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Tribuna:
Tribuna
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Teodoro

Teodoro Petkoff -candidato socialista a la presidencia de Venezuela- estaba preso en el cuartel San Carlos, de Caracas, a principios de 1962, mientras la llamarada de la guerrilla se extendía por todo el país. Había sido capturado en el curso de una operación urbana y recluido en una celda de alta seguridad, de la cual parecía imposible fugarse. Apenas había cumplido los 30 años, pero ya era un dirigente destacado del partido comunista y tenía un pasado brillante como resistente universitario contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez. Desde el instante mismo en que fue capturado tuvo un objetivo único que no le dio un instante de tregua en los largos meses de reclusión. Ese objetivo, que se consideraba poco menos que fantástico, era fugarse de una cárcel militar de la cual nadie había logrado escapar hasta entonces.Lo consiguió en pocos meses con un plan deslumbrante. Un sábado de visitas, una amiga suya le llevó escondidas varias cápsulas llenas de sangre fresca de vaca. Cuando quedó solo en la celda, Teodoro empezó a quejarse de un malestar cuyos síntomas precisos no le dejaban ninguna duda al médico de la prisión: una úlcera gástrica. Era una dolencia fingida, por supuesto, pero el proyecto era tan meticuloso que Teodoro se había aprendido de memoria hasta las manifestaciones más sutiles de la enfermedad que le convenía aparentar. El médico le recomendó reposo -que no era nada dificil en una celda de alta seguridad y le prescribió un tratamiento severo. Pero aquella noche, Teodoro se tragó las cápsulas, despertó a la prisión con sus gritos y los guardias que acudieron lo encontraron postrado por una crisis de vómitos de sangre. Lo trasladaron al hospital militar, donde las medidas de seguridad no eran tan rigurosas y antes del amanecer se descolgó por la ventana del séptimo piso con ayuda de una cuerda que alguien le hizo llegar.

Fue una fuga tan espectacular que cuatro años después, cuando Teodoro fue capturado de nuevo en el Estado de Falcón, donde operaba la guerrilla comandada por Douglas Bravo, la prisión del cuartel San Carlos le pareció poca cosa al Gobierno para mantenerlo a buen recaudo. De modo que lo mandaron a una colonia marítima donde la fuga era imposible: la isla de Tacarigua. Otra vez la obsesión de Teodoro en cada instante de su reclusión siguió siendo la misma: evadirse.

La primera tentativa, cuya audacia revela muy bien cuáles eran las condiciones de la cárcel, fracasó por una filtración. El rescate debía intentarlo una célula guerrillera durante el traslado de Teodoro de un lugar a otro de la isla, acompañado por un solo guardián; pero éste lo llevó, con la pistola apoyada en la nuca y con la advertencia de que le volaría el cráneo de un balazo si alguien intentaba interceptar el vehículo. Teodoro comprendió entonces, como lo había comprendido la primera vez, que su única esperanza era hacerse cambiar de prisión. Le costó tiempo y trabajo, pero lo consiguió.

Tuvo la suerte de que lo trasladaron otra vez al cuartel San Carlos, donde estaban recluidos no menos de 50 compañeros suyos. Cuando llegó, ya el plan de fuga estaba adelantado. Un túnel que el partido comunista había empezado a construir desde hacía casi 20 meses llegaba por esos días a su término feliz. A lo largo de muchos años, incluidos los interminables y feroces de la dictadura de Juan Vicente Gómez, los políticos presos habían iniciado la construcción de túneles desde las celdas hacia la calle, y todos habían sido descubiertos cuando ya era imposible ocultar la tierra de las excavaciones. El más reciente lo había intentado el general Castro León -un conspirador nostálgico de los tiempos de Pérez Jiménez- y por un error de cálculo no desembocó en la calle, sino en las, cocinas del cuartel. El nuevo túnel había resuelto el problema de la tierra, excavando desde una casa al lado del cuartel, con una calle de por medio. Todo estaba tan bien planeado que en cierta, ocasión empezó a ceder el pavimento con el peso de los vehículos y los inquilinos de la casa consiguieron que las autoridades del cuartel prohibieran el tránsito por aquella calle.

Tres dirigentes se fugaron en febrero de 1967 y en el día más propicio del año: la noche de carnaval. En una fecha así lia vigilancia era menos intensa y la búsqueda casi imposible en una ciudad sumergida en el frenesí de la parranda. Era imposible identificar a nadie porque medio mundo andaba disfrazado. Teodoro fue uno de los tres. Pero mientras la mayoría de sus compañeros parecían empeñados en proseguir una guerra que era un error militar evidente, él salió de la cárcel convencido de que era además un error político en el cual no parecía sensato persistir.

Estos dos episodios de la vida de Teodoro Petkoff me llamaron la atención de un modo muy especial desde que alguien me los contó hace ya muchos años, porque dan una clave reveladora de su personalidad. Es un político audaz, de una energía que se le siente hasta en un apretón de manos, pero todos sus actos están comandados por el sentido común. Cuando abandonó la lucha armada, esto requería mucha más valentía que continuar en ella. Teodoro, con lo mejor de su partido de entonces, asurriió el riesgo con un proyecto en el cual no se sabe si admirar más la visión o la paciencia: 10 años para formar un movimiento nuevo y otros 10 para imponerlo. Los 10 primeros han transcurrido y el movimiento está implantado. Pase lo que pase en las elecciones venezolanas de diciembre, el partido de Petkoff quedará establecido como una tercera fuerza con posibilidades inminentes de convertirse en la segunda y entrar en la recta final hacia el poder.

Yo mismo, que lo conozco desde hace tantos años y que he seguido de tan cerca su trayectoria espectacular, me sorprendo de que haya llegado a este punto en un tiempo tan breve. Pero me sorprende más que lo haya conseguido sin dejar de ser el hombre humano que ha sido siempre, capaz al mismo tiempo de fugase de la cárcel como un héroe de cine, de bailar como un muchacho la música de moda hasta el amanecer, o de pasar una noche entera -y a veces sin tomarse un trago- hablando de literatura. "Soy un apasionado lector de novelas", ha dicho en una entrevista. "Son mundos en los que me sumerjo con facilidad". Y no se trata de un lector cualquiera, sino de uno que ha hecho la proeza de leer dos veces La montaña mágica, de Thomas Mann, lo cual es casi un dato decisivo de la personalidad. "La primera vez la leí por compromiso", ha dicho, "pero la segunda vez la agarré así, hojeándola, y de pronto me encontré leyéndola con un inmenso placer".

No es raro para quienes lo conociemos bien: su poesía favorita son los Veinte poemas de amor... de Pablo Neruda. Se sabe que tiene cuentos clandestinos y que rorrpió los originales de una novela que había escrito en la cárcel.

He señalado este afecto a la literatura por el puro gusto de señalar una afinidad. Pero la verdad es que a Teodoro le interesa todo con la misma pasión -desde la filosofía escolástica hasta el béisbol-, y a esto se debe quizá el que se le note tan poco el paso de los años. Ahora anda por el medio siglo, pero muchas veces, oyéndolo hablar, uno piensa que cambia de edad -desde la adolesciencia hasta la madurez- según el tema y la ocasión. Sólo hay dos cosas que le causan miedo, que son las matemáticas y la tribuna de los discursos, pero en ambos casos lo domina muy bien. En cambio no le tiene miedo al tiempo, y eso es tal vez lo que mejor define su vida: le alcanzará para todo.

Copyright Gabriel García Márquez - ACI 1983.

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