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El Tribunal Constitucional y el 'caso Rumasa'

Manuel Aragón Reyes

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, afirma el autor, el recurso contra el decreto-ley de expropiación de Rumasa no ha sido quizá el caso más importante que el Tribunal Constitucional ha resuelto. Las sentencias sobre la ley orgánica del Estatuto de Centros Escolares, sobre la televisión privada y, desde luego, sobre la LOAPA encerraban mayor trascendencia para el sistema constitucional que ésta sobre la expropiación de Rumasa, y, sin embargo, la expectación despertada, la multitud de comentarios generados inmediatamente que la sentencia se conoció, incluso la rotundidad de los calificativos utilizados para opinar sobre el acierto o desacierto del tribunal, superan en mucho las reacciones habidas con motivo de aquellas otras sentencias anteriores.

Puede decirse sin riesgo de exagerar que nunca, en sus tres años y medio de vida, el Tribunal Constitucional había sido objeto de tanto tratamiento por la Prensa, de tantas noticias e incluso de tantas pasiones como a raíz de este asunto.¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso algunas de nuestras fuerzas políticas y sociales sienten con mayor hondura los problemas relativos a la propiedad que los que afectan a la educación, la libertad o la autonomía? ¿Es posible que exista más preocupación social por los intereses privados que por los públicos? Algo de todo ello puede haber, sin duda alguna, pero no bastaría para explicar tanto revuelo. Habría que añadir el acontecimiento de la llamada filtración, la acumulación previa de actuaciones y declaraciones imprudentes realizadas por algunas de las partes interesadas en el proceso, la utilización política (inevitable, pero aquí excesiva) del asunto y otros muchos factores más que no hace falta detallar ahora, porque lo que me importa, y ese es el motivo que me lleva a escribir este artículo, no es tanto la expropiación de Rumasa cuanto la imagen del tribunal, que con ocasión de este caso se está poniendo en circulación de manera, a mi juicio, extremadamente simple. En consecuencia, no voy a comentar exactamente la sentencia de Rumasa, sino la significación que esa sentencia tiene para nuestro Tribunal Constitucional.

Cuando, como resultado de la sentencia y de sus circunstancias, lo que se ha puesto en cuestión por algunos no es sólo el problema jurídico de la expropiación o de la regulación constitucional de los decretos-ley, sino, lo que es más serio y grave, la dignidad del Tribunal Constitucional, me parece que lo más acuciante en esa tesitura no es tratar ya de lo que el tribunal ha dicho, sino de cómo lo ha dicho, o, en otras palabras, analizar no la decisión producida, sino el modo en que fue adoptada, pues ahí radica el nudo del problema.

Puestos a ello, habría que detenerse primero en el hecho de la división de opiniones operada en el seno del tribunal (seis contra seis) y en las interpretaciones que de ese hecho han querido hacerse. Se ha dicho con tal motivo que estamos no ante una, sino ante dos sentencias, afirmación que hay que tener por absolutamente errónea, pues sentencia no puede haber más que una, aunque sea una desgracia que su propia naturaleza de cosa terrena impida la construcción teológico-jurisdiccional de un nuevo misterio. Se ha dicho también que el tribunal se encuentra escindido en dos mitades: una absolutamente partidaria de la constitucionalidad del decreto-ley y otra decididamente en contra, afirmación que resulta desmentida si se lee atentamente la sentencia. Se ha dicho además que la escisión del tribunal en dos partes iguales vendría a confirmar el carácter político y no jurídico de la decisión, tesis que parece sostenerse en la idea, por lo que se ve, de que cuando dos razones contrapuestas son defendidas por el mismo número de partidarios dejan de ser razones para convertirse en meras voluntades, argumento, por lo menos, sumamente curioso. Aunque la opinión de los seis magistrados discrepante hubiera sido radicalmente contraria, que no lo ha sido, a la del resto de sus colegas, ello no hubiera privado a la sentencia de plenos efectos ni de legitimidad alguna. La discrepancia emitida a través de un voto particular es siempre intelectual, no institucional.

Una vez pronunciada la sentencia (adoptada, como en todo órgano colegiado, por mayoría), la hace suya el tribunal y, por lo mismo, todos los magistrados que lo componen. Y el voto de calidad del presidente, previsto en la ley orgánica del Tribunal Constitucional y necesario a la hora de resolver el empate en las votaciones, tiene el suficiente peso legal, pero sobre todo personal, para inclinar la balanza a favor de una u otra postura. Nadie puede negarle al profesor García Pelayo la calidad institucional que la ley le reconoce como presidente y la calidad personal que su inmenso prestigio le confiere.

La intachable y ejemplar trayectoria política e intelectual de Manuel García Pelayo -que es hoy, sin duda, nuestro máximo constitucionalista- y la dignidad y prudencia con que ejerce un cargo como el suyo, tan alto y delicado, le dotan de una autoridad jurídica y moral absolutamente incuestionable. Por ello, aunque su voto hubiera dirimido realmente un conflicto entre dos mitades rigurosamente enfrentadas, la sentencia no sólo sería respetable por proceder del tribunal (que ello es obvio), sino más respetable aún por haber sido producto de la decisiva actuación de su presidente.

