¿Dónde está Calvo Sotelo?
En la tierra, Leopoldo Calvo Sotelo tocaba al piano bellas melodías con jersei de pico y tenía un gran concepto de España. Muchos aún recuerdan aquella mirada inexpresiva, de ídolo filipino, cuyo enigma sólo era un pequeño desprecio por los demás, pero él amaba a la patria en secreto, con una pasión de consejero delegado, y de noche, en la soledad del poder, interpretaba para ella una pieza de Beethoven. España venía a ser como la Unión de Explosivos de Río Tinto que hubiera ampliado el capital hasta rozar la filosofía. El Gobierno de una nación no era sino un consejo de administración en la cumbre sobre un mar de filiales. Desde arriba uno podía vislumbrar el horizonte de esta sociedad anónima y emitir las órdenes oportunas. Por otra parte, Leopoldo Calvo Sotelo daba la sensación de que no había hecho otra cosa en su vida. Tal vez en el momento del bautismo alguien le bajó el pañal y le estampó en una tierna nalguita el sello del Banco Urquijo. Venía de una familia de patriotas de sangre caliente. No obstante, él salió frío y con una cabeza de alta frente relativa.A pesar de todo, este hombre había sido un niño. Incluso nació en Madrid, el 14 de abril de 1926, cuando el tío José, luego convertido en protomártir, era ministro de Hacienda con Primo de Rivera. Entonces los señores de verdad veraneaban tres meses. El padre de Leopoldo, letrado del Consejo de Estado, y la madre, una Bustelo sin más, pasaban las vacaciones en Ribadeo, lugar de origen, en una casa solariega del barrio de Guimarán, y se bañaban en la playa de San Miguel de Reinante; ellas con traje de avispa y ellos con un calzón hasta el peroné, que al cabo de los años aquel infante haría famoso.
-¿Quién quiere ganarse un real?
-¡¡¡Yo!!! -gritaba al unísono aquella parentela.
-Para eso hay que realizar una gran hazaña.
-¿Cuál?
-Hacer reír a este crío.
-¿Valen las cosquillas?
-Vale todo con tal de que Dios nos conceda ese milagro.
Fue un chico estudioso
Nadie recuerda que el pequeño Leopoldo sonriera jamás aun en días de fiesta, y si alguien lo sabe, tiene que estar muerto. Los santos de la antigüedad dejaban de mamar los viernes para dar una señal al vecindario. Leopoldo Calvo Sotelo, en la edad más temprana, puso el ceño a media asta y ya no lo izó nunca. De esta forma, parientes y allegados entendieron que la criatura estaba reservada por el destino para una cosa tan seria como la propia expresión de su cara. Existe un álbum de fotos de aquel paraje de la infancia y en él se ve a un niño de ojos redondos con toda la ley de la gravedad cayéndole en la vertical del cráneo. No llevaba todavía gafas de ejecutivo, pero había iniciado los estudios de bachillerato en tierras de Lugo a causa de la guerra, y allí descubrió que su apellido se iba convirtiendo en algo sagrado por toda la zona, hasta el punto que hubiera podido aprobar cualquier asignatura sin abrir un libro. Durante su niñez republicana, mientras Estrellita Castro cantaba Mi jaca, tal vez había oído por una radio de capillita los ardientes gritos del tío José, y después, en un atardecer de julio de 1936, alguno le diría con un pañuelo en la boca que aquel héroe había sido asesinado por los enemigos de España. Leopoldo fue un chico estudioso y distante, de pasiones congeladas. No necesitó tener un mártir en el armario para calzarse las matemáticas, cosa que no pueden decir todos.
De hecho, al terminar la guerra civil, el adolescente Leopoldo Calvo Sotelo regresó a Madrid con medio bachiller, trayendo como equipaje su nombre de plaza, de avenida, de monumento o de grupo de viviendas protegidas, y contempló con naturalidad que desde los generales hasta los bedeles sonreían y doblaban la bisagra ante él. Entre cánticos, Franco pasaba la garlopa sobre el personal no adicto, y con un poco de labia patriótica, sin saber trigonometría, era fácil abrirse paso en un imperio de cartón piedra. Calvo Sotelo, ya con la bandera en la. frente, concluyó los estudios secundarios en el instituto Cervantes e ingresó en la Escuela de Ingenieros de Caminos, se hizo leveme1nte monárquico de la rama de Satrústegui, sacó el título con el número uno de la. promoción y a renglón seguido no dijo nada, pero fue a lo suyo haciendo zapa por debajo de la verborrea del momento. Durante la carrera algunos problemas del SEU le habían llevado al despacho de Ibáñez Martín, ministro de Educación Nacional, cabeza de puente del Opus Dei. El joven aprovechó el viaje. Puso cara de pascua, esto es, alegró una parte ínfima de la comisura y exclamó sin tragar saliva:
-Yaque estoy aquí, me gustaría que supiera algo.
-Dígame,Leopoldo.
-Quiero casarme con su hija.
-¿Ella le quiere? parece.
-¿Cómo lo sabe? ha dejado que le saque una mota del ojo.
va ya sin bridas. Suya es.
