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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Algunos prejuicios

Puede que sean prejuicios, pero cuesta algún trabajo ver la isla de La tempestad convertida en una caja de madera. Shakespeare tomó sus informaciones de un naufragio en 1609, y la descripción de su isla imaginaria, del lugar de ese naufragio, Bermudas. La sugerencia escénica es la isla de enorme vegetación, batida por un mar bravío, y su paisaje forma parte de la magia. Cabe la metáfora de equivalencia isla-prisión, espacio cerrado. No parece que corresponda. Esto es un claustro y produce claustrofobia. Y una inevitable frialdad.Hay más prejuicios. Próspero, dueño de la isla, es un duque en el exilio, un pago poderoso; Ariel, un espíritu travieso, asexuado. Durante la obra mantienen una dialéctica determinada, un juego verbal. Cuesta trabajo aceptar la reducción de que los dos personajes sean uno solo. Cuesta mucho más trabajo aceptar que los interprete una mujer, aunque sea Núria Espert, con todas sus capacidades. Durante toda la representación se ve una caja de madera y una mujer, y nunca una isla y un duque-mago asistido por un espíritu burlón, flotante y huidizo. Todo esto atañe a la credibilidad, a la verosimilitud. Credibilidad y verosimilitud en el teatro son virtudes, digamos, espirituales, que están por encima del género, el estilo, la fantasía, la libertad o el absurdo. Consisten en algo que nos hace creer, y especular desde nuestra butaca, en lo que puede ser racionalmente imposible. Shakespeare sabía hacerlo por medio de la palabra: era capaz con ella de establecer esa necesaria complicidad con el espectador. En esta representación de Lavelli-Núria Espert la credibilidad se arruina. Entendámonos: no es una mayor o menor fidelidad a Shakespeare la que se demanda, sino que lo que se representa, lo que se ve, entre en esa complicidad de lo creíble.

La tempestad, de William Shakespeare

Adaptación de Terenci Moix.Intérpretes: Kim Llovet, Julio Monje, Miguel Palenzuela, Joan Miralles, Camilo García, Josep Migueli, Boris Ruiz, Pep Munné, Mireia Ros, Nuria Espert, Carles Canut, Juanjo Puigcorber, Rafael Anglada. Cantantes: Remei Tell, Monse Marú, Angels Civit. Músicos: Fedra Borrás, Jep Nuix, Agustí Brugada, Ignasi Henderson. Música de Carlos Miranda. Escenografía y vestuario de Max Bignens. Dirección de Jorge Lavelli. Producción del Centro Dramático de la Generalitat de Catalunya y la compañía de Nuria Espert. Estreno: teatro Español, del Ayuntamiento de Madrid (6 de octubre).

El entarimado con que se forma la geometría del escenario, y su limpieza, tienen una belleza propia. Y un movimiento, una personalización por medio de practicables para que pueda producirse la acción de entradas y salidas. Las fisuras son demasiado visibles y su movimiento denota un trabajo. Un arte de teatro es que el trabajo, el esfuerzo, sea lo menos notorio que se pueda, o que se realice también dentro de las reglas de la credibilidad, y aquí no sucede. Se crea, eso sí, una expectación, una curiosidad por ver nuevas apariciones y desapariciones, movimiento de planchas, de hendijas, de escotillas, que distrae del texto y su narración.

Texto descuidado, abandonado. No por su traducción castellana: Terence Moix ha procurado encontrar un lenguaje vivo, lo ha encontrado mejor en los párrafos o diálogos humorísticos, lo ha forzado en la unificación de los dos personajes, ha huido del pastiche, y si ha empleado arcaísmos parece haber sido con modernidad, con una determinada deliberación. Pero perdido en la dicción. Por aquí puede aparecer otro prejuicio: el de que los grandes directores cuidan más el movimiento de los actores, y hasta su congelación, y sus propias ideas escenográficas o teóricas que la interpretación oral. Este prejuicio viene de la idea de que el espectáculo de la escenografía, el figurinismo, el cuadro plástico, son elementos fugaces que el espectador aprecia y olvida, mientras la narración, el diálogo, la palabra -sobre todo, en Shakespeare- la producen (o deben producirle) la continuidad en la gratificación. Pero el problema principal en esta cuestión de la narrativa escénica está, como queda dicho, en la absorción de los dos personajes por Núria Espert, con predominio -lógico, porque conduce la acción- de Próspero. Ha tenido la inteligencia de no hacerlo hombruno, de no apurar el travestido: hubiera sido insoportable. Parece que ha hecho todo lo posible en el estudio del personaje por privarse de su femineidad, pero queda la suficiente -afortunadamente para ella- como para impregnar el personaje. La magia de la interpretación, sobre todo en las grandes figuras -y ella es una de las grandes- puede conseguir muchas cosas, pero no todas, y éste es uno de esos casos. Gusta verla, gusta escucharla, tiene el poder personal de llenar la escena, pero Próspero no está nunca allí. A partir de ese momento, allí no está nunca nadie, ninguno de los demás. Muñecos bellamente vestidos, sabiamente encuadrados, pero despersonalizados, que es lo peor que le puede suceder a un personaje. Hay más humanidad en el monstruo -Caliban, interpretado por Canut- que en la bella -Mireía Ros, ágil y suelta, pero incomprensible y que en todos los humanos: Pep Munné, en su ingenuo galán, es el que mejor escapa a esta castración general. Y los cómicos -Juanjo Puigcorber, Rafael Anglada-, de breves y episódicas apariciones. Una música excelente, de Carlos Miranda, da breves y bellas pinceladas. Todo esto hay que decirlo con un gran respeto. Un trabajo de Jorge Lavelli, un trabajo de Núria Espert, aun cuando fallen, siempre producen un punto de admiración y requieren mucha más atención que las aventuras ocasionales o los malos tratos habituales a los clásicos. Hay aquí un planteamiento de principios, un desarrollo de ideas que, si naufragan al mismo tiempo que el navío del rey de Nápoles, es precisamente por una altura de objetivos y de propuestas. En ningún caso la no coincidencia de sus propósitos teóricos con una realización práctica de una obra determinada empeña sus carreras ni su antiguo prestigio. Lo que ocurre es que reclaman otra exigencia.

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