Enmiendas a la profecía
Ahora que ya se nos vino encima 1984, se ha desatado la previsible operación Orwell y todos buscan datos, paralelismos, cotejos y dilemas a fin de convencernos de que la profecía se cumplió o está a punto de cumplirse. No creo, sin embargo, que debamos inferir a la realidad tantos recortes y aditamentos como requiera su eventual coincidencia con el augur. Por otra parte, si hay rasgos orwellianos en el mundo actual, presumo que no serán exclusivos del año que comienza, ya que el Big Brother hace ya un rato largo que nos vigila. En el propio Estados Unidos ha sido señalado (primero por el New York Times y luego por Time) que la Administración Reagan enarboló "argumentos orwellianos" para justificar la invasión de Granada. Y es obvio que el célebre lema la guerra es la paz, pergeñado por Orwell en su amago de premonición, podría ser una apretada síntesis de varios discursos del Big Brother Reagan.Donde el escritor se quedó corto fue precisamente al apuntalar su obra de ficción con explicaciones marginales, por las que nos enteramos de que 1984 quiso ser un ataque "a las perversiones de la economía centralizada que han aparecido en el comunismo y el fascismo". Y se quedó corto porque a los dos ismos mencionados se vino a agregar otro (digamos imperialismo, para simplificar) que en 1948, año en que se publicó el libro, aún estaba rodeado de una precaria aureola, como último dividendo de su intervención en la segunda guerra mundial y en la consiguiente derrota del nazismo. Orwell agregaba que "el totalitarismo, si no se le combate, puede triunfar en cualquier lado", y tenía razón, tal vez más allá de sus intenciones: el totalitarismo puede triunfar aun en la que es considerada, un poco a la ligera, como la paradigmática democracia de Occidente.
Es algo así como si Estados Unidos hubiera tomado buena nota de los errores y omisiones cometidos (en cuanto a imagen pública) por el comunismo y el fascismo, y, de esa prolija agenda sacaracerno conclusión que lo importante no es enmendar la plana a aquellos extremos, sino perfeccionar, tecnificar y convertir en infalible la propaganda, tal como si ahí, y sólo ahí, hubiese radicado su vulnerabilidad. Como trastrueque y duplicidad del lenguaje, como planificación sutil de la, calumnia, como ciencia de la hipocresía y, sobre todo, como eficacia deformadora, nada hay en el mundo actual tan compactamente orwelliano como la trama (y el revés) de la publicidad política norteamericana.
Por otra parte, ¿quién no se ha sentido un poco Winston Smith (protagonista de 1984) si alguna vez tuvo que solicitar un visado en un consulado de Estados Unidos y, antes del consabido rechazo, fue testigo de cómo los ordenadores empezaban a escupir datos acerca de su vida pública y/o recóndita? Lo más deprimente de una situación semejante no son por cierto los datos reales que la máquina expectora, sino las formidables inexactitudes que proclama sin apelación y sin sonrojo. El día en que los consulados instalen por fin la telepantalla (que recibe y transmite simultáneamente) ideada por Orwell, quizápodremos sugerirle al aparato hiperdesarrollado una fe de erratas tercermundista.
Lo cierto es que, sin adentrarnos siquiera en el año novísimo, basta echar un vistazo retroactivo a 1983 para comprobar que el primermundismo se ha puesto fatal. Parece que el presidente Reagan le ha confiado al semanario People Magazine que a menudo sueña con el fin del mundo. No se sabe con qué sueña Andropov, tal vez por su carácter reservado o quizá por la prevención que algunos marxistas siempre han experimentado hacia el padre Freud. Pero el hecho de que su colega occidental y cristiano confiese sin ambages esa personal angustia, resulta a su vez angustiante para el resto de los mortales, ya que uno inevitablemente se interroga: ¿qué estará maquinando el presidente en su rancho de Santa Ynez, California, para que el subconsciente le proporcione sueños tan feos? No basta como respuesta la frívola conjetura de que cada uno tiene los sueños que se merece.
