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Vuelven dos clásicos de la zarzuela

La mejor 'Gran Vía'

La Gran Vía, a punto de cumplir un siglo, se escribió con el pretexto de la construcción en Madrid de esa enorme calle que, a su vez, suponía la destrucción de otras; como entonces los progresistas no estaban todavía contra lo que suponían que era el progreso, en el texto de Felipe Pérez y González no había ninguna prenostalgia de lo que iba a desaparecer; las calles madrileñas representadas en la obra estaban, ellas solas, furiosas. La revista política hacía, sobre todo, una crítica de la actualidad. España estaba menos tensa que ahora -a pesar de toda la carga del siglo XIX-, y el escenario admitía más cosas. La Gran Vía se fue representando a lo largo del tiempo con algunos cuadros añadidos; otros, suprimidos; según algunos datos inmediatos, los autores cambiaban o sugerían algo.Adolfo Marsillach, ahora, ha elegido: ha suprimido algunas cosas que hoy son poco significativas; ha añadido algún cuadro -de los autores, naturalmente- poco representado, y ha conseguido, con un talento escénico que le es muy propio, un excelente equilibrio. Consiste en no ser demasiado paternalista del pasado, no acentuar más que la ironía que el propio texto permite, no jugar con ese engañoso espejismo del "ahora somos más listos", pero, en cambio, añadir una sabiduría -la suya, desde luego- actual del teatro.

Probablemente de todas las representaciones que ha tenido en 100 años La Gran Vía ésta es -desde el punto de vista escénico, interpretativo- la mejor. Ha impuesto un reparto de actores y actrices, como lo requiere esta forma del género chico, capaces de cantar como se cantaba entonces en el teatro arrevistado, hasta el punto de que cuando se introduce el bel canto -con Ángeles Chamorro-, resulta desplazado.

Ma rsillach ha introducido sus inventos escénicos, sus efectos visuales, sus pequeños hallazgos; ha incorporado la pasarela y unas figuras y situaciones de un tipo de revista que no se producirían hasta muchos años después, pero que son perfectamente dignas de incorporación. Si a veces el ritmo resulta lento, es por las necesidades ineludibles de la ejecución de la partitura -que parece haberse respetado totalmente-, pero siempre hay un invento para disimularlo, para hacerlo pasable. Los figurines de Cytrinowski son brillantes y divertidos; y contrastan con la opacidad triste y fea de los decorados; la coreografía de Skip Marinsen es continuamente inventiva y da brío a la teatralidad de la obra.

Pocos días

Hay que correr a verlo. Los teatros institucionales tienen ahora el masoquismo de renunciar a la explotación de sus éxitos y de privar de ellos al público. Es un raro estilo nuevo de hacer teatro para pocos. Sólo se representa hasta el día 30 (incluido), pero este lunes ¡descansan!; vuelven el día 23 de diciembre y se marchan el 8 de enero. Hay, por tanto, que apresurarse. ¡Qué estupidez!.Pero tampoco hay que correr excesivamente por la calle para llegar a la hora. Si se llega con algún retraso puede perderse La Tempranica, y eso es una felicidad. Salvando, naturalmente, sus grandes valores musicales. Teatralmente, literariamente, es impresentable. El autor, Julián Romea, era actor -no el gran Julián Romea, su sobrino-, y como libretista fue un desastre.

Tan convencido debía estar Marsillach de que La Tempranica era insalvable que no ha hecho nada por ella, a no ser cortar el texto hasta donde le ha sido posible. Pero la imbecilidad original le ha podido. Deja a sus personajes ineptos que hagan lo que quieran; a los cantantes, que digan el papel como puedan -y no pueden-, y abarrota el escenario con el coro de los gitanos de tal forma que se siente continuamente la angustia de que van a caerse al foso de la orquesta y rebotar en algún timbal.

El decorado de Cytrinowsky es, en este caso, muy bello -dentro de lo que da de sí el azul-, sobre todo cuando se está quieto. El movimiento de paneles no tiene sentido. Pero, en fin, La Tempranica se olvida pronto. A Marsillach se le debió olvidar desde que se hizo cargo del proyecto. Lo que importa es La Gran Vía, y su placer es tan considerable que no merece la pena empañarlo con el recuerdo atroz de La Tempranica, que, a su vez, se perdona a sí misma por la calidad musical de Jerónimo Jimenez.

El público fue feliz y lo demostró. Los aplausos que recibieron los dos cómicos de primer orden -Alfonso del Real y Ángel de Andrés- que conducen toda la obra y las otras figuras se multiplicaron con la presencia en el escenario de Adolfo Marsillach. Se los había ganado limpiamente.

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