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Reflexiones al paso de una vida

En diversas ocasiones he dicho, hablando de la llamada tercera edad, que el viejo, cuando se sabe ya viejo, pero todavía no se siente viejo, debe arreglárselas para, a la vez, mantener vivo en sí mismo al joven que fue y, mientras permanezca aún ante los umbrales del sentimiento de anciani dad, prepararse para la etapa final. ¿Cómo conseguir lo primero? Mi receta es la de tratar asidua e íntimamente a los jóvenes En cuanto a lo segundo, alternar aquel trato con el de nuestros coetáneos y recordarles cuando se nos van. (El nos está muy lejos aquí de ser expletivo: al morir un allegado, parte de nuestra misma vida -en ocasiones agustinianamente, la mitad de nuestra alma- se va con él, y d ahí la soledad en que se va que dando el muy longevo por mucha compañía juvenil, o relativa mente juvenil, que pueda asistirle.)Hace unos pocos días se me ha muerto, en Guecho, junto a Bil bao, un viejo de 80 años, mi primo hermano Félix Aranguren, quien, cuando le hablaban de nuestro parentesco, solía decir "Sí, es mi primo, pero es también mi amigo". Ingeniero de minas -como lo fue mi único hermano como lo son algunos y alguno de los hijos de ambos-, maestro eminente en siderurgia, creado técnico de grandes empresas metalúrgica, nacionales, ha muerto en su casa, y no en la UVI de turno. A otra persona de mi familia le fue deparada asimismo hace cuatro años esa muerte propia, y sobre ella escribí, en estas mismas páginas, el artículo titulado Fin de año en una muerte 'a la antigua'.

Pues la verdad es que hoy se vive cada vez menos la muerte del otro así, y cada vez más como lejiana y accidental: todo el mundo muere ahora por accidente, accidente de tráfico o semejante, accidente de que la medicina no es capaz todavía de curar esa enfermedad. Pero durante la época barroca -que, a estos efectos, se prolongó hasta el comienzo del siglo que ahora va terminando-, la muerte debía producirse, y yo diría que exhibirse, con teatral aparatosidad y rotunda contraposición entre la buena trmerte y la muerte del pecador, indefectíblemente atroz. Ahora, secularizados, ya no creemos mucho en esa adecuación de buena / mala muerte a buena /mala vida, y, aunque con motivaciones diferentes, por lo general,de la de san Luis Gonzaga, es muy frecuente desear para sí mismo una muerte repentina, jugando a la pelota. Y así, precisamente, jugando al tenis con uno de sus hijos, murió mi hermano. Mi primo, no. Mi primo murió en su lecho, teniendo cerca de sí a sus 14 hijos y a buena parte de sus casi 90 nietos. Pero como rehuyó siempre la espectacularidad, acertó a morir de madrugada, y fueron muy pocos de aquéllos los que estaban allí, junto a él, en contraste con el acontecimiento solemne que era la muerte antigua, con toda la familia, y aun los amigos más próximos, en torno de ella.

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Era la suya, ya lo he dicho, una gran familia, también en el sentido antropológico-cultural de la expresión; una familia patriarcal, propia de las formas de la vida vascongada tradicional, antes de su modernización y de que surgiera ese otro accidente que es la terrorista muerte violenta a cualquiera que, por una u otra pertenencia, aparezca como otro, ocupante o colaborador con los ocupantes, ajeno y, por tanto, enemigo.

Mi primo personificaba el talante polarmente opuesto al del fanático, el sectario, el encerrado en su tribalidad, aun cuando los Aranguren estuviésemos, todos, un punto demasiado satisfechos de serlo. Su familia, más, por el tamaño, comunidad que célula familiar, evitó el riesgo de ser, para ninguno de sus miembros, y por decirlo con el juego de palabras de André Gide, "prisión celular". Creo que él y yo nos parecíamos en bastantes cosas, el espíritu crítico entre ellas, con una diferencia. Nuestro común abuelastro -casado, en segundas nupcias de ella, con nuestra abuela-, un marino mercante que se preciaba de conocer a los británicos por el hecho de quedentro de su profesión -que dio por conclusa al casarse-, sólo viajó de Bilbao a Newcastle -o Liverpool, o Cardíff-, y de Newcastle -o Liverpool, o Cardiff- a Bilbao, decía de quien se reía calladamente que "se ríe para dentro, como los ingleses". Pues bien, mi primo fue un escéptico y aun disconforme para dentro: de acuerdo con su mujer, una genuina etxekoandre, votaba al PNV -y hacía bien, lejos estoy de censurarlo-; de acuerdo, por fuera, con su ambiente, prestaba aparente conformidad, sólo quebrantada por tranquila, siempre sonriente ironía, a casi todo lo establecido. Pero la procesión iba por dentro, y es verdad que yo hubiera preferido que saliera un poco más a la luz. Pienso, con salí Pablo, que "conviene que haya herejías" y también, por tanto, herejes, cuando menos heterodoxos, y no estoy pensando ahora en heterodoxias religiosas, sino en general.

Incluso aun cuando ello dé lugar a que el sectarismo sensacionalista saque nuestras palabras de su contexto y sofoque todo sentido del humor, como me ha ocurrido, precisamente estando mi primo moribundo, cuando un diario madrileño, convertido al amarillismo político- antiintelectual, deformó unas palabras mías -pronunciadas en el Centro Pignatelli, de los jesuitas de Zaragoza, de ilustre trayectoriaporque su actual modo de operar consiste en sacar de quicio lo que les sacá de quicio, a saber, la libertad.

Sí, es malo que haya enemigos de la libertad, temerosos de la verdad y fanáticos de toda laya. Es bueno, en cambio, que, junto a los ortodoxos de lo que sea, haya sus heterodoxos. Quienes, como mi primo, disienten en voz más bien baja. Y los que tendemos a decir las cosas sin gritos, pero con voz perfectamente audible.

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