En defensa del Tribunal Constitucional
Tanto en el proceso de elaboración de la Constitución como, posteriormente, al discutirse en las Cortes la ley orgánica del Tribunal Constitucional, yo fui uno de los diputados que más reservas expresó ante el papel que se atribuía a dicho tribunal en el conjunto de las instituciones del Estado. Sin menospreciar su papel de órgano arbitral, consideraba que podía representar una seria limitación para el papel central que, a mi entender, debían desempeñar los órganos elegidos, es decir, las Cortes.El Tribunal Constitucional tiene ya detrás de sí una experiencia interesante, contradictoria en algunos aspectos, discutible en otros, pero globalmente positiva para la estabilización de nuestro sistema democrático.
Su primera prueba de fuego fueron los diversos recursos planteados, desde un lado y otro, sobre la construcción del Estado de las autonomías. La jurisprudencia elaborada en este complejo tema se presta a muchas críticas, pero lo cierto es que el protagonismo del Tribunal Constitucional ha sido un factor de pacificación, muy preferible a lo que habría supuesto la puesta en marcha del sistema previsto por la ex LOAPA.
Ahora el Tribunal Constitucional se encuentra ante una segunda prueba de fuego. Al existir en las Cortes una mayoría absoluta del PSOE, la derecha ha intentado -y en gran parte ha conseguido- cambiar el papel del Tribunal Constitucional, estableciendo una especie de división de funciones entre éste y las propias Cortes. En el Congreso de los Diputados y en el Senado se hace la discusión política y al Tribunal Constitucional se le traslada la decisión de los grandes temas para intentar darle la vuelta a la mayoría absoluta existente en las Cortes.
Para ello, la derecha intenta ejercer una gran presión sobre el propio tribunal, con el deseo de condicionar su libertad de movimientos. Para mí, éste es el sentido real de la campaña desatada después de la sentencia sobre el decreto-ley de expropiación de Rumasa.
Los recurrentes de entonces y los críticos de ahora saben muy bien que lo de menos es ya el decreto-ley. Como la propia sentencia recuerda muy bien, el decreto ley no sólo ha sido convalidado, sino que su contenido ha sido objeto de una ley posterior que nadie ha recurrido.
La virulencia de la crítica se explica porque ésta es una sentencia desfavorable para la derecha. Se trata, pues, de ejercer la máxima presión para condicionar futuras sentencias, que tendrán también un gran alcance político y que la derecha quiere ganar. Sólo quiero recordar las relativas al aborto y la que seguramente se planteará sobre la LODE. La derecha sabe que no tiene mayoría en las Cortes y quiere tenerla en el Tribunal Constitucional, esto es todo.
Sólo así se explica el tono de las críticas vertidas. El destinatario principal de las mismas es el presidente del tribunal, Manuel García Pelayo, el hombre que hace años, cuando aquí nos movíamos en las brumas de un derecho político importado de la Alemania nazi, nos enseñó que existía un derecho constitucional democrático. En las páginas de una revista de gran tirada he podido leer incluso acusaciones de compra y venta de su voto, que me han producido una inmensa vergüenza ajena, tanto por el autor del panfleto como por los que lo han inspirado. Sobre todo cuando pienso que si el decisivo voto del presidente hubiese tenido un sentido contrario hoy estas mismas plumas le cubrirían de inmensos elogios.
Los mismos que se callaron ante otras filtraciones -como la de la sentencia sobre la LOAPA- ponen ahora el grito en el cielo ante la filtración de la sentencia sobre Rumasa. No les importa tanto la filtración en sí -que no ha hecho más que adelantar algo que, de todos modos, se iba a saber con toda exactitud y publicidad unos días más tarde-, sino la posibilidad de aprovechar el grave desliz para desprestigiar al tribunal y colocarlo a la defensiva.
Estamos, pues, ante una maniobra política de largo alcance. El objetivo de sus inspiradores es modificar el equilibrio entre las instituciones, creado por la Constitución para conseguir unos resultados que el juego de esas mismas instituciones les niega. Frente a ello hay que insistir en que defender el orden democrático instituido por la Constitución quiere decir defender el prestigio de sus instituciones y el debido equilibrio entre éstas.
No quiero decir con esto que haya que dar carta blanca a nadie. Ni al Gobierno, ni a las Cortes, ni a los partidos políticos, ni a las mayorías absolutas, ni, por supuesto, al Tribunal Constitucional. La democracia no sólo significa elección de los dirigentes políticos sino también, y principalmente, control sobre ellos. Más todavía: quizá una de las mayores críticas que se pueden hacer contra el actual Gobierno es la terrible insuficiencia de los medios de control democrático con que cuentan los ciudadanos.
Pero de esto a los métodos utilizados contra el Tribunal Constitucional hay un abismo: el abismo que separa a los partidarios de la democracia de aquellos que sólo la aceptan cuando les beneficia a ellos.
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