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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte de un cronopio

UNA CONCIENCIA de nuestro tiempo: debajo de un juego con la palabra, con las secuencias de la narración espejeantes hasta el infinito, había en Julio Cortázar una adhesión profunda al organismo de nuestras sociedades, a lo que él llamaba el Pantocrátor de Occidente. Hijo de la primera guerra mundial (Bruselas, 1914), exiliado casi permanente, su propio compromiso era, como intelectual, el del individuo. En el libro que sale a la calle en España en estos momentos acerca de Nicaragua (algunos de sus capítulos son artículos publicados en EL PAIS) opta por la revolución sandinista, mientras en tiende y afirma la posición de otros escritores de su amplia raza americana-europea -Octavio Paz, Vargas Llosa- sobre la imposibilidad de aceptar las actuaciones soviéticas en Polonia y en Afganistán, pero entiende que Nicaragua es otra cosa y que se inscribe bajo el viejo lema de Baudelaire de que hay que cambiar la vida, y hay que cambiar el aliento, la esperanza, la razón. Ésta era su conciencia, afirmada ya desde su visita a Cuba de 1963, desde donde lanzó un manifiesto en el que invitaba a los cronopios del mundo americano a alzarse, a levantarse. Cronopios: una palabra de su abundante cosecha, de su prosa creciente, que saltaba por encima de todos los vocabularios. En París, huido de la dictadura peronista, escribió sus Historias de cronopios y de famas, y la palabra cronopios fue adoptada por la inteligencia argentina -oprimida- como sinónimo de la lucha de una vanguardia imaginativa, inventiva, revolucionaria en el sentido más intelectual de la palabra, contra las potencias ciegas de la violencia del orden. El orden como violencia y opresión fue uno de los temas de su vida: y se te vio alzado contra él en la tribuna del tribunal Russell para juzgar los nuevos crímenes de guerra. Frente al Vietnam en aquel caso, frente a los tanques del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia y a los de la URSS en Kabul, frente a la opresión de Polonia, Cortázar siempre tuvo la pluma libre y la palabra dispuesta, y el esfuerzo no coartado ni por los años ni por la enfermedad.Sean cuales sean sus aciertos o sus errores humanos al estar continuamente en guardia frente a las sociedades devoradoras, su valor ha sido el del testigo, y su decisión permanente, la de arrancarse a la delicia de una prosa y de una invención en la que estaban siempre presentes los temas de su tiempo -desde el jazz y el boxeo al cine- para participar, para comprometerse, para actuar sin ninguna reserva y sin ningún miedo. "No estoy aquí donde me hablo", decía en uno de sus primeros poemas -aquel en que se proclamaba "Hermano de mí mismo"- porque su vida se dislocaba por el mundo donde se sufría, donde se torturaba o donde se mataba y se moría. Alentaba la esperanza, la calentaba "encendiendo un fósforo" para que, a su luz, pudieran contemplar ella y él -esperanza y esperanzado- sus rostros. "Creíamos el uno en el otro. Ves, no se debe. Estira tus manitas frías, esperanza. Nada que hacer, el fósforo se apaga". Pero Julio Cortázar veía de pronto otro rostro, otra advocación, otra virginidad de la esperanza: podrá él mismo en estos meses, en este año, encender otra vez su fósforo breve y contemplarla en Nicaragua. La extinción del fósforo de su vida, a punto de los 70 años, deja la iluminación larga de una obra en la que hay una entera metafísica propia del mundo que le tocó vivir. Una obra abierta, para la crítica literaria o para la enemistad política, pero, indudablemente, una de las obras más completas de un escritor de este siglo en lengua castellana.

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