobierno canadiense ha anunciado probablemente todo menos una auténtica retirada. Pierre Elliot Trudeau se coloca a sí mismo en reserva para el futuro.
Quizá su conocida arrogancia le haga preguntarse en estos momentos si el mundo sabrá aprovechar esa oportunidad.
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