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Richard Brautigan

El escritor norteamericano, que aprendió a leer solo, bebe en Mallorca

Es un chico bastante grande que ha perdido su juventud en los libros que leen sus millones de lectores. Lo más irresistible de su arrugada personalidad de gran bebedor es la foto que figura en las solapas de sus obras traducidas al castellano: no se le habían hinchado las células de la cara, y la caspa era tan sólo una amenaza. Parece, cuando uno todavía no se ha propuesto defenderse, un hombre cortés y con pocas ganas de perder el tiempo de sus vacaciones españolas. En realidad es un autor de novelas de aventuras graciosas que vive en San Francisco.

Richard Brautigan, nacido en Tacoma (Washington) hace suficientes años (1935), se muestra sumamente preocupado por la imagen que su genio literario puede proyectar en España y no duda en advertir al periodista qué preguntas considera improcedentes. Según cuenta, también cuando habla en los bares está demasiado acostumbrado a los miles de ojos anónimos que le observan desde el mercado editorial japonés o norteamericano. Ambos países son tierras de largas vías férreas, y sus trenes, subterráneos o no, son un buen lugar para las historias de sus ocurrentes personajes. Pero ni C. Bard -el detective fracasado- ni Willard -el inmenso pajarraco curioso de otras vidas- ni el malvado doctor Hawkline -constructor de malévolos monstruos- guardan parentesco autobiográfico con el escritor. Éste es totalmente autodidacta y, según mantiene con orgullo, aprendió a leer solo. "Tome buena nota de eso; ahí detrás hay todo un proceso increíble de aprendizaje. Mi esfuerzo le permite ahora a usted afirmar que no soy un intelectual".En las circunstancias en que transcurre la entrevista, cualquier sugerencia puede transformarse en un evidente malentendido. ¿Ha utilizado usted el esquema freudiano principio de realidad / principio de deseo como punto de partida para el desarrollo estructural de su novela Un detective en Babilonia? ¿Es su pajarraco Willard la encarnación de un testimonio fuera de toda pugna humana?

-Usted me está cargando con sus preguntas.

-¿Puede usted indicarme los temas que desarrollará en las conferencias de su gira europea?

-Vivir y morir en este planeta.

-¿Puede concretar alguna de las proposiciones literarias de sus disertaciones?

-Sólo me interesa el futuro. Cada vez que respiro pienso lo mismo: 'Qué suerte tienes, Brautigan'.

En 1958, Richard Brautigan publica su primer libro de poesía: El autoestopista de Galilea. Y en 1965 el editor Grover le publica su primera novela: Trout fishing in America. Tiene entonces 30 años y su libro circula entre los jóvenes rebeldes americanos como una de las grandes respuestas. Cada uno de los capítulos de sus novelas alcanza las dos páginas, y sus frases miden seis palabras. Esta composición facilita la lectura fragmentaria de su millonaria obra, a la que acceden también los que no tienen tiempo. Tampoco Brautigan lo tuvo. Trabajó duro en una industria de conservas. Cuando abandonó la fábrica se convirtió en limpiador de cristales de rascacielos, hasta el día en que le arrebataron la bayeta "por negligencia". Continuó trabajando en la construcción y en los aserraderos de bosques, y mientras todos sus compañeros dormían, él, Brautigan, escribía. Bajo las dos inmensas muecas de Miller y Bukovsky.

La borrachera debe ser un atributo del escritor consagrado en América del Norte. Brautigan advierte de nuevo, siempre entre martinis, cervezas y coñás, que sólo formará parte de la entrevista escrita aquello que rigurosamente pronuncie a propósito. Le indico que todavía no ha contestado a ninguna de mis preguntas y sonríe con cierta satisfacción solidaria. A menudo se le abren en el costado, bajo la oreja, unas grietas de ternura y sucumbe a las tentaciones que estimula el alcohol: abandonar la rigidez para, simplemente, charlar.

Apenas conoce Europa

Pero eso no es posible. El asombro impide que Brautigan reaccione. Apenas conoce Europa, y de España sabe lo que le contó C. Bard, su detective, que, al parecer, estuvo en las Brigadas Internacionales hasta que un tiro le entró en el culo. Ha gestionado inútilmente, desde que llegó a Mallorca, el reconocimiento y admiración de los indígenas mediterráneos que nunca oyeron hablar de él. Eso le irrita especialmente. Le indigna que el distribuidor de Anagrama en Mallorca sólo tenga siete ejemplares de Richard Brautigan en el almacén. Pero Jaime Adrover -experto conocedor, además, del teatro español- hace lo que puede: "Quería presentar su obra en una librería: no le gustó la librería. Alguien propuso una galería de arte: no le gustó la galería de arte. Creo que acabaron en un bar"."El psicoanálisis es una mierda". "No tengo ni política ni filosofía". Brautigan se expresa poco, pero con precisión. Después de sacar del lugar de la entrevista a la mujer española que conoció algunos años antes, comenzó la inútil conversación que ahora acaba. La mesa se ha hinchado de vasos vacíos. Se levanta de la mesa conmigo y se traslada a la terraza del bar. Podría ser un buen final para sus cuentos de metropolitano que C. Bard sacudiera fuerte al periodista. Pero, sorprendentemente, el final es otro: Brautigan se arrodilla en la acera y saluda, insistentemente, con el ritual japonés.

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