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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Soliloquio machista-leninista

Cavilar -y hablar y escribir- sobre el feminismo suele ser tarea arriesgada y con muy escasos premios y compensaciones. El feminismo, como compromiso en contra de una más de las cotidianas opresiones, resulta atrayente e incluso digno de loa, pero en pocos trances se limita a tan moderados y próximos objetivos. Por el contrario, el feminismo considerado como bandera de agresivos marimachos dispuestos a hacer pagar a los demás el alto precio de sus propias frustraciones sexuales es algo digno de la lástima y también del zurriago. Lo cierto es que tampoco en más allá de muy contadas ocasiones se puede reducir el problema a tan cómoda caricatura. Entre uno y otro extremo, la causa feminista ha venido sufriendo bandazos considerables y que dieron pie, con harta frecuencia, a la boutade.

A menudo he proclamado, ante la altivez aupada en el ingenuo desafío de alguna fan un tanto descontrolada, que soy machista-leninista, paradójica fórmula de radicalismo ordenado y poco proclive a dar pábulo a las causas anarquizantes. Los machista-leninistas estamos convencidos de que sólo mediante el orden y el progreso, que son motes con regusto a un positivismo añejo y quizá no poco pasado de moda, podría despojarse el feminismo untado de tentación lésbica de sus razones superficiales.

La liberación de la mujer (póngase entre comillas si se desea), en tendida de esta forma, no sería jamás una liberación que la apartare del hombre, y para mí tengo que la biología podrá brindamos muy sólidas razones para justificar tal supuesto.

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Pero la ley del péndulo que nos rige impone hoy una curiosa forma de ver el feminismo como empresa heroica en la que todo aquello que tenga relación con el hombre resulta descalificado de oficio y sin posible apelación Hombre y demonio (afortunadamente, no hay demonias) son una misma esencia manifestada en la persecución de lo feminista, aunque no de cierto de lo femenino. A veces, el grito de guerra alcanza cotas de verdadero y brillante virtuosismo. Una teóloga protestante y más bien madurita (calificativos ambos que no responden a mi voluntad machista, sino a la mera crudeza empírica) ha publicado un libro en el que, según parece, queda demostrado que Eva no fue sino la víctima primigenia del machismo, ya que los hombres leyeron la Biblia buscando herir para siempre la condición femenina y se inventaron la tentación, la manzana y el pecado original. Siempre he sostenido que la investigación científica conduce al hallazgo de trascendentes descubrimientos, y, al parecer, estamos ante uno de ellos.

Las feministas radicales pueden estar de enhorabuena. Antes nutrían sus filas de abogadas laboralistas, licenciadas en Medicina y personal vario, aunque siempre escorado hacia el mundo de lo pragmático y jamás demasiado atento a los valores espirituales. Lo más que se despachaba en ese movedizo terreno era la poetisa de bozo fértil y lamentable tendencia a liar pitillos de picadura. La novedad de una teóloga -y además hereje- justifica el voltear las campanas a rebato. Pero lo cortés, según se nos predica, no debe olvidarse en Pasa a la página 14 Viene de la página 13 el trastero donde se muda las bragas el valiente, y ni siquiera las credenciales del doctorado en teodicea tienen por qué desviar nuestra atención de lo que la venerable dama luterana nos está diciendo.

En la época en que la gente hacía caso de los Evangelios, en ocasiones por afición gozosa y a veces ante el pánico, a la hoguera, estaba de más el ir buscando fórmulas con las que desacreditar a las mujeres. Los teólogos de entonces -y los de los siglos que van desde entonces hasta ahora mismo- no necesitaban de tantas sutilezas, convencidos como estaban de que la mujer debía ser merecedora de la misma consideración ontológica que la de un animalito especialmente atractivo. ¿De dónde, pues, reside la necesidad de otorgarle tal protagonismo, aun cuando sólo fuera en la malignidad? Ni siquiera los radicales movimientos en favor de los derechos humanos y el sufragio universal que se alinearon en las filas del republicano Cromwell para combatir la monarquía absolutista -y que, dicho sea de paso, dieron lugar al mundo moderno- fijaron sus ansias en la causa femenina. La mujer, sencillamente, no existía. Y aquí paz y después gloria.

Es probable que la liberación femenina sea una de las más altas empresas capaces de definir el nuevo mundo que amanece. Es ése, de cierto, un proyecto, pero también es una realidad. Es un proyecto porque ni siquiera en países como la Unión Soviética, celosos de la más estricta igualdad de oportunidades, hay una distribución estadística de sexos en las altas esferas de la dirección del Estado, pero también es cierto que las más radicales figuras del liderazgo femenino de principios de siglo palidecerían al ver lo que se ha logrado en ese campo, pese a la presencia del feminismo que busca los argumentos en la castración o ante las exégesis de las Sagradas Escrituras. La mujer se va liberando a medida que el hombre hace lo propio. Resulta fácil de entender, pero, claro está, no se trata -por desgracia para todos- de un lema demasiado atractivo.

© Camilo José Cela 1984.

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