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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La batalla de 'Don Carlo'

EL CONSEJO de Administración del Patrimonio Nacional despejó hacia el Gobierno el balón de plomo de la representación y filmación de la ópera Don Carlo, de Verdi, desentendiéndose, así, de su propio escándalo. La primera vez que se trató este asunto se decidió por unanimidad prohibirla porque la obra -basada en el drama de Schiller- "revive la España negra". Esta segunda vez hubo empate. Parece que una cosa cs votar con indi5erencia e inmunidad sobre una cuestión cuya trascendencia no se adivina, y otra bien distinta es hacerlo cuando ya se ha advertido la condición pública del asunto y se ha visto el abismo del ridículo y, lo que es peor, de la función de censura; es decir, cuando los propios consejeros adoptan la postura de la España negra. La conciencia se afina mucho cuando es pública y notoria.Para entenderse habrá que explicar que una cosa es la leyenda negra y otra la ópera de Verdi. La leyenda negra formó parte de una guerra de religiones, del amplísimo tema de la Reforma y la Contrarreforma. Muchos intelectuales e historiadores españoles han lamentado con razón que la Reforma, y después el pensamiento enciclopedista y la revolución industrial, no penetraran a su tiempo en nuestro país. Pero no se trata de hacer un ejercicio de autoflagelación nacional. La historia de Europa durante la edad moderna, desde el siglo XVI al siglo XVIII, está llena de horrores en todos sus confines. Lóbregas son las imágenes de la leyenda negra española pero también son lóbregas muchas estampas de la Inglaterra del hacha afilada en la torre de Londres y de otras sociedades europeas durante la etapa absolutista. Los lectores de Hobbes pueden, hoy todavía, darse cuenta de que el espectro de la guerra civil y de la barbarie entre hermanos no es un patrimonio genético de los españoles. Sólo que Gran Bretaña se lava de su pasado porque no se le ocurre prohibir Anna Bolena ni María Stuarda, de Donizetti, y, desde luego, entroniza toda la serie histórica de Shakespeare sobre sus reyes anormales, vesánicos y asesinos.

Cuando Schiller escribió Don Carlo le importaba relativamente poco la leyenda negra española, los errores históricos en los que caía o la pintura -obviamente inexacta -de sus personajes y escenarios. Utilizaba sólo una metáfora literaria y política frente al despotismo de su época y lugar y contra cualquier despotismo en general. Cuando Verdi y sus libretistas realizan una versión libre de la obra Schiller, están operando en la misma lucha. El enfrentamiento entre el marqués de Posa y Felípe II es globalmente una lucha entre la libertad, la libre disposición de los hombres y su propio albedrío, frente a la tiranía. Durante los años de implantación de las libertades en Europa, esa metáfora se ha utilizado abundantemente.

Esta misma explicación parece innecesaria ante el simple hecho de que Don Carlo es una obra de arte unánimemente admitida en el mundo, y que la prohibición de representarla y rodarla en El Escorial se emparenta, se quiera o no, con la censura más cerrada. Carece de sentido en la España de hoy, donde cualquier revisión de Felipe II y del desgraciado episodio de su hijo tendría excelentes historiadores a su alcance. Independientemente, desde luego, del resultado artístico de la empresa, a la que el aval de Zefirelli, Bernstein, José Carreras y la Scala de Milán no garantiza el logro final pero crea una presunción favorable.

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Parece afortunado que el Patrimonio se desprenda de algo que nunca comprendió y se lo pase a un Gobierno que, por principios, no puede vacilar en la autorización, aunque resulte desmedido y casi ridículo que este trivial incidente se haya convertido en un tema de Estado. Pero el Gobierno, que con tanto entusiasmo ha enviado a París Luces de Bohemia, de Ramón del Valle-Inclán, en el que se pinta con toda crueldad la España esperpéntica de una época mucho más reciente, y precisamente para abominar de ella, no debería tener prejuicios a la hora de autorizar Don Carlo. Sin que por ello sea estrictamente necesario que dimitan, como parece que debieran hacerlo, algunos de los consejeros del Patrimonio.

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