Entre la locura y el desmadre
Sentado en la mesa de un café, sobre el paseo de Recoletos -o en lacalle de Infantas: el Castilla-, Jardiel Poncela colocaba sobre el mármol, en estricto orden, su panoplia de escritor: cuartillas (se escribía entonces en cuartillas, más cómodas para la mano; el folio y la holandesa fueron cosa de la máquina de escribir), pluma y tintero, y unas tijeritas, y un tubo de Sintetilcón, pinchada su apertura con un alfiler. Era pequeño, de grandes ojeras; mordisqueaba una boquilla larga y miraba en torno suyo con alguna desconfianza. Lo que no le gustaba de su escritura, lo tapaba con papel pegado y escribía encima.Era un hombre peculiar, original. ¿Estaba loco? ¿Qué es estar loco? Describía un mundo de locos. ¿Eran, éramos los locos los demás? Pronto, después de él, o a partir de él, el teatro iba a dar un paso más y adoptar la postura del absurdo: vivimos en un mundo sin razón y sin márgenes, sin límites. Jardiel había hecho un esfuerzo titánico, el que corresponde a un escritor responsable en una época de cambio cuando el cambio le agarra por su propio eje: tratar de soldar el mundo anterior con el siguiente.
Por eso daba a sus comedias toda la inverosimilitud que veía en torno suyo: un mundo deshecho, estrafalario, increíble. Pero aferrándose a explicarlo, a darle sentido, a justificar.
A unos pasos de él, ya había otros artistas que habían comprendido que no hay necesidad de justificar: a unos pasos de él estaba Miguel Mihura (y a muchos kilómetros de él, kilómetros geográficos y culturales, comenzaban a sospechar por dónde iba todo lonesco, Audiberti, Adamov, Vian). Pero tenía razón Jardiel Poncela: escribía para la época que le había tocado vivir. El tenía una necesidad pública de justificar, de explicar, de reiterar incluso las aclaraciones. Se decía que sus terceros actos eran malos y se analizaba poco por qué: porque era el acto del desenlace, el acto en el que había que cuadrar la disparatada cuenta planteada en los dos anteriores.
Muchas veces, la explicación era más inverosímil aún que lo que hoy se llama desmadre en los actos anteriores, y denotaba una angustia. No siempre se lo perdonaba el público, y caía sobre él de una manera implacable, preludio apenas de lo que iban a ser las críticas: viejos y enquistados críticos anclados en el sainete. Con la excepción de Marqueríe, que llegó a pasar a Mihura, pero que no fue capaz del salto siguiente: nunca entendió a Ionesco ni a Beckett.
Anécdotas equívocas
Un rosario de anécdotas contadas por sus coetáneos ampliaba esa versión de la locura de Jardiel. La anécdota es siempre equívoca: es una bola de nieve que hace de lo gracioso su protagonista y abulta los rasgos de la persona contada. Inventa. Jardiel, siguiendo la pista de una hija que no llegaba a tiempo a casa, con el olfato del perro familiar que le condujo en la madrugada a un descampado donde el perro se durmió... Jardiel, alimentado de jamón y huevos durante toda su estancia en Hollywood, porque nunca quiso aprender a decir más que ham and eggs, o exigiendo que los estudios de la Paramount le construyeran un rincón de café para poder escribir, o escondiendo los dólares en sitios insospechados, de su habitación del hotel porque no se fiaba de los bancos (probaba si el escondite era bueno ofreciendo al actor Julio Peña un dólar si lo encontraba).
O dejándos morir por no inyectarse penicilina, porque la penicilina la había descubierto un inglés, y él detestaba a los ingleses... En realidad, sólo dos personajes podrían escribir una biografía despojada y real, completa de Jardiel: Juan Sampelayo, en Barcelona, y Miguel Martín, en Madrid.
La deducción de la locura de Jardiel hubiera sido más sencilla y más cómoda para todos si la vida, la historia y el teatro hubieran ido por otro camino. Fueron por el del absurdo, demostrando su razón, y Jardiel queda hoy como un precursor lúcido, como un hombre capaz de vernos a todos a los de entonces y a los de después. Vio lo que no se veía encima: el desmadre...
Babelia
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