Una penosa sensación
Cuando escribo estas líneas, con tanto dolor como estupor, aún resuena, a lo ancho de toda la ancha España, uno de los clamores más hondos que jamás hayan podido oírse en nuestra patria: el del minuto de silencio, de indignado y patético silencio, por el asesinato de un farmacéutico cuyo único delito había sido el de mudar el blanco mandil del boticario por el uniforme caqui del soldado.A la tragedia de una familia que no podrá comprender nunca las confusas razones tácticas de los asesinos se añaden el pasmo y la rabia de quienes se preguntan dónde podremos situar la frontera entre el vicioso y tortuoso sadismo y las vanidades independentistas. Pero aún hay algo más todavía. Uno de los aspectos más preocupantes y confusos de todo este sucio lance es su patética gratuidad, su patente gratuidad. ¿Qué garantías tenemos los españoles de que durante el tiempo que haya de transcurrir entre el instante en que escribo y el momento en que estas palabras salgan a la luz no hayamos de repetir el llanto, la ira y la condena? ¿Cuál es el límite de la provocación a un sistema capaz de ofrecer unas garantías individuales y legales no frecuentes en la historia de España? Ambas preguntas son retóricas, sin duda. Todos sabemos que no hay frontera conocida para la barbarie ni tampoco salud política bastante para la ilusión de los millones de españoles que acudimos a las urnas y que votamos a favor o en contra de un Gobierno socialista. La única linde que de verdad existe es la que vale por lavuelta atrás que sirviera para convertir al malo en bueno, arbitrio que no funciona porque la historia de España no tiene por qué bailar al son de las películas del Far West.
El resultado es el de una penosa sensación de impotencia. Cada vez que los asesinos deciden apretar un poco más el nudo de la soga aparecen graves declaraciones en los diarios, se pronuncian discursos en los funerales, se insiste en la utilización de todo el peso de la ley y se peinan carreteras y ciudades hasta que los nervios llevan al error, a los disparos desafortunados y las víctimas inocentes (cualquier víctima lo es, en pura teoría de Derecho penal), para acabar presentándose una simétrica e igualmente dolorosa preocupación. Da la sensación de que entre el cáncer terrorista y la zarpa de una razón de Estado exagerada lo poco inteligente no existe más que un tímido e inestable hueco en el que apenas podemos escondernos.
Un hecho evidente en el mundo que hemos construido entre todos es el de la absoluta facilidad que existe para dar el paso que va del doctor Hyde a Mr. Jekill. Cualquier hijo de vecino tiene a su alcance los medios suficientes para pasar a la historia como uno más de: esos pacíficos y aun virtuosos ciudadanos, amantes de la vida de familia y las costumbres tradicionales, que en sus ratos libres nutren las hortensias del jardín con los cadáveres de unos vagabundos que se pusieron a tiro, o acechan a los borrachos y a las prostitutas con celo puritano y anticipador de la justicia y aun de la venganza divina. La facilidad para matar no se encuentra tan sólo a merced de los ejércitos y en los arsenales atómicos, sino que alcanza también al nivel doméstico y artesano. En esas condiciones, el terrorismo organizado resulta un juego de niños. No se puede, por evidentes motivos, proteger a todos los posibles blancos de una organización de asesinos que comienza a disparar con el criterio nada ingenuo de que el capricho también consigue provocar el daño, la preocupación y aun la desesperación.
Resulta difícil saber dónde va a acabar todo este asunto. Imaginemos, como entretenimiento intelectual, las dos posibles consecuencias límite a las que llegaría, antes o después, una proliferación terrorista que no pudiera ser sujetada por el Estado. La primera alternativa sería, obviamente, la de la quiebra del sistema y la vuelta atrás del manubrio de la historia. Una dictadura sangrienta significaría una solución. Es probable que el terrorismo continuase, quizá con algunas mínimas dificultades supletorias, pero pocos ciudadanos se enterarían. Sería inútil asesinar a los capitanes farmacéuticos, porque tan sólo sus viudas y sus huérfanos podrían llorar la pérdida. El chantaje se habría acabado o, mejor dicho, habría alcanzado simultáneamente su mayor éxito y su más inevitable quiebra.
Pero imaginemos la alternativa opuesta: la de la independencia reclamada por los asesinos, con el novísimo aparato de Estado puesto a su servicio. ¿Verdaderamente sería ésa la solución? Pudiera ser que sí, pero siempre que a nadie de pelaje ideológico opuesto se le ocurriera el comenzar de nuevo la carrera hacia el terror asesinando a los mismos hombres bajo cualquier excusa de las últimamente esgrimidas.
En cualquiera de los dos casos habría unas evidentes víctimas absolutamente ajenas a la mascarada de la sangre: los ciudadanos que tienen que limitarse con su silencio a dar la callada por respuesta. Sus intereses tan sólo pueden defenderse con las armas que la Constitución otorga y las instituciones usufructúan. ¿Se emplean verdaderamente con toda la intensidad que la ley autoriza? Me permito ponerlo en duda. Mientras las condenas ambiguas se sucedan, las actitudes farisaicas utilicen el dolor en provecho propio y los fines electorales asomen su estúpido y ruin rostro bajo las pancartas que reclaman la paz, siempre nos quedará algo pendiente. Puede ser que, al final, todo resulte inútil y se acabe perdiendo la partida. No lo creo, pero a los españoles nos convendría saber, aun cuando sólo fuere por aquello de la anécdota histórica, quiénes son los que de verdad quieren que se acabe o no se acabe el terrorismo.
1983.
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