El amor y la sociopsicobiología
Como es bien sabido, existen muchos niveles y maneras de referirse al amor: cósmica fuerza reguladora del universo, inefable éxtasis en comunión con la divinidad, principio de atracción entre los seres humanos, sentimiento sublime e inmaculado -"no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes", confiesa Don Quijote a los Duques-, pasión arrebatadora que fatalmente conduce a la muerte o la destrucción. Sin olvidar el doméstico -y resignado- concepto eclesiástico de generosa y comprensiva donación al cónyuge o las fórmulas decididamente idiotas del tipo "amar es no tener que decir lo siento".Por lo demás, hay que reconocer que, todavía, quienes más saben de estas cosas -y a la vez responsables de la polisemia del término- son los fabuladores -poetas, novelistas, cineastasy no los científicos de la conducta. Sino que éstos, desoyendo algunos gritos de alarma -¿pero acaso el termómetro ha acabado con la fiebre?-, no descansan desde hace pocos años en meter el amor en las computadoras. Pues las ciencias del comportamiento, sin entrar ahora en las razones, han llegado recientemente al tema; de'esta suerte, nos encontramos con una notable escasez de conocimientos, a lo que habría que añadir, por decirlo todo, su -por ahora- generalmente incierta fundamentación.
Así, entre frecuentes broncas, antropólogos, sociobiólogos, etcétera, debaten las innegables funciones ideológicas y adaptativas -y no sólo reproductorasque el amor-sexo ha cumplido en el proceso de hominización (atenuación de la agresividad, legitimación de la transmisión de la propiedad, etcétera). Por su parte, los estudios sociopsicológicos, asimismo incorporados tardíamente al análisis científico del amor, han desarrollado sus investigaciones tomando en cuenta, como es preceptivo, tanto los factores socioculturales como los específicamente individuales. Y es en este nivel de consideración en el que ha de entenderse todo cuanto sigue a continuación.
Desde un punto de vista sociológico, el amor, sin detenerse ahora en contradistinciones, es, mayoritariamente, el argumento socialmente aceptado para contraer matrimonio. Esto, como todo el mundo sabe, no ha sido siempre así, y entreotros problemas, muy ilustres antropólogos discuten acerca de la existencia del amor romántico en las culturas primitivas. Sea como fuere, lo que parece cierto es que esa rareza occidental continúa vigente, tanto en los campus universitarios yanquis como en los koljoses soviéticos -en una encuesta, hasta un 77,5% de los entrevistados confesó estar enamorado como motivo para su matrimonio-, y, según algunas noticias, también en las comunas de la República Popular China (pero no sólo eso: el amor es cláusula atenuante -plasmada jurídicamente incluso- para determinadas conductas socialmente censurables o abiertamente punibles como el crimen pasional). En términos funcionales, cabría reformular para nuestras circunstancias las hipótesis ya aventuradas respecto a otras culturas distintas: habiendo llegado a ser innecesaria la interdependencia económica de la pareja -y liberada ésta de la tutela directa del parentesco-, el amor sería el motivo sustituto que la mantendríaunida en ausencia de otras Más urgentes necesidades materiales.
Como quiera que sea, y frente a toda la ilusión de libertad -y no sé si de dignidad también-, hay que decir inmediatamente que, sociológicamente hablando, no se puede afirmar sin más pruebas aquello de que el amor es ciego y no conoce barreras, etcétera. Sin recaer en determinismos simplistas, es indudable la existencia de unos procesos sociales, de los que probablemente no son conscientes en su totalidad muchos protagonistas, que condicionan y restringen en gran medida el universo de elecciones posibles. Se trata, por cierto, de un fenómeno general en todos los sistemas sociales, variando los filtros desde la concertación de matrimonios infantiles hasta la gradual severidad en las sanciones sobre las relaciones entre las personas socialmente disimilares -por religión, clase, edad, etcétera.
