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Tribuna
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Una guerra de otro tiempo

Desde hace años en Líbano no queda otra autoridad que la que cada hombre o grupúsculo -el Estado libanés actual de los Gemayel es, a su manera, un grupúsculo más- puede imponer con sus armas. Todos los días se mata y se asesina en nombre de Dios, de Alá, de Jomeini, de Hafez el Assad, de Gadafi, de la patria palestina perdida, de Israel. Beirut y el país entero viven sumergidos en un inmenso caos que no tiene nada en común con la aparente coherencia que sugiere el hablar de milicias cristianas, milicias drusas, milicias chiitas o del Ejército libanés, que, a fin de cuentas, constituye la milicia más grande y absurda de todas.Los beligerantes, que son todos, han concluido miles de alto el fuego, que nadie, obviamente, ha respetado porque el entendimiento momentáneo que pudiera obligar a dos o tres facciones no vincula a las 20 o 30 taifas restantes.

Más de una docena de reuniones, que han llevado el pretencioso título de conferencias de reconciliación nacional, han fracasado porque ya no existe una nación única y ésta sólo sobrevive en lo que cada grupo, cada milicia o cada confesión religiosa entiende por ella.

Librados hoy día a sí mismos, los libaneses llevan en sus mentes proyectos tan diferentes de lo que debe ser Líbano que ni siquiera la idea del reparto confesional del territorio -10.000 kilómetros cuadrados, como las provincias de Oviedo, Valencia Navarra o Zamora, por separado-, apuntada desde 1976, parece ya practicable.

País de aluvión

La plétora de hechos cotidianos y la importancia que el resto del mundo les atribuye, no por Líbano en sí, sino por la importancia que la solución del conflicto libanés tiene para el futuro de una zona de la cual depende la estabilidad económica de Occidente, ha terminado por convertir en superfluo el porqué de esos enfrentamientos cruentos. Ha dejado de interesar por qué subsiste en 1984 y desde hace ya una década una guerra que es de otro tiempo, y sólo preocupan sus circunstancias.

Desde su formación, hace más de un siglo, Líbano ha sido un país de aluvión, de pueblos con culturas y confesiones religiosas diferentes reunidos por azares de la historia en un espacio geográfico concreto. La existencia de Líbano siempre la tuvo que garantizar alguien ajeno: primero, Francia, en tanto que potencia mandataria, y luego Occidente y los árabes, que coincidieron en la necesidad de que Líbano exista.

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La creencia de Siria de que Líbano es una amputación de la gran Siria precolonial, y las afinidades- de los países árabes, de las corrientes ideológicas o religiosas medio orientales con una u otra confesión religiosa libanesa -sunitas, chiitas, drusos, etcétera-, llevó a todos ellos a arrogarse una especie de derecho de pernada sobre los asuntos internos libaneses que, en verdad, nunca pudieron tratar los libaneses por sí solos y sin interferencias.

Cada país árabe, ofendido por la implantación de Israel en la región, lamentablemente ligada a la dominación colonial, tuvo su propia idea de cómo "echar a los judíos al mar". Cuarenta años después, es Israel la que ha echado a los palestinos al desierto árabe. En 1947, en 1956, en 1967 y en 1973, y en cada guerra árabe-israelí, Israel logró arrancar un trozo más de tierra. Los verdaderos afectados, los palestinos, se refugiaron en los países árabes circundantes, con las llaves de sus casas en los bolsillos, confiando en promesas y baladronadas.

Aparte de la diáspora palestina causada por Israel, son países árabes como Jordania o Siria, entre otros, los que han asestado los golpes más duros a los palestinos que, a partir de 1970, se refugiaron en Líbano, el país más dispar y menos integrado de toda la región, pero el más estable de todos ellos gracias a una concepción más dinámica, modernista y abierta de la vida, y a una formidable bonanza económica.

La llegada de más de 400.000 palestinos a Líbano, bien armados pero atomizados en numerosos grupos guerrilleros, y mejor preparados intelectualmente que los demás árabes fue con todos los respetos y el apoyo que merece la causa de quienes han perdido su patria, el último detonador de la explosión de un país que ya había estallado otras veces y que no necesitaba mucho para saltar de nuevo.

Criterios confesionales

Desde siempre, el poder en Líbano, Estado confesional, estuvo dividido hasta niveles ínfimos sobre la base de criterios confesionales. Un censo francés de 1938, según el cual los cristianos eran mayoría, seguidos por sunitas, chiitas y drusos, sirvió y servía, hasta el estallido, de base numérico-confesional para el reparto del apetitoso pastel que siempre fue el control del Estado y del poder político en Beirut, que los cristianos delectaban con voracidad leonina.

El diferente crecimiento demográfico de las comunidades libanesas desmintió pronto aquel censo de 1938, y cuando la guerra civil estalla en 1973 o 1975, los chiitas pretendían, con razón, que constituían la mayoría de la población, seguidos de sunitas, maronitas y drusos, y, en consecuencia, los musulmanes preconizaban otro reparto del poder. Los cristianos de Líbano fueron incapaces de renunciar al más mínimo privilegio en aras del entendimiento comunitario y rechazaron siempre la exigencia de celebrar un -nuevo censo de población que, al precio de alguna que otra guerra civil, reclamaban las otras comunidades desde los años cuarenta.

Las confesiones más relegadas encontraron pronto en la fuerza armada de los palestinos la primera oportunidad de la historia de imponerse. Los palestinos no supieron, tal vez no pudieron, resistir a la tentación de la alianza que los ofrecían quienes ellos consideraban aliados naturales.

La política de todo o nada de la mayoría de los Estados árabes y de los propios palestinos, combinada con los propios problemas internos libaneses, es la que ha llevado a que, a fin de cuentas, hoy algunos, los más moderados, como Yasser Arafat por los palestinos o Egipto entre los árabes, intenten salvar algo de ese todo que se pierde definitivamente poco a poco. En definitiva, todos olvidaron aquello que a mediados de este siglo escribía el gran periodista egipcio Ahmed Baha Eddin: "Para que Palestina exista tiene que haber primero algo, algún territorio, alguna entidad, que lleve el nombre de Palestina". Palestina no sobrevivirá si no se crea esa entidad que lleve el nombre de Palestina, de la misma manera que Líbano desaparecerá como país si no se desarma a todos los que viven en su territorio y alguien ajeno garantiza su existencia.

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