Un vía crucis profano
La vida del rey Eduardo II de Inglaterra,
de Cristofer Marlowe, adaptación de Brecht, texto en verso castellano de Gil de Biedma y Barral. Intérpretes: Aledo Alcón, Antonio Banderas, Julián Argudo, José Hervás, Pedro del Río, Juan Jesús Valverde, Chema Muñoz, Carlos Lucena, Fidel AImansa, Ricardo Moya, José Luis Pellicena, Mercedes Sampietro, Paco Casares, Antonio Maroño, Alberto Delgado, Dora Santacreu. Escenografía y vestuario: Fabiá Puigserver. Dirección: Lluís Pasqual.
Estreno: teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional). Madrid, 29 de noviembre de 1983.
Marlowe fue perseguido en su tiempo (1564-1593) por homosexual y ateo blasfemo; fue espía y espiado, asesino y asesinado en un turbio asunto de amor impuro (lewde love, se dijo). Tuvo un enorme talento literario y teatral (entonces, la misma cosa) y escribió, entre otras (un primer Fausto), esta obra que ahora se estrena en Madrid con el título de La vida del rey Eduardo II de Inglaterra (en el original, El turbulento reino y lamentable muerte de Eduardo II).
Havelock Ellis, el primero de los sexólogos de nuestro tiempo, ha hecho un estudio fundamental (y, en su momento, prohibido) de este personaje libre y genial. Brecht, perseguido por comunista, perseguido por judío, hizo una versión en 1923 (cuando él tenía 25 años) De todo ello se hizo una versión en catalán que montó Lluís Pasqual en el Lliure de Barcelona en 1978; desde entonces modificó sus puntos de vista sobre la vida en un sentido más pesimista, y de ahí procede esta nueva versión, ahora en castellano y con otra importantísima aportación: el verso irregular de Gil de Biedma y Carlos Barral.
Todo esto queda relatado para señalar que este estreno está hecho de lejanas y próximas resonancias y preocupaciones. Habría que verlo como una obra nueva. Olvidándose incluso de la verdadera vida de Eduardo II, durante cuyo reinado comenzó realmente a articularse el tercer estado de los comunes como parte en los pleitos entre la corona y la nobleza.
Esta bella obra de ahora tiene la forma bárbara y feroz del teatro de Marlowe, y parte de su estructura, y ecos de los primeros discursos de Brecht. Su valor principal es la exaltación del amor y, concretamente, del amor homosexual: el del rey y su favorito Galveston, por el cual el rey sacrificó su trono, entró en guerra, perdió la vida. El tema del poder y su reparto queda en último plano. Tiene una estructura de dos partes simétricas: la primera, tras la breve exposición del amor entre los dos hombres y el repudio por los barones, es un largo calvario, un vía crucis, de Galveston. La segunda es una repetición en la persona de Eduardo IL perdida su guerra_ de venganza, prisionero, se niega a abdicar a pesar de todas las torturas, y es finalmente asesinado.Las palabras vía crucis o calvario aplicadas a esta acción tienen un sentido que se puede encontrar en una de las blasfemias de las que se acusó a Marlowe (y que, según su enorme admirador Havelock Ellis, es muy cierta): fue la de que Cristo tuvo amores carnales con san Juan Evangelista. La versión de Lluís Pasqual parece acentuar esta visión de una cierta identidad, de unos precursores de una redención. Es un supuesto mío, del que no hago responsables al director.
Pista de circo
La disposición escénica -de Fabiá Puigserver- sobre la que se representa la tragedia es la misma del Teatro Lliure de Barcelona, para lo cual ha habido que readaptar el teatro María Guerrero un gran espacio central acotado, con suelo de turba. Parece una pista de circo, y los saludos finales de la compañía se hacen sobre un gallop final de circo, para subrayar irónicamente -y descargar la tensión trágica- esta idea. El resultado es óptimo desde un punto de vista de metáfora escenográfica: la sensación de barro, de ciénaga, de suciedad, se añade a toda la acción, y multiplica su crueldad. Aun a costa de la visualización. No es un espacio preparado para eso.