Lágrimas de Ginebra
Después de todo, lo grave no es exactamente que el poderoso diga: "La guerra es la paz", sino que, por debajo de ese spot publicitario, trabaje prolijamente para que la guerra sea la guerra. Es decir, el holocausto. Pero tranquilicémonos: ese detalle no está incluido en 1984 (la duda existencial es: ¿lo habrá leído Reagan, para saber lo que tiene que hacer y lo que no?) y tal vez por eso gobiernos y desgobiernos juegan confiadamente al espanto cual si fueran equilibristas. Quiero recordar que el poeta Elíseo Diego, cubano y católico, escribió hace 10 años: "Lo que verdaderamente importa / es que cada paso del ensimismado equilibrista / puede muy bien ser el último". ¡Aviados estaríamos si en vez de Elíseo Diego lo hubiera escrito George Orwell!
Éste en cambio anotó, en uno de sus excelentes ensayos críticos: "Cuando leemos cualquier escrito marcadamente individual tenemos la impresión de ver un rostro tras la página. No tiene por qué ser el rostro real del escritor. Lo que uno ve es el rostro que el escritor debería tener". También a los lectores de Orwell nos pasa algo semejante: cuando abordamos 1984, el rostro que aparece tras la página es el de un rebelde inveterado, un ácrata intermitente, algo desbordado por su feroz anticomunismo, normalmente descreído ante el hecho revolucionario, y de un pesimismo casi patológico.
Manuel Scorza, en un artículo póstumo aparecido no hace mucho en estas mismas columnas, señalaba: "1984 es un libro fatalista. Y el fatalismo es una característica del reaccionario". Creo que es un diagnóstico bastante acertado, y esto sin perjuicio de reconocer en Orwell una honestidad y un sentido de la justicia de los que nunca se aparta. El hecho es que se siente incómodo en la realidad: tanto cuando es policía colonial en Birmania como cuando se afinca en los bajos fondos londinenses; tanto cuando participa en la guerra civil española como cuando enferma de tuberculosis. Y 1984, con su futuro agobiante y desesperanzado, es, en última instancia, el modo personal que encuentra Orwell para disentir de su presente. En resumidas cuentas: un ser humano entrañable, de probada sinceridad, y por supuesto un escritor de talento, pero de ningún modo un analista político de envergadura.
Orwell acertó en anunciar el advenimiento del Big Brother, pero tal vez erró en vaticinar su definitiva primacía. Tengo la impresión de que el congénito escepticismo del escritor no sólo lo llevó a descreer de las revoluciones en general, sino del hombre en particular. Como recientemente ha señalado Umbral, "su libro, más que una previsión científica, es una fantasía literaria", y como alerta Anthony Burgess: "Lo que debería alarmarnos en 1984 no es ni Big Brother ni la policía del pensamiento, sino la falta de capacidad de Orwell ( ... ) para tomar en serio a la clase trabajadora".
La clave de esa actitud está acaso presente en el patético final de la novela: "Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Big Brother". ¿Es verosímil que un Winston Smith del verdadero 1984 llegue a ese ominoso desenlace individual? Al menos no imagino a los pacifistas y ecologistas de Alemania e Inglaterra resignando de esa pobre manera su identidad. Pero, ¿sería absolutamente descartable que una metáfora así tomara cuerpo en ciertos predios de manipulación otánica, donde las reverencias al Big Brother constituyen casi una rutina? Personalmente no tengo las respuestas; sólo las preguntas.
En América Latina, semejante conversión sólo sería probable a nivel de los varios Little Brothers ascendidos a tiranos, y ocupados, armados y convalidados por el Big One. Sería, en cambio, inimaginable que un arrocero de Guatemala, o un minero de Bolivia, o un campesino de El Salvador o un obrero de Chile o Uruguay "se vencieran a sí mismos" sólo para amar al Big Brother. A pesar de su escasez de ordenadores y robots, y aunque todavía funcione a tracción a sangre, el Tercer Mundo también tiene su ética.
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