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El 'blues' del espectador

La violencia y su corolario siempre pueden leