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Tribuna:TRIBUNA LIBRELa polémica sobre Cataluña
Tribuna
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Cataluña, frente al problema español

No hay un problema catalán, sino un problema español, argumenta el autor de este trabajo, quien acusa, además, de paternalismo a los actuales liberales españoles al tratar el tema. Cataluña continúa con su doble continuidad de autoafirmación y universalidad, y no hay que confundir esas constantes -como la reivindicación de su pleno reconocimiento jurídico- con ninguna especie de agitación populista y demagógica.

A vuela pluma escribe Cebrián sobre el problema catalán, y concluye advirtiendo que ni es catastrófica la situación de Cataluña vista desde el resto de España ni catastrofista es el análisis intentado por el director de EL PAIS. Nos quedamos, pues, sin catástrofe. Pero con problema.Lo fundamental de cuanto se dijo el 20 de diciembre en el Ateneo de Barcelona y de lo que se cuenta en EL PAIS del 8 de enero es un estribillo sabido de memoria desde cantidad de decenios. Cambian las estrofas, queda el ritornello. Dejemos ya los inútiles Ortega y Julián Marías a sus exegetas y recordemos a Sartre. Se hablaba del problema judío, y Sartre irrumpió diciendo: "No hay problema judío. Lo que hay es el problema de los racistas". Apliquémoslo a lo nuestro y seamos ultrancistas, voto a Santiago: lo que hay no es el problema catalán, sino el problema español. ¿A que sí?

Cuando desde las posiciones teóricas y desde las opciones ideológicas de un nacionalismo históricamente logrado y sublimado en neoliberalismo se le cuenta a la gente que los nacionalismos han sido siempre una lacra de las sociedades, ya no bastan los materiales filosófico-políticos para alegar y contradecir. Ya cabe echar mano a los postulados freudianos, y al más conocido de entre ellos: el del asesinato del padre y la manducación de su cadáver, con su paradójico corolario: el comportamiento paternalista del parricida con la sociedad de los hermanos. Los herederos, los nuevos liberales, atalayan desde los recintos de los Estados-naciones el amanecer, en vete a saber qué horizontes, de formas de convivencia política que no tendrán nada que ver con el propio Estado-nación, tan cómodo como definitivamente trasnochado. O sea, campean en las posiciones paternas y le están contando a la sociedad de los hermanos que quedan jardines de delicias por ocupar allende las naciones y los Estados. Como escribía más o menos Aranguren en El Món el año pasado, cuando la exposición de Cataluña en Madrid: "Suerte infinita la de los catalanes que podéis producir mil cosas y maravillas mil porque podéis ir correteando por el mundo y respirando a las anchas sin el corsé ortopédico del Estado". Y nos auguraba el filósofo mucho de nación y nada de Estado.

Nada más ni nada menos nos dice Cebrián cuando coteja dos nacionalismos catalanes. Uno, el de aquellos tiempos en que, con Franco en Madrid, era "más un sentimiento que un partido, más una actitud que un programa", que se identificaba "en sus objetivos y en sus métodos con los sectores democráticos y antifascistas". Otro, el actual, pesado, inútil, agresivo, electoralista, sin otra actitud que la "peculiar de todo poder que tiende a sacralizarse a sí mismo y descalificar al otro". O sea, si nos entendemos bien: buenos ingredientes son el buen sentimiento y la actitud buena que no desembocan en programa propio, y mala cosa son ellos cuando la gente se mete a sentir y a actuar con ganas de programar el sentido de su actitud. o la acción de su sentido. ¿No dijo alguien que un buen indio es un indio muerto?

El paternalismo de los nuevos liberales españoles consiste en contarnos la historia de los Estados-naciones y en decirnos que andemos con cuidado, que el chisme Estado-nación está pasado de moda, que no vale la pena sacrificarle no ya vidas ni tiempo, sino ni siquiera pasta de papel u octavillas de a 20 duros las 1.000. La cantilena nos la sabemos de memoria, y dudamos acá que allá duden que no nos la sepamos. Pero sabemos también dos o tres cositas más.

La primera, que, como lo recuerda Cebrián, acá, en Cataluña, "la profundidad del planteamiento y las tendencias secesionistas a largo plazo" son innegables.

La segunda, como no lo recuerda Cebrián, acá, y precisamente a consecuencia de "la profundidad, del planteamiento", sabemos distinguir desde un buen grueso de decenios entre lo que de incidencia política tiene la reivindicación del reconocimiento jurídico total de la identidad propia y lo que tiene de bárbaro el esquema hegeliano de la nación-Estado, necesariamente prepotente y necesariamente imperialista. El esquema hegeliano es el de ellos, así lo reza la historia. Queda por demostrar que tenga que ser el nuestro.

La tercera: Cataluña, dice Cebrián, "asiste al reverdecer de su nacionalismo político a costa de la pérdida de sus vocaciones universalistas". Poco a poco: Cataluña intenta actualizar políticamente, sin lograrlo mucho, según las necesidades del día y con comprobado desorden, aquel sentimiento y aquella actitud de antaño y de hogaño, sin perderse ni una sílaba de sus vocaciones universalistas. ¿Es un pecado muy feo? ¿Es un delito político así de grande?

Vista desde el extranjero, Cataluña no es ahora noticia cotidiana, ni curiosidad sociológica, ni sainete etnológico, porque quienes la observan desde allá ("con interés artístico, cultural y sociológico") no esperaban menos que esta doble continuidad de autoafirmación y universalismo. Se la Ve continuar.

¿Y España? En extenso informe dedicado por Le Monde, de París, el pasado 12 de enero, a los siete años de democracia española, Cebrián escribe, bajo el título "Buscando una nueva generación de intelectuales", que lo que está haciendo España es poco, pero que se hace "con honestidad y con cierta eficacidad". Ya. Confundir adrede reivindicación del pleno reconocimiento jurídico de Cataluña con "agitación populista y demagógica si es preciso, de modo que se permita a los sacerdotes del templo impartir la recta doctrina de la religión nacionalista", como a vuela pluma lo hace Cebrián, tendrá, españolamente hablando, cierta eficacia. No me pregunto si será políticamente honesto.

Lluís Sala Molins es catedrático de Filosofía Política en la Universidad de París 1 (Sorbona).

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