El misionero Bandrés
Aquella Navidad de 1970, este joven misionero, abrasado por un fuego interior, alcanzó una cumbre mística y divisó al Dios nacionalista sobre un panorama de tricornios. Fue durante el proceso de Burgos, donde él ejercía el papel mojado de abogado defensor. Franco había cazado al ojeo, junto con otras perdices rojas, una bandada de etarras y quiso celebrar con ella para escarmiento público una faena de aliño, con descabello a la primera, dentro de una panoplia legal. Imbuido de un orgullo de postrimerías, comenzó a repartir con pulso temblón sentencias de muerte como quien echa azúcar a los bollos. Pero aquellos eran todavía los tiempos del romanticismo en que los tenderos exhibían chorizos con muérdago en los escaparates de diciembre y los demócratas de tierno corazón de mazapán creían que el sol de la libertad iba a salir por detrás del monte Gorbea. Todo el mundo trató de salvar del garrote a esa docena y media de ositos pandas con chubasquero, audaces barbuditos obcecados, que no habían asesinado casi nada. Hubo una movilización general. Levas de progresistas con trenka, revueltos con curas de pana, saltaron a la calle en manifestación soplándose los dátiles bajo el frío polar, los obispos conciliares imploraron clemencia al dictador por conducto reglamentario, el nuncio apostólico insinuó cierta idea diplomática de perdón con gran blandura de cuello, las madres de los penitentes acudieron al Papa y en la trastienda del Vaticano fueron obsequiadas con un escapulario, y los obreros incluso castellanos hicieron rogativas al pie de los tornos a la hora del bocadillo.En medio de una ciudad sitiada por guardias armados con los máximos hierros, el juicio se convirtió en una ceremonia vasca de cánticos guerreros que no lograron ser acallados por los pelados sables del tribunal militar ni por el escueto argumento de aquel pistolón del ponente. Durante esa celebración de venganza, el nombre de Juan María Bandrés comenzó a sonar entre la gente del ajo político. Era aquel abogado que bajó llorando por las escalinatas del caserón castrense cuando el veredicto franquista acababa de hacer otra de las suyas. Muerte a discreción.
-Lloré de impotencia ante la injusticia.
-Ya se sabía.
-Lástima que fallara el golpe.
-¿Qué golpe?
-Mientras se desarrollaba el proceso unos militantes de ETA estaban excavando un túnel bajo la tapia de la cárcel para liberar a sus compañeros.
-¿Usted los conocía?
-Naturalmente. Desde mi hotel yo veía a los chicos tomando unas cervezas en el bar de enfrente en los ratos de descanso Hubiera sido una fuga espectacular. Imagínese a los jueces militares abriendo la sesión una mañana y que de pronto los acusados aparecen en San Juan de Luz brindando con champán. No pudo ser. A pocos metros del final los Zapadores se encontraron con un obstáculo insalvable.
Túnel labrado
Realmente a los etarras de Burgos los salvó el pueblo español que había labrado otro túnel en el ánimo de Franco. Por su parte, ellos ya estaban indultados, pero ¿quién recogió del suelo al abogado Bandrés cuando se cayó del caballo? Unos años antes, por ese camino de Damasco que va desde Santurce a Bilbao, cabalgaba este joven donostiarra de ideas democristianas silbando un canción de la tierra, mientras pensaba en su infancia placentera. Había nacido en San Sebastián, en 1932, hijo de una familia de la pequeña burguesía macerada por la Institución Libre de Enseñanza según receta: cierto placer al acariciar un libro, reglas de urbanidad con agua de lavanda, sombrerazos de vestíbulo y amor a Inglaterra. En aquel tieiripo, cualquier vasco con un toque de modernidad tenía que ser liberal, educarse en Madrid, en París o en Londres y aborrecer la costumbre nativa de levantar piedras, cortar troncos y tirar de una yunta de bueyes con la poderosísima musculatura derramada fuera de la camiseta de imperio. Incluso estaba mal visto tocar el chistu, oficio que, se dejaba para los agrestes de caserío, guardiánes de las esencias. Los nacionalistas eran considerados gente de boina, cuyo horizonte estaba tapado por la culata de una vaca retinta. Pero en los años cuarenta no había ni siquiera eso. El nacionalismo de montaña, penetrado de carlismo, había sido derrotado en la guerra, y Juan María Bandrés creció en un silencio suavemente antifranquista, totalmente cerrado, y sólo quería amar a Dios y aprobar las matemáticas. Estudió el bachillerato sin enterarse de nada y después hizo la carrera de Derecho por libre fuera del horario de oficina. Eso significa que el SEU le traía sin cuidado. No participó en la lucha universitaria, no militó en ninguna asociación clandestina, ni repartió octavillas, ni fabricó panfletos, ni corrió delante de los guardias. Bordeó aquella algarada juvenil a distancia y llegó ileso con el alma pura y un poco beata al final de la licenciatura. Sacó el título, pagó timbres y pólizas, se dio de alta en el colegio de abogados, contrajo santo matrimonio con una chica burguesa de posibles, montó un bufete y esperó a cualquier delincuente, criminal o inocente avasallado en su derecho que quisilera ser defendido por él. El primero fue un pobre diablo, al que tuvo que asistir de oficio, convicto de cuatro robos, aunque la policía trataba de cargarle con siete para aligerar el armario de los expedientes. Al parecer, le arrearon unos sopapos
-Y ahora, macho, a cantar.
-No.
-Qué más da cuatro que siete. La pena es la misma. No pierdes nada. Y a nosotros nos quitas papel de encima.
-No. Yo sólo he trincado a cuatro.