Aun así, el espacio se olvida pronto -como debe ser: está, sirve, pero no roba el protagonismo- y quedan, desnudos, los dos valores esenciales, texto e interpretación, resolviendo la acción. El texto es bellísimo. Lo han compuesto dos escritores de primer orden, sobre las resonancias citadas, de otros dos grandes talentos -Marlowe, Brecht- y es de una extraordinaria calidad. La acción es cruda. La simetría de las dos partes se convierte en algo monótona, en una cierta pesadumbre: es una sola situación duplicada, y lo demás es secundario. La valoración del amor está rápida y bien dada: el pago por ese amor termi na siendo una recreación sadomasoquista, que se agota a sí misma.
Es muy buen teatro y se ve; para ser mejor tendría que verse Menos su condición de buen teatro y transmitir más emociones. Toda la brutalidad, todo el sufrimiento, todo el dolor que hay en ese circo de fieras no traspasa, no se convierte en emoción. Quizá sea una forma deliberada de trabajar el distanciamiento, pero parece más bien que no se ha logrado, o que se ha quedado en la intención. Debe quedar muy claro esto: es muy buen teatro, y se ve como un curso, como una lección de teatro, más que como una obra para conmover o inspirar piedad y horror: no termina de estar dentro de la idea de catarsis de la gran tragedia. Se queda en lección, y es magistral.
Estructura de película
Lluís Pasqual ha utilizado muy bien el espacio y los movimientos de los actores, ha dado continuidad a lo que en el fondo tiene estructura de película -fundidos, encadenados, música de fondo, cierres en negro- y ha sabido narrar lo que la interesaba narrar: esta pasión y muerte de los dos enamorados a lo largo de una historia que no se hace comparecer más que como justificación. Si autores y director hubieran con sentido en una reducción de la obra en el tiempo, antes de que la fatiga invada a los espectadores, hubieran hecho ganar mucho al espectáculo total. Como es, interesa enormemente, aunque sólo sea por escuchar el lenguaje y por seguir la narración: puede que a espectadores menos interesados por la lección les agote antes de que se cumpla el tiempo.
La interpretación es desigual: no ya en el sentido de las calidades, que eso siempre existe, sino en el del estilo o la coherencia. Alfredo Alcón tiene el poder de un gran histrión, en el mejor sentido de la palabra, de tragediante a la manera clásica, con todas las gamas de voz, todo el descontrol -aparente- de gestos y actitudes. Esto puede contribuir a la teatralidad -en el sentido empleado antes, de distanciamiento o de efecto visible- para unos espectadores muy acostumbrados a trabajos más contenidos, que son los que hacen sus compañeros de escena. Él mismo da otra lección, y es probablemente así como hay que hacer la tragedia renacentista inglesa.
Pero Pellicena, en su enemigo Mortimer, pertenece a esta otra escuela más controlada, más naturalista. Lo es también la siniestra figura de su personaje. Le da la necesaria intensidad, es más valioso en las escenas directas que en las indirectas -las irónicas, las de sobreentendidos o malicia-; pero hay una cierta falta de concordancia.
El joven Antonio Banderas es más bien un mancebo-objeto: su pasión es pasiva. Representa bien un cuerpo que ama y sufre hasta la extenuación. Mercedes Sampietro matiza más entre la frialdad vengativa, el amor frustrado, la indecisión, la aceptación. Los verdugos populares, tradicionales en ese teatro, Fidel Almanca y Ricardo Moya, dan el cinismo, la crueldad indiferente y burlona. Los otros papeles son relativamente secundarios, y sobresale en ellos Paco Casares; pero siguen dado un fondo no concordante con el papel principal. Puede muy bien ser buscado para marcar la diferencia entre héroe y antihéroe; pero la teoría, cuando es previa a la práctica, no siempre se confirma.
Todo ello constituye en un excelente espectáculo literario y teatral. No encuentro en él demasiada confirmación del exceso de palabras teórico-filosóficas del programa, con su consabido comienzo de "En estos momentos, y en nuestro país...": me parece una aproximación poco justificada. Vale en sí mismo, como es, como teatro. Y fue, por eso, ovacionado y vitoreado.
Babelia
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