Paz atómica
Fundamentalmente, el público tiene terror a la guerra atómica, porque cree que será un fin de fiesta bastante infernal. La muerte está al alcance de cualquiera. La postrimería de un individuo puede llegar por un resbalón en una piel de plátano, por la caída de una maceta de geranios desde un balcón, por una pulmonía doble mal curada o por un fusilamiento simple contra una tapia. Ante este absurdo cotidiano nadie saca las pancartas. Una pequeña catástrofe ritual preside la vida en este planeta, donde un mono color de rosa, coronado con la quijada de Caín, se ha erigido en rey del mambo. La destrucción es una costumbre, pero la gente teme la guerra atómica, más que nada por su puesta en escena. Los carteles que anuncian la ceremonia nuclear nos garantizan una lluvia de fuego en nuestras dulces, salitas de estar, acompaña da de un fragor de alaridos occidentales y de un crujido de huesos colectivo. Se trata de mala literatura de best seller.
Por si le sirve de consuelo, le recuerdo que la guerra atómica será un tránsito familiar casi inmaculado, muy social, hacia el otro mundo. Una tarde estará usted sentado con unos amigos en una terraza tomando un helado. Alguien a su lado se aflojará el nudo de la corbata y tal vez le quede una oportunidad de balbucir:
-Hace mucho calor para esta época del año, ¿no crees?
-El tiempo se ha vuelto loco. Es año bisiesto.
-¿Qué le pasa al helado?
De pronto, la bola de vainilla mágicamente se licuará en la copa y el contertulio mejor dotado comenzará a sentir que 14 cucharilla le está quemando la yema del pulgar. Nada más. A los pocos segundos se iniciará el gran espectáculo de luz y sonido, pero usted, por desgracia, no podrá verlo. Estará tan muerto como si se hubiera dado un mal golpe en la bañera. Aunque la guerra atómica ya hace algunas décadas que ha comenzado. Sólo que, en lugar de arrojarnos misiles a la cabeza, de momento los echamos a la basura convertidos en chatarra con un desdén metafísico, con un despilfarro astronómico. Pero el efecto de esta escalada nuclear es aún más degradante que la muerte. Hace que el hombre conviva con su propio desprecio. Qué mono tan raro.
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