-Dale otro viaje.
Coraje apostólico
El corazón misionero de Juan María Bandrés tropezó de esta forma por primera vez con la desgracia como injusticia, con la maldad. como fanatismo, y desde entonces, poseído por la rebelión, no ha hecho sino abrasarse en esta zarza ardiente. Él sólo deseaba llevar protestos de letras de cambio, probablemente soñaba con asesorar inmobiliarias o hacerse con un consejo de administración, pero en ese momento los chicos de ETA estaban pintando con alquitrán las paredes del País Vasco y en una escalera de Irún, en lance de cine negro, acababan de apuntillar al comisario Melitón Manzanas de un tiro certificado. Y así comenzó la fiesta con fuego real. Hasta ese momento, el ínclito Bandrés sólo se había metido en asuntos políticos de poca monta, pequeños pleitos de amiguetes rojizos ante el Tribunal de Orden Público, cogidos en la menor cuantía de la propaganda ilegal, mas he aquí que un día aquellos terroristas iniciáticos se calzan al guardia civil José Pardines y en otra refriega subsiguiente cae totalmente acribillado Txabi Etxebarrieta y queda vivo, aunque malherido, su compañero de armas Iñaki Sarasketa. Corría el año de gracia 1968, cuando la llamarada estética del mayo francés, transformada en material de boutique, iluminaba la moda revolucionaria y todos los jóvenes antifranquistas eran guapos, sobre todo si habían nacido en San Sebastián.
Aquella tarde, Juan María Bandrés estaba tomando café en casa de Miguel Castells y ambos hablaban de lo duro de la vida en general, de la reciente balacera en particular, y del caso de conciencia que supondría para un abogado defender al etarra superviviente. En ese instante recibió la llamada de un tío del terrorista cazado, antiguo condiscípulo del colegio, con la súplica de que se hiciera cargo del terrible papelón de su defensa. Bandrés aceptó por una simple emoción de deontología profesional, no exenta de coraje apostólico, y a partir de ahí el ardiente letrado se subió al caballo en dirección a Damasco, en cuya puerta suelen ser derribados los profetas por un golpe de luz. Era el primer pleito donde se barajaba la muerte con todas las de perder. Pero igual que en el rascar, todo es cuestión de empezar. Desde aquel mayo florido de sangre hasta el septiembre negro de 1975, en que su amigo Otaegui fue ejecutado entre las olorosas breñas de Hoyo de Manzanares, este misionero deslumbrado anduvo siempre enredado en la metafísica de las metralletas, en la línea divisoria del bien y del mal, romántico espadachín contra las sentencias capitales. Al principio sólo era un democristiano de buen corazón un poco audaz.
-Estos chicos están descarriados.
-Algo habrá que hacer por ellos.
-Son tan duldes.
-Y a lo mejor tienen razón. Quién sabe.
Juan María Bandrés se limitó, por razones de oficio, a ir de cárcel en cárcel con el código en la mano, a modo de breviario, visitando a aquellos muchachos patrióticos que sufrían persecución por la justicia. Puede decirse que su duda metódica y la nobleza de su arrancada se fueron transformando lentamente durante las pláticas de locutorio en una visión de neófito. Se trata de un caso singular: el de un abogado que es arrebatado por la víctima. Bandrés descubrió el nacionalismo vasco a través de los sumarios de etarras, vislumbró el socialismo en las razones de su informe como letrado y alcanzó la conversión lentamente por ósmosis entre la conducta de sus clientes, poseídos por un intachable rigor fanático y la moral de su alma cándida, que derivaba hacia una especie de apostolado seglar. Después tal vez Dios le enseñá a hacer equilibrios con esta fórmula: cómo compaginar los asesinatos con la bondad, el ajuste de cuentas con la lucha revolucionaria, y el crimen con la represión. Todo lo pequeño es reaccionario. En el fondo de cualquier nacionalismo se esconde un sentimiento burgués, una beatería racial, unos intereses económicos musicados por una flauta típica del lugar. Unificar esta sensación cerrada con el gran horizonte de la revolución social es una contradicción que se resuelve en la intimidad de una mística. Y aquí está el apóstol Bandrés bailando en la cuerda floja desde el día en que se cayó del caballo, camino de Damasco, vía Santurce.
Este hombre quiere la independencia para el País Vasco, aunque no para mañana por la mañana, comolos de Herri Batasuna. Condena los asesinatos de ETA, pero comprende evangélicamente esa violencia dentro de un contexto. Defiende las causas perdidas, se ha constituido en un adalid de los derechos humanos, si bien se ve obligado a disculpar ciertos casos con sutilísimos escrúpulos de conciencia. Arremete contra la tortura y pasa el ligero bálsamo del propio horror cuando un militar salta por los aires. Así anda con su talante de pastor protestante sin perder la sonrisa entre conos de metralla. Nadie puede decir que no es valiente. Durante la sesión parlamentaria del 23 de febrero este misionero rezó las últimas oraciones, con 140 pulsaciones por minuto, la cabeza metida bajo el escaño, se encomendó a Dios, y a renglón seguido se puso a roncar mientras otros formidables guerreros vascos perdían los calzones en dirección a Bayona. ¿Quién es este Bandrés? Un asceta donostiarra lleno de contradicciones, con el corazón repartido entre Carlos Marx, el sermón de la montaña, una filosofía patriótica de monte Igueldo todavía decimonónica, el ardor por la justicia y la cosecha de avellanas de plomo que dan las pistolas de algunas amistades. Un converso cegado por la fe, que pide la independeficia dentro de un orden, cruzado de una misión imposible en tierra de apaches.
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