Así las cosas, es generalmente aceptado que el enamoramiento se rige por reglas de intercambio. Las personas eligen a otras con las que, en términos probabilísticos, tienen mayor oportunidad de interactuar por estar presentes en su entorno habitual, con aproximado estado social, educación, etcétera. Asimismo, y como cristalización comportamental del sistema de valores -la sociobiología habla de ventajas adaptativas-, los individuos intercambian en el mercado del amor sus propios recursos -en la mujer valen más, aún, las acciones de la belleza fisica, y en el hombre, poder, estado o inteligencia-. En cualquier caso, el problema de la elección es relativamente nuevo, sobre todo para las féminas. Pues hasta tiempos no muy lejanos (?) el señor ha celebrado su banquete al acorde de las mejores voces de sus congéneres, en tanto la potencial esposa-madre aguardaba, obediente, e incluso jubilosa, su ración de pastel. Siendo discutible la vigencia de este estado de cosas, no dejan de resultar preocupantes, a la vez que sintomáticos, los resultados de algunos estudios -de dificil generalización por otra parte- que evidencian antes del matrimonio un mayor grado de enamoramiento en los varones que en las hembras, invirtiéndose tras la boda esta relación. Probablemente operan en la mujer procesos de reducción de disonancia u otros derivados de la ley psicológica del refuerzo; se acostumbran a conceptuar el amor como causa -variable dependiente en la jerga del oficio-, cuando también puede ser efecto. Quiero decir que, a través de una convivencia satisfactoria, alguien no inicialmente enamorado en el sentido convencional del término, puede llegar a experimentar, tras sucesivas recompensas, tan divino trance.
El amor frívolo
Viniendo a su momento subjetivo, digamos que el concierto entre el cerebro y el ambiente -con sus concomitantes variaciones de personalidad- constituye la basa sustentadora de la común evidencia, ya apuntada al comienzo -y formalizada en múltiples investigaciones- de que el amor no significa, ni ha significado, lo mismo para todos los mortales. Aunque con movedizos apoyos, diversos estudios han llegado a distinguir hasta cerca de una docena de peculiares estilos de amar, estilos que han de ser entendidos, claro está, al weberiano modo, como tipos ideales, sin existencia actual pura en la realidad. Con la brevedad que las circunstancias demandan, y simplificando un tanto las cosas, hay, por ejemplo, un estilo amatorio lúdico, epidérmico, no monógamo, que encuentra sus raíces en la conceptualización del amor como frivolidad o simple diversión. En el que, conscientes los jugadores de su brevedad, se fingen sentimientos en complicidad, sin que exista obsesión por los celos o angustia ante la incompatibilidad sexual; hasta que, siguiendo los consejos de Ovidio, uno abandona el juego antes de que la compañía del amado llegue a ser insoportable. Amor éste diferente de aquel otro, indistinguible a veces, de la amistad entre personas relajadas, de antiguo conocidas, indiferentes a la aparición de todo posible príncipe azul -o mujer fatal-, convencidas firmemente del "hasta que la muerte os separe", con escasos conflictos y más o menos rutinariamente gratificados en sus normales necesidades sexuales. Diferente asimismo del amor pragmático, utilitario, que trueca estado por belleza o seguridad por fidelidad y en el que los celos, si aparecen, encubren la violación de un trato o lesionan intereses invertidos. Hay que puntualizar que, contra lo que pudiera pensarse, algunos datos empíricos disponibles permiten vaticinar la relativa solidez de este tipo de relación -así funcionan muchos matrimonios por computadora-, ya que los estudios sobre satisfacción matrimonial revelan que la equivalencia y/o complementariedad en ciertas características fundamentales de la pareja es un importante factor de estabilidad. Como, en fin, hay un estilo maniaco, habitualmente exaltado por los artistas, de aquellos invadidos por una obsesiva -aunque felizmente efímera- pasión devoradora, en sempiterna lucha contra algo, menesteroso de la constante presencia física del otro, exclusivo, cuajando a veces en un estado mental de "imbecilidad transitoria" (Ortega) y nutriéndose vicariamente otras de las desventuras de Tristán, Melibea, Elvira Madigan o Simplemente María, según los casos.
Lamentablemente, no se sabe aún -al menos yo lo ignoro qué relación sistemática pueda haber entre estos estilos -u otros existentes o que en el futuro se establezcan sobre más ciertos fundamentos- y otras variables como la edad -no parece que la senectud sea propicia para los amores lúdicos-, sexo o situación económica -¿piensa alguien que el desempleo favorece los arrebatos románticos?
