1984: el breve momento de la verdad
Imaginamos a veces que los momentos de la verdad son como fulgores que detienen el tiempo. Pero el tiempo huye, y todos sus momentos, el de la verdad incluido, son breves y precarios. Si no se les retiene con esfuerzo desaparecen, dejándonos sumidos en una nueva confusión. Y esto que se aplica a la vida de las personas, se aplica también al trasiego de los negocios públicos y al tema fundamental de nuestros problemas económicos y nuestras tensiones sociales.El Gobierno pareció haber ganado el pulso con los sindicatos al comienzo del otoño. La UGT se decidió a apoyar las líneas maestras de la política del Gobierno y a aceptar sus indicaciones acerca de una contención importante de los salarios. El Gobierno sugirió un incremento de los salarios inferior al de la inflación esperada para 1984, que la UGT aceptó. Comisiones Obreras, por su parte, indecisas en el fondo, pero necesitadas de diferenciarse respecto a su rival, han insistido en subidas más altas y tratado de agitar los ánimos, haciéndose eco de las pulsiones del partido comunista.
Pero, por otra parte, ha llega do otro momento de la verdad para la estabilidad de los puestos de trabajo. El Ministerio de Trabajo impulsa los contratos temporales; los sindicatos dan una batalla defensiva, sin gran convicción. Sin embargo, a estas alturas del juego, lo principal, probablemente, ya no reside ahí. El sector privado ha perdido casi todo el empleo que tenía que perder; los restos del naufragio se encuentran encallados en las aguas turbias de la economía subterránea, en medio ni de la conciencia ni de la inconsciencia sino simplemente en medio del disimulo general. Lo principal, a este respecto, reside en el sector público. Ha llegado eI momento de la verdad en que el país decida si las empresas públicas y los sectores donde estas empresas tienen tanta importancia -siderurgia y naval, en primer término- van a mantenerse sobredimensionadas y en pérdidas, es decir, financiadas por los contribuyentes, o no.
El pulso de la reconversión
El pulso entre el Gobierno y la UGT en torno al nivel de salarios, que parecía resuelto, se repite ahora en tomo a la política de reconversión industrial. Y se complica con un factor adicional que siempre había sido importante, pero permanecido latente: la dimensión regional de los problemas económicos. Es obvio que la demora en acometer una política de reconversión industrial (o reindustrialización) ha sido motivada por la renuencia del sector público a disciplinarse a sí mismo junto con el temor de la clase política a enfrentarse con conflictos en regiones políticamente inestables.
Conflictos duros y sostenidos en el metal vasco, la minería y siderurgia de Asturias, la construcción naval en las ciudades costeras de Galicia o en Cádiz: todo esto ha sido la pesadilla que nuestros políticos han tratado de evitar. "Pase de mí esté cáliz". El cáliz ha pasado de mano en mano, piadosamente; pero, con el tiempo, su contenido ha ido creciendo y haciéndose más amargo. El país, agoniosamente, se está emplazando para beberlo gota a gota: Sagunto, El Ferrol, Vigo, Llodio, Cádiz... ¿Cómo hacerlo? Difícil será que la hiel se convierta en miel. Los sindicatos reclaman lo que consideran su parte. Quizá quieren globalizar una negociación del sector para salvar la cara y conseguir compensaciones medio retóricas, medio reales. El Gobierno quizá quiere dar batallas aisladas pensando que las resistencias son muy desiguales y prometiéndose un balance final más favorable.
Localizar o regionalizar el debate, sin embargo, estimula la intervención de políticos locales o regionales, que ven aquí la oportunidad de hacer avanzar sus fortunas políticas. La reconversión industrial puede suponer un recorrido dramático, un vía crucis del Gobierno a través de las diferentes estaciones, un goteo permanente de su autoridad moral enfrentado con actuaciones sistemáticamente ilegales o semilegales, en medio de la tolerancia o la indiferencia de un país sin tradición de civismo ni de respeto a la ley.
La otra prueba y frente principal de la batalla económica es la política de gasto público. Y, a este respecto, el dato crucial es el presupuesto de 1984. Considérese si se quiere que el margen de maniobra del Gobierno para alterar el de 1983 era escaso. Pero el presupuesto de 1984, como aquellas heroínas de las películas norteamericanas de los cuarenta, le pertenece en cuerpo y alma.
El gasto público
Un presupuesto que a duras penas contiene el déficit público incluye un incremento muy considerable de los gastos consuntivos y un aumento, que se promete in crescendo en los próximos años, de la presión fiscal. Dado el rigor de una política monetaria antiinflacionista, la expansión del sector público y su déficit tienen como inexorable consecuencia el descenso de los fondos disponibles para créditos al sector privado. La batalla por el control real del sector público es, por tanto, una batalla en la que se sigue retrociendo, aunque quizá a pasos más cortos.
Con los sindicatos remisos, a la vista de la política salarial y sobre todo de reconversión, y los empresarios reticentes, a la vista de la política financiera, el Gobierno socialista parece haber perdido gran parte de su interés para mantener viva la llama sagrada de los pactos sociales. El Gobierno de derechas creyó necesitar estos pactos para adornar una política económica de centro-izquierda, para contribuir a la consolidación de las organizaciones empresariales y sindicales, para asegurarse una tregua social en momentos políticamente muy difíciles. El Gobierno de izquierdas, por su parte, puede pensar no necesitarlos porque lleva adelante lo que, según las convenciones habituales, es una política de centro-derecha que sólo el pudor o la conveniencia impiden denominar así; porque las organizaciones empresariales y sindicales están ya suficientemente consolidadas y la UGT no tiene tanto que perder ante unas Comisiones Obreras cuyo radicalismo no se aventurará más allá de ciertos límites; porque la tregua social parece, en lo fundamental, garantizada por el cansancio del país, la confianza de amplios sectores de los propios empresarios y obreros, el mandato electoral, y porque el momento político no es tan delicado como lo fue en los primeros años de la transición.
Entramos así en una nueva fase y en un nuevo experimento social: una pauta de negociaciones y conflictos sin concertación global, al menos aparente, formal y generalizada (aunque no quepa descartar un entendimiento de hecho entre el Gobierno, la CEOE y la UGT; un juego entre ellos de amagar y no dar); y una política de ajuste que por diferentes motivos no contenta a ninguna de las partes sociales. Tenemos sólo un año por delante para el experimento. Porque en ese plazo el Gobierno tendrá que comenzar a prepararse para las elecciones próximas, y tendrá que preparar sus argumentos, con los que responder a la obvia objeción de su inevitable inéumplimiento de la famosa promesa de la creación de 800.000 puestos de trabajo: o su política económica tiene para entonces resultados positivos que ofrecer, o cambia de política, o pone su esperanza en las artes de la cosmética y de la retórica, o se resigna a esperar una alteración profunda del escenario electoral.
Veremos qué da de sí este experimento en términos de paz social, hasta dónde llegarán las tensiones verbales y los conflictos emocionales entre la UGT y el Gobierno, hasta dónde el radicalismo de Comisiones Obreras. Veremos qué da de sí el experimento en términos, sobre todo, de propiciar la reactivación de la economía. Y veremos también qué hacen entre tanto los otros países. Porque se tienen ciertas esperanzas puestas en la activación del mercado mundial. Pero no hay que olvidar que mientras aquí forcejeamos penosamente con nuestras dificultades, hay otros países en el mundo que siguen existiendo, trabajando y ajustándose a la situación con una energía, una eficiencia y un ritmo muy superiores a los nuestros.
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