Dos supuestos cuadros de Picasso, salvados del fuego en una aldea gallega
'Retrato de muchacha con mantón' y 'Arlequín rosa' podrían valer decenas de millones
Noche de san Juan de 1970 en una aldea gallega, a 15 kilómetros de Vigo. La mítica hoguera está a punto de ser prendida. los hermanos Alvarez, de siete y ocho años de edad, quieren aportar los trastos viejos que han encontrado en el desvencijado baúl del cobertizo. Arden ya las primeras llamas cuando ellos llegan con periódicos, revistas antiguas, fotografías amarillentas, dos cuadros y otros objetos combustibles. Arrojan los periódicos y uno de los cuadros. El papel se consume, el cuadro rebota fuera de la hoguera. Podría ser un Picasso, y aún hay otro posible.
José Álvarez, padre de los muchachos, reparó esa noche incendiaria, por vez primera en sus 39 años, en ese viejo retrato de una muchacha con mantón que desde siempre estuvo dando botes por la casa. Tiene una iluminación: "No, éste no lo quemamos, que es muy bonito". "Pues el otro, sí", responde el hijo. Con tanto ajetreo, se ha roto el cristal del otro cuadro, un arlequín de color rosa y también por vez primera aparece la firma al descubierto. "No, éste tampoco, que es una lámina de Picasso". Trece años después, los dos objetos recuperados del fuego profano pueden estar valorados en más de 50 millones de pesetas. Eran, se dice, dos Picasso originales.¿Cómo fueron a parar allí, a una casa de aldea construida en 1870?. A José Álvarez, de 49 años, en paro forzoso debido a una úlcera rebelde, lo que le trae loco desde que fueron confirmándose las primeras averiguaciones es cómo hacer para que transcurra el tiempo de forma segura hasta que Bellas Artes tome una decisión y, en su caso, los adquiera.
El Retrato de muchacha con mantón, supuestamente pintado por el genial malagueño a los 14 años y de cuya aparición informó este periódico en días pasados, ya está en trámite oficial con la Administración. Lo que nadie podía imaginar es que no era uno, sino dos, los posibles Picasso que están en manos de esta familia gallega.
En efecto, al óleo sobre tabla de 1895, con la figura disfrazada de una joven que bien pudiera ser Carmen Blasco, prima del pintor -aunque también pudiera tratarse de Lola Ruiz, su hermana-, hay que añadir ahora un gouache de arlequín en rosa, fechado inicialmente en 1905, que apareció junto con el anterior en el viejo baúl de la casa. Mide 44,5 por 59,5 centímetros, y es un poco menor, aunque conservado en mejores condiciones, que otro existente en los Estados Unidos.
Ni los propietarios, ni el asesor artístico quieren ser más explícitos sobre el nuevo hallazgo y no permiten fotografiarlo. "No, hasta que las investigaciones estén terminadas, tal y como lácimos con el Retrato..., aunque a nosotros no nos cabe ninguna duda sobre su autenticidad".
La reconstrucción del itinerario que siguieron los dos cuadros hasta llegar a un vetusto baúl de aldea gallega -cuyo nombre es silenciado por expreso deseo de sus actuales poseedores- y del período de tiempo en que el valor de ambos permanecieron en la ignorancia de propios y extraños, es apasionante. En ella ha buceado desde hace dos años José Gómez Aller, dueño de la galería Novecento de Vigo, a partir de aquella maftana lluviosa en que vio entrarpor la puerta de su galería a José Alvarez con fotografías de unos cuadiros viejos.
Las cosas debieron ser así. En 1905 Pablo Ruiz ya firmaba Picasso, pero daba igual, porque las pasaba negras en París. Algún marchante, o quizá algún chamarilero, debió comprarle un gouache rosa con la figura de un arlequin que, por alguna circunstancia, tuvo salida y gustó. El mercachifle le pidió que hiciera algunos más, que él se los compraría -y ello explicaría de paso la aparición de varios arlequines rosa- y también por alguna circunstancia se encaprichó de un pequeño óleo sobre tabla de la etapa juvenil. Picasso, en aquel tiempo, pintaba para comer.
Pudo ser así, o quizá los dos cuadros llegaran por vericuetos diferentes a las mismas manos. De lo que no hay duda es de que, en los comienzos de la primera gran posguerra, una familia de gallegos, enriquecida en Uruguay con la fabricación industrial de alcoholes y vinos, solía correrse sus juergas europeas en París. Un diplomático amigo suyo, dandi, exquisito e ilustrado, tenía como misión comprar objetos artísticos a sus amigos indianos para la decoración de una casa que poseían en algún escondido rincón de Galicia. Pero los Álvarez Rodríguez jamás volvieron a Galicia.
Murieron en Montevideo y sus familiares de la terriña fueron acumulando en una habitación aquellos regalos procedentes de París en espera de que alguien impusiera orden y concierto entre ellos, circunstancia que no llegó a producirse nunca. José Álvarez, sobrino de un sobrino del indiano alcoholista, recuerda desde niño haber visto aquel baúl repleto de trastos con olor a naftalina siempre en el mismo desván.
Fue necesaria una reforma doméstica en la casa, hacia 1969, para que el baúl fuera trasladado a la bodega, y ¿e aquí al galpón de fuera. Y fue necesaria una hoguera de san Juan como la del año siguiente, el mismo en el que José Álvarez cambié su dedicación en una multinacional de electrodomésticos por la de representante comercial, para que los hijos de José Álvarez escudriñaran en el arcón del abuelo en busca de leñas profanas con las que alimentar el fuego de junio.
Instantánea camuflada
En este tiempo, conforme prosperaban positivamente las investigaciones, la úlcera de José Álvarez se ha vuelto más rebelde y sus nervios se han desatado, aunque afirma "no haberlos perdido en ningún momento". Desde los primeros indicios de autenticidad, las dos obras fueron depositadas en la cámara de seguridad, de una entidad bancaria.Una de ellas es, y hasta que la propiedad de los cuadros no pase al Estado o a otro particular, negarse a ser fotografiado. Que un redactor gráfico colaborador de EL PAIS lograse la instantánea camufiada de su hija con uno de los cuadros costó lo suyo. Y arrancarle estas declaraciones tampoco fue moco de pavo. En la aldea, casi nadie sabe la buena nueva, y ellos, los Álvarez, intentan realizar una vida de lo más normal entre sus convecinos.
Cuando los cuadros han tenido que ser trasladados de un lugar a otro, José Álvarez ha contratado a un guardaespaldas armado, y en alguna ocasión ha pedido ayuda a un conocido suyo de la Guardia Civil. "Pero resulta muy caro pagar estos servicios", dice. El día en que tuvo lugar esta entrevista, José traía el cuadro consigo, pero no lo llevaba en aquel envoltorio plástico de forma rectangular con que nos despistó a todos: lo había desenmarcado previamente y portaba la valiosa tabla entre sus prendas interiores.
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