El corazón
A mi amigo Otero Besteiro, con quien comparto soledades y álamos (más la imposible nostalgia de las adolescentes) le han sacado el corazón, se lo ha sacado el gran doctor Rufilanchas, y yo lo he visto. Paco Otero Besteiro, compañero de parchís y de ligues, ha estado dos horas sin corazón (un motor funcionaba en su lugar) y el doctor Rufilanchas le ha puesto a este corazón de medio siglo, que es el de nuestra generación, unas válvulas biológicas y frescas de ternera.El corazón, como la Luna y otros objetos del alquiler teatral y poético de Cornejo, van siendo desmitificados por la ciencia. Aprendamos de una vez que el lirismo no está en la mentira. Enfermo ha habido que, con el corazón fuera del pecho, funcionando todo él a motor, ha hablado, ha dicho cosas, porque la sangre le ayudaba en los lóbulos pensatrices del cerebro (más ideador el izquierdo que el derecho, por qué será). Oterito, compañero de campos y confidente de mujeres, no ha llegado a decirme nada mientras era un hombre sin corazón, como un naipe recortado, pero ahora me enseña la cicatriz que le parte en dos, que le convierte en un medio ser ramoniano. Los periodistas que nos hemos molestado en leer (y no era ninguna molestia, sino un gozo) a los grandes maestros de antes de la guerra, recordamos a Benigno Bejarano (pseudómino, como todos) en una crónica donde explica cómo la técnica hace un túnel para atravesar una montaña y luego la política pone una aduana y cierra burocráticamente el túnel, un esfuerzo ingente de los obreros. Del mismo modo, la ciencia ha resuelto el exceso de fecundaciones e incluso el embarazo indeseado, pero siempre hay una burocracia, del cielo o de la tierra, que entorpece la tarea liberatoria de la ciencia.
Las válvulas de ternera cuestan un ojo de la cara y la yema del otro, porque hay que pagar royalties a los yanquis (aquí es que no inventamos nada, y mira que nos sobran terneras). En el Seguro también las ponen, y eso hay que decirlo en honra del Seguro. A Otero Besteiro ha venido a salirle todo por un kilo, y ya está insultando a los curas de la clínica y metiendo mano a las enfermeras, como antes (aunque algunas brujas se hubiesen alegrado de su muerte). Así se ha salvado un amigo mío, un niño del corazón del bosque galaico que vive inventando animales de piedra, bronce, oro o plata, y que no son sino (yo lo veo, aunque él no lo vea) la presencia con que se le anunciaban los animales del bosque en su infancia aldeana e imaginativa. Aparte la camaradería entre hombres, me alegra saber que hay en España doctores como Rufilanchas que pueden raptar un corazón durante dos horas, como si fuera una granada, y manipular en él mientras el muerto vive de electricidad y sólo eso. Cuando la ciencia ha llegado a estas cosas y no somos felices, es porque no queremos. A primeros de noviembre crucé al chalet de Otero Besteiro. Era un muerto con abrigo y sin afeitar.
-Si estoy dibujando y se me cae un lapicero, no puedo agacharme a recogerlo, Paquito. Me ahogo.
Pensé que estaba abrazando aquel abrigo marrón y viejo por última vez. Los periódicos, y uno les secunda, conceden primera, mayor y diaria importancia a la política, pero si repasásemos un poco la historia reciente, veríamos que las grandes conquistas de la felicidad se las debemos a la ciencia, aunque también les debamos los misiles, que es lo que se siembra este año en Europa, alternando con la patata, que toca al año que viene (no se puede sembrar patata todos los años sin que desmerezca, y de ahí la OTAN). No es tan malo este mundo en que nos salvan a un amigo de hace veinte años para que pueda seguir imaginando pájaros de su infancia orensana y selvática. No es tan malo este mundo en que los amigos pueden seguir hablándonos, literalmente, con el corazón encima de la mesa. Pero la ciencia no es inocente -ay-, y lo que tiene que hacer la política es reconducirla hacia la paz, no hacia la guerra.
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