Pero las cosas no han sido ni siquiera así. Resulta que, leyendo atentamente la sentencia y el voto particular, ni existen dos bloques enteramente discrepantes ni la decisión, por otro lado, había oscilado entre un sí a favor de la expropiación y un no en contra de ella. Existen entre los dos grupos de seis magistrados determinadas discrepancias doctrinales, distintos modos de construir el razonamiento jurídico, pero escasas disidencias en el fallo. Voto particular y sentencia coinciden en la validez constitucional de la expropiación, en la pertinencia del uso del decreto-ley para acordarla (en casos tan urgentes y excepcionales como éste) y, en general, en la mayoría de las cuestiones puestas a discusión en el recurso. La única diferencia estriba en que, a juicio de los magistrados firmantes del voto particular, debería haberse declarado la inconstitucionalidad de parte del artículo 22 y de todo el artículo 49 del decreto-ley. Los 12 magistrados coinciden en la constitucionalidad del resto de la norma.

El valor de la discrepancia

Es cierto que la discrepancia sobre el artículo 2º (mucho menos la que existe sobre el artículo 4º) resulta muy importante para la teona general acerca del estatuto jurídico del derecho de propiedad y de los límites materiales de los decretos-ley en nuestro ordenamiento. Frente a la sentencia, el voto particular sostiene que por decretoley el Estado puede expropiar y ocupar los bienes de Rumasa, pero no adquirirlos, y en ese sentido la diferencia de criterios entre sentencia y voto particular posee una entidad no desdeñable para casos futuros, entidad que no puede ocultarse.

Ahora bien, también es cierto que esa trascendencia teórica de la discrepancia carece de efectos sustanciales en la práctica del caso enjuiciado, y ello hay que sopesarlo igualmente para valorar la verdadera trascendencia de la discrepancia en el supuesto concreto en que se produce. ¿Qué diferencias existen, pues, para el asunto Rumasa entre la solución propugnada en el voto particular y la adoptada en la sentencia? Parece que pocas. La inconstitucionalidad de la adquisición, por obra de la ley, del pleno dominio de las acciones (artículo 2º del decreto-ley) y la inconstitucionalidad de parte del procedimiento expropiatorio (artículo 4º del decreto-ley), que son las dos únicas proposiciones del voto particular contrarias al fallo, no hubieran invalidado ninguno o casi ninguno de los actos expropiatorios llevados a la práctica por el Estado (poseedor legítimo de los bienes de Rumasa) desde que se dictó el decreto-ley hasta que se dictó la ley que lo sustituyó. Sobre el gran problema planteado, que era si el Gobierno podía o no expropiar Rumasa, como lo hizo, por decreto-ley, la coincidencia (no importa subrayarlo una vez más) es absoluta en los 12 magistrados.

Una vez considerada en su real dimensión la significación de la sentencia, se podrá o no estar de acuerdo (y ello es normal e incluso saludable para un país como el nuestro, con una viva doctrina jurídica) con las teorías que en ella se defienden, sin merma, por supuesto, del acatamiento obligado de la decisión. Se podrá estar más próximo intelectualmente de las razones del voto particular o de las razones de la sentencia (ambas, como razones jurídicas, son perfectamente discutibles), pero lo que no puede sostenerse con fundamento es que en este caso ha habido una resolución política en la que ha prevalecido la razón de Estado (o de Gobierno) por encima de la razón del derecho. El modo de producirse y expresarse la sentencia y el voto particular -que, por cierto, más enriquece que contradice el fallo- no abona, de ninguna manera, esa tesis de la politización. Pero es que además ya no cabría achacar esa politización sólo a seis miembros del tribunal, pues, dadas las coincidencias entre- todos, habría que achacarla al conjunto de los 12 magistrados o sostener (lo que resultaría extraordinariamente pintoresco) que en esta sentencia han tenido todos voluntad y no razón. La cuestión, en realidad, es más sencilla (y el tribunal más digno) que todo eso: se trata simplemente de un recurso que, como ocurre con cierta frecuencia -aunque, eso sí, originando menos alboroto-, han perdido al final los recurrentes.

Y esa pérdida no debiera originar reacciones, a veces temerarias, a veces meramentes apresuradas, contra el propio Tribunal Constitucional y sus magistrados. La justicia constitucional ha venido siendo entre nosotros una institución ejemplar, y sería una lástima malograr desde fuera esa obra construida a pulso, día a día, por los hombres que la sirver. Unos hombres que han tenido hasta ahora la sabiduría de resolver con prudencia asuntos extraordinariamente delicados, dando resoluciones jurisdiccionales a cuestiones cuya excesiva politización las hacían poco apropiadas para ser juzgadas en términos estrictos de derecho. Sabiduría del tribunal que, a mi juicio, no queda empañada, ni mucho menos, con la sentencia sobre el caso Rumasa.

es catedrático de Derecho Político.

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