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Un caso difícil

Tantos años lleva produciéndose el afeitado que su erradicación debe ser un caso difícil para la autoridad. Al Ministerio del Interior compete la vigilancia del reglamento taurino y, por tanto, la investigación del fraude.

Presuntamente, el defraudador es el torero que lidia el toro manipulado, o en su defecto el empresario que adquirió la res, o el ganadero que la vendió manipulada. Gañanía marginal muy localizada -sus nombres, domicilios y lugar de contratación lo conocen sobradamente los taurinos- sería el brazo ejecutor.

Luego está la presunción del, delito, que tampoco parece cuestión logarítmica. Si el toro luce cornamenta de buida terminación, no es presumible; si la presenta roma o malformada, sí es presumible.

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Hay una Escuela Nacional de Sanidad Veterinaria, con expertos e instrumental adecuado para demostrar científicamente, a la vista del cuerpo del delito, si hubo, en verdad, fraude.

Finalmente, el reglamento taurino contiene sanciones concretas para los manipuladores, que van desde la multa a la inhabilitación.

Será un caso difícil, pero no tanto como buscar una aguja en un pajar.

La afición se pregunta por qué, durante tantos años (por lo menos, desde Manolete) la autoridad no ha encontrado medio de acabar con esta lacra.

El director general de la Policía, Rafael del Río, dijo en su discurso al inaugurar las Primeras Jornadas de Presidentes de Plazas de Toros, celebradas en en Madrid el pasado mes de febrero: "Es un escaparate de la policía nuestra presencia en los espectáculos taurinos". Y dijo bien.

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