Agresividad y herramienta
En la década de los sesenta, los etólogos, con Konrad Lorenz al frente, comenzaron a interpretar la historia de la evolución humana bajo un prisma en el que nuestra paulatina adquisición de herramientas y estrategias de caza se interpretaba como la gran amenaza para la especie. Si hasta entonces primaba la idea de considerar el lento ascenso de la técnica en términos exclusivamente encomiásticos, la etología fue capaz de hacer patente la tragedia que se le presentaba a un ser agresivo y poco dotado para matar los animales que perseguía cuando, de repente (en una escala de tiempo evolutivo), se encontró con unas armas a su alcance tan considerables como las cuchillas y las hachas de pedernal.La doctrina de Lorenz ha tenido numerosas críticas y no pocos desprecios. Pero el valor teórico de su planteamiento permanece, a poco que se pueda pensar en una situación en la que los medios destinados a mantener el statu quo se ven ampliamente superados por aquellos que buscan precisamente lo contrario. Puede que haya de ponerse en duda el hecho de que los seres humanos dispongan de altas dosis innatas de agresividad, de pulsiones territoriales, de programas instintivos de conducta egoísta y de cualquier otra carga determinista por este estilo. Nada de eso, sin embargo, evitará la precisión de tener en cuenta la evidencia de que la historia del hombre puede narrarse siguiendo paso a paso la historia de la evolución de los instrumentos de guerra, y el dato harto significativo de que todos esos instrumentos han sido exhaustiva y puntualmente ensayados hasta su última perfección. Nuestra época no escapa a esas consideraciones generales, y tan sólo difiere en los instrumentos con los que puede simularse la guerra, la destrucción y el balance de la miseria, lo que permite dar de lado a aquellos otros medios más empíricos y espectaculares de análisis por la vía del fuego real. Pero aun así acabamos por enterarnos, un tanto de pasada y como si el asunto no mereciera mayor atención ni trascendencia, de que el derribo del jumbo coreano ha sido no más que un ejercicio de tira y afloja para proporcionar información más ajustada a las computadoras. Los respectivos juegos de la guerra en los estados mayores pueden, asi, corregir sus programas sobre lo que sucedería si se violasen los sagrados, derechos de territorialidad.
Supongo que ningún etólogo se sentirá especialmente aliviado, al margen de su mera satisfacción académica, al comprobar los resultados de tan salvaje experimento. Pero esa es no más que una de las predicciones marginales de la tesis de la agresividad innata y que, para colmo, se nos presenta demasiado matizada por circunstancias propias de la teoría política. Lo que de verdad debe preocuparnos es el correlato actual de las hipótesis que Lorenz hizo públicas pensando no tan sólo en las miserias de los pitecántropos. ¿Qué va a pasar ahora que ya no controlamos nuestra capacidad de matar?
Los portavoces de las dos potencias en cuyas manos están las vidas de todos nosotros no cesan de proclamar, simultáneamente, su voluntad y buen deseo de poner fin al terror atómico y su propósito de ir instalando, mientras tanto, algunos centenares más de cohetes con cabezas nucleares. Esa situación se denomina técnicamente como "de equilibrio". Dios nos ampare. Cuando en mi bachillerato -del que, por cierto, desapareció la, noble disciplina de Lengua y Literatura Españolas, ahogada en la maraña de los planes de estudio- nos enseñaban lo que era el equilibrio, el clérigo de turno insistía en la evidencia de ¡que había diferentes clases de tan estático concepto, y algunas de ellas muy cercanas al caos más desequilibrado. Quizá sea esa misma idea la que anima a los negociadores políticos a buscar una fórmula de estabilización. Tal noción consiste, a su vez, en varios centenares de artefactos apuntando a Europa. Y que Dios siga amparándonos mientras buscamos y encontramos las acepciones de estabilidad capaces de justificar el disparate.
Todo eso, de tan sabido, empieza a resultar monótono y a provocar indiferencia. Pero los etólogos nos advierten acerca de lo fácil que resulta el que una especie pierda el equilibrio y la estabilidad de que disfrutaba. El verdadero problema consiste en la sencillez candorosa de una solución como la que supone el desmantelar todos los arsenales nucleares y dedicarse a hacer la guerra por medios más tradicionales y convencionales, de cuya eficacia ningún vietnamita podrá dudar. Si introducimos una idea así por medio de la teoría. matemática de juegos en los programas de las computadoras, obtendremos respuestas al estilo del dilema de los prisioneros. Según tal paradoja lógica, todo el mun-do gana si prevalece el racionalismo altruista, pero nadie está dispuesto a favorecer a los demás sin tener asegurada de antemano la contrapartida; la alternativa es aquella en la que todo el mundo pierde, y de la forma más definitiva. No es raro, pues, que surjan grupos pacifistas solicitando el desarme unilateral por las buenas y sin contrapartida alguna. Quienes piensan que eso es un suicidio tienen probablemente la razón, pero, puestos a suicidarnos de alguna forma, quizá no fuera despropósito el buscar el sistema más lento.
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