Se acostumbró a mandar
Eran aquellos tiempos en que cualquier clase de cemento, código, negocio de tapones de corcho, sociedad de amigos de la capa o compañía de petróleo conducía directamente a Dios y más aún si uno se había apuntado a la Asociación Nacional Católica de: Propagandistas. Calvo Sotelo estaba allí y el Señor quería llevarlo a la perfección por el camino de la empresa privada. Por su lado, él había dado muestras de talento en este sentido. A los 15 años había desempeñado el cargo de corrector de pruebas en la Cámara Oficial del Libro, con un sueldo de 25 pesetas, y en la época de estudiante había trabajado en el servicio de estudios del Banco Urquijo, sobre cuyas alfombras iba a establecer su residencia en la tierra. Ahora ya era ingeniero de caminos, canales y puertos, de modo que bien podía dirigir una cosa de química. El Banco Urquijo era entonces el primer reducto para gente fina. En un cofre blindado guardaban a Zubiri, que una vez al año salía, montaba en una tarima, hacía unas divagaciones profundas acerca de nada frente a un público de damas de buena sociedad y luego un ujier lo volvía a encerrar en ¡a caja del tesoro. De ahí partió Calvo Solelo con traje gris marengo a la conquista de los molinos de viento. De Perlofil, SA, a los Explosivos de Río Tinto, de la Seda de Barcelona a Renfe, de Sadiga a Ferrovial, y en la cúspide de estas empresas se acostumbró a mandar, a suspender pagos, a pactar, a fundir, a quebrar, a comprar, a despedir, a vender, a ganar y a coger el teléfono humildemente cuando llamaba el amo absoluto. A cierta edad Calvo Sotelo se hallaba en la mejor situación para comprender este principio básico: la política es sólo la parte visible de unos intereses y los líderes son bólidos o esferas sin luz propia que sólo brillan iluminados por un astro lejano, generalmente oculto en un despacho de caoba. La política tiene un lado dicharachero, rebosante de brazadas fenomenológicas y párrafos estentóreos, que en los casos sublimes llegan a alcanzar la máxima categoría del flato. Pero deba o del gran altercado público hay seres que saben la raíz cuadrada de las cosas, cuyo prestigio se deriva del libro de entradas y salidas. Calvo Sotelo pertenecía a esta clase de gente. Había sido procurador en Cortes por el tercio sindical, sector químico, y al morir Franco había llegado a ministro de Comercio. Incluso antes había hecho algunas tibias escaramuzas de oposición al régimen, más que nada para poderse mirar al espejo mientras se afeitaba. Con otros compañeros de la cuerda fundó una asociación política con objeto de rascarse el prurito. Se llamó Unión Española, aunque no de explosivos, que hubiera sido demasiado evidente.
-Hay que acabar con esta situación.
-No se me ocurre nada.
-¿Y si escribiéramos un artículo en el Ya?
-Tendría que ser algo muy duro.
-¿Por ejemplo?
-Un ensayo sobre el sufragio universal en Dinamarca.
-Vale, Pero que no se te vea la oreja.
Aquel grupo de cristianos demócratas enmascarados escribían soterradas endechas a la libertad bien entendida en los periódicos, y, cuando las compuertas se abrieron, Calvo Sotelo entró con toda la avalancha en UCD. Avezado a componer sociedades anónimas o empresas en comandita, hizo un buen trabajo en la sombra para que fraguara semejante conglomerado. Después de repartir las acciones de este capital, se constituyó al lado de Adolfo Suárez en la parte oscura y financiera de su política. El chico de Cebreros tenía olfato, pero era un desclasado capaz de hacer cualquier barrabasada. En cambio, Leopoldo Calvo Sotelo, parecía gozar de la confianza del poder real. Se entendía que gracias a él Adolfo Suárez había conseguido una línea de descuento en los bancos y la gente tomaba su talante grave, aquella cara de dividendo pasivo, como un signo de solidez fiducidaria. Era culto, irónico, ligeramente mordaz y si bien había dejado un ligero rastro de quiebras a su paso por las empresas, cosa que en este país aún da categoría, su garantía se apoyaba en el silencio de la boca, en aquella mirada hermética de cuarterón oriental, cuyo enigma tal vez no ocultaba nada.
Cuando la política de Adolfo Suárez había entrado en el terreno de la aventura personal y los barones de UCD iniciaron un degüello entre sí, Calvo Sotelo logré un alto el fuego y se hizo investir presidente del Gobierno. Había terminado la transición. Por fin había un verdadero señor sentado en el sillón de mando con los pies en la tierra verdadera, es decir, sobre una partida de pérdidas y ganancias. Pero aquella misma tarde entraron los ladrones de ganado en el Congreso de los Diputados y le obligaron a poner la cabeza en la alfombra. No obstante, pasado el peligro, todo el mundo pudo comprobar que el nuevo mandatario hablaba fluidamente, con una sorna moderna desde la tribuna, aunque no lograba quitarse el miedo de encima. Había llegado el momento de ser prácticos, europeos, razonables y comedidos. Y en eso consistió el asunto. Calvo Sotelo se limitó a tentarse la ropa y a correr lentamente toda la sardina hacia la gran derecha con una cara de aburrimiento feroz.
Por medio de las revistas del corazón el público se enteró dé que tenía un presidente del Gobierno que tocaba el piano a la luz de la luna, que llevaba unos calzones hasta la tibia a la hora del baño y que navegaba en un bote de remos en la ría gallega de su infancia. Pero nadie supo cómo partió en dirección al limbo. Ésta es la última versión. Calvo Sotelo estaba sentado en la cabecera del banco azul y de pronto se convirtió en un globo sonda. Sin soltar una palabra se liberó de la amarra y comenzó a flotar en el espacio. Por allí anda.
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