La distancia del porvenir
Posiblemente resultaría difícil encontrar en la historia un período más denso en acontecimientos que el que media entre la llamada guerra europea y la segunda guerra mundial. Esos 21 años que van de 1918 a 1939 son fácilmente agrupables en dos fases de extensión similar y características contrapuestas. La primera de ellas corresponde a los años de recuperación y expansión, a lo que en Occidente se conoce con el nombre: de felices veinte. Pero la crisis del 29 llegará sin que el camino recorrido haya sido el mismo para todos. Tal es él caso de Italia 31 de Alemania; o el de Rusia, donde ya no hay zar; o el de Turquía, donde ya no hay sultán.En España, mantenida al margen de la guerra europea, la caída de Alfonso XIII se produce 13 años después del final de esa guerra y 1,4 después de la caída del zar. El dato me parece importante para enjuiciar correctamente la situación política y hasta emocional de aquel entonces. Una situación encuadrada, por otra parte, en la segunda mitad de ese período de entreguerras al que acabo de referirme: consolidación de Hitler, de Mussolini, de Stalin, militarización de Japón, etcétera, en un mundo todavía sacudido por las consecuencias económicas y sociales del crack del 29.
Para facilitar al lector de hoy la comprensión de hasta qué punto se concentran acontecimientos de toda índole en el período que va, del final de una guerra al comienzo de otra, consideremos la vida de una persona de 21 años, es decir, nacida en 1962, y a continuación imaginemos por un momento -en números redondos, desdeñando los meses a efectos de contabilidad- que el presente año, 1983, coincide con 1939, que en el año actual ha sucedido todo lo que sucedió en 1939; a partir de ahí, iniciemos una cuenta atrás. Este año ha comenzado la segunda guerra mundial, a los pocos meses de que acabase la guerra civil española. Una guerra civil que habría empezado en 1980. Alfonso XIII habría abandonado el país en 1975, dando paso a la Segunda República. Primo de Rivera habría caído en 1973. Y, en el plano internacional, si la ocupación de Etiopía por Italia sería algo tan reciente como lo es hoy para nosotros la invasión de Afganistán, a la guerra de Vietnam correspondería, en líneas generales, la, invasión de Manchuria por Japón; la invasión de Checoslovaquia por Hitler sería mucho más reciente: el pasado año, 1982. Las campañas de Marruecos quedarían tan lejos como el mayo parisino del 68, un recuerdo perdido en la brumosa linde de lo que se entiende por uso de razón. La gran guerra habría terminado el año en que nació nuestro joven, que ahora tiene 21, 1962. La revolución rusa se habría desarrollado mientras él se hallaba en el claustro materno.
Pero así como una concentración de acontecimientos como la señalada en el período de entreguerras produce un efecto de aceleración a la vez que de dilatación temporal (no sólo han pasado más cosas, sino que ha pasado más tiempo), un aparente estancamiento histórico produce el efecto contrario. Así, por ejemplo, si ahora volvemos al presente y nos remontamos no hasta 1918, sino hasta 1945, comprobaremos que para el hombre medio occidental, norteamericano o europeo, el ritmo y sentido de los acontecimientos ha sido muy distinto: reconstrucción, desarrollo, expansión y, sólo a partir de la reciente crisis del petróleo, un paulatino reajuste a la baja. Con todo, se trata no de 21 años de convulsiones, sino
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de 38 años de paz casi octaviana, interrumpidos ocasionalmente por algún que otro brote de violencia: Argelia, Ulster, etcétera. Caso aparte es el español, donde los 36 años de vida de invernadero que supuso el franquismo no fueron obstáculo para que el desarrollo económico de los años sesenta y el desarrollo político iniciado con la transición nos hayan conducido a una relativa homologación respecto al resto de Europa. Consecuencia añadida ha sido la de hacemos global y súbitamente viejos a quienes hemos pasado la mayor parte de nuestra vida dentro de ese invernadero. Hoy día, para un chico de 1.2 años, Franco es algo tan distante como para mí pudiera serlo a su edad el general Primo de Rivera.
Ahora bien: esas. consideraciones en tomo a una paz octaviana de 38 años, amenizada por el desarrollo tecnológico, los cambios en la moda y en las. costumbres, los viajes espaciales y, sobre todo, la computadora, no deben hacernos olvidar que sólo son aplicables al mundo occidental europeo y norteamericano, a nuestro mundo. Para empezar, el decorado deja de ser válido en todos y cada uno de los países del Este. Basta leer un Ebro cualquiera ambientado en tiempos anteriores a la segunda guerra mundial -las autobiografías de Canetti o de Eliade, las novelas del primer período de Nabokov- para darse cuenta de hasta qué punto era familiar a nosotros el mundo ahí descrito y hasta qué punto ha dejado de serlo en la actualidad. Pero si esto sucede en el segundo mundo, en el mundo socialista, un mundo a la vez familiar y distinto al nuestro, ¿qué decir del llamado Tercer Mundo? África, por ejemplo. O Latinoamérica, que tan buen futuro parecía ofrecer en los años de la segunda guerra mundial. O Asia, aunque con muchos matices, los que puedan existir entre una sociedad como la japonesa y una sociedad -o lo que de ella quede- como la de Camboya, un país donde se intentó poner en práctica una de las utopías más delirantes y sangrientas de la historia.
Si contemplamos el mundo desde la perspectiva del mundo occidental, la imagen obtenida no podrá resultar más desenfocada. Y no ya por el deterioro general del medio ambiente o por el riesgo de una guerra nuclear -que nos afectaría a los españoles lo mismo si estamos en la OTAN que si no lo estamos, con bases americanas o sin ellas-, o por las secuelas sociales no peores en nuestro primer mundo que en el segundo o en el tercero- de la crisis económica, ni siquiera por la suma de todo ello, sino, sencillamente, porque el planeta se ha convertido en un objeto pequeño, interconectado y frágil, y una determinada presión ejercida sobre cualquiera de sus partes puede terminar afectando al conjunto, a semejanza de una computadora a la que por error o accidente le borramos la memoria. No es que 1984, el 1984 de Orweil, esté esperando rampante a la vuelta de la esquina. Lo que sucede es que 1984 empezó hace ya tiempo.
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