La idealización romántica
Sin embargo, algo hay, ya que la investigación sociopsicológica ha conseguido algunos hallazgos de cierto interés, aunque, insisto otra vez, de problemática generalización. Así, por ejemplo, una serie de estudios realízados en distintos países, en los que el amor romántico es el motivo declarado para el matrimonio, ha vinculado estrechamente tal síndrome con la activación sexual de las personas. De esta manera, el deseo sexual aparece como la base en la que se apoya la superestructura sentimental. En síntesis, la teoría sostiene que existirá amor romántico siempre que las personas se activen intensamente desde el punto de vista fisiológico y que ciertas claves ambientales -situacionales- indiquen que ese amor apasionado es la etiqueta apropiada para sus ardientes ernociones. Deseo sexual y, por tanto, gobernado por las leyes de la psicobiología. Para decirlo pronto, cabe pronosticar que, saciado el soporte biológico del anhelo, gradualmente se extinguirá el sentimiento concomitante. (Por cierto que hay que reconocer, corno ya Freud anticipó magistralmente con otras palabras, esto mismo en sus reflexiones sobre: la idealización romántica.)
Los hechos tienen un antecedente en dos estudios etológicos, y creo que son conocidos: desde hace algunos años, y de forma regular, se ha venido observando cómo los animales machos -ratas, monos, toros, macacos, búfalos, gatos, etcétera- se desinteresan de la hembra tras la cópula. Ahora bien, si se les presenta una nueva pareja, se activan de nuevo sexualmente, consumando la relación.
Sin poder detenerse en pormenorizar los mecanismos psicofisiológicos subyacentes al fenómeno, la pregunta inevitable es si existe algo análogo u homólogo en la especie humana. La respuesta, desde luego, no es categórica, aunque se cuenta con algunos -pocos- datos significativos: hay evidencia de una relación directa entre activación sexual y romanticismo -operativamente medido- y, al revés, relación inversa entre descenso de activación -satisfacción genital- y sentimiento romántico. Más concretamente: aquellas parejas que mantienen relaciones sexuales antes del matrimonio puntúan menos en escalas de romanticismo que aquellas otras que se comportan más castamente.
Y en otra investigación en que se administraron escalas de atracción y amor a parejas que llevaban casadas desde pocos meses a 20 años, se halló que la puntuación en enamoramiento era inversa al tiempo de matrimonio; circunstancia que no acontecía con el cariño, que se mantenía estable, sin afectarle el paso del tiempo. Y, en fin, como en el informe Kinsey, otras encuestas más recientes han venido a mostrar, más o menos fiablemente, cómo el paso del tiempo hace disminuir la atracción sexual hacia el cónyuge.
Monogamia sucesiva
La interpretación de estos datos es, sin duda, enormemente controvertible. Así, por ejemplo, alguien podía pensar que los hechos narrados conducen a contemplar seriamente la hipótesis -sobremanera disfuncional por cierto- de que, en un sentido, ese estado natural del varón -y ¿por qué no? probablemente de la mujer también, a pesar de los "óvulos caros" de los sociobiólogos- es el de sucesiva monogamia, por lo menos. Pero mejor es no adentrarse en peligrosas disquisiciones: este artículo intenta ser progresista pero en modo alguno subversivo.
Lo cierto es que, habida cuenta de que las ciencias sociales no se distinguen precisamente por la exactitud de sus predicciones, no es fácil saber qué porvenir le aguarda en el futuro al amor y a sus diferentes variedades. Hay, al menos, dos ideas esperanzadoras: nuestra sociedad, aparte su mercantil manipulación del amor para incentivar el consumo, aún condensa, algo vergonzantemente, en efemérides -Día de la Bicicleta, del Medio Ambiente, del Trabajo, de San Valentín- lo que debiera ser quehacer o sentimiento habituales en todos sus individuos. Y -esperémoslo- no deja de ser alentador pensar que ningún Winston y Julia orwellanos -la cita, aunque tópica, no deja de ser oportuna- expían hoy su pecado en algún sombrío ministerio del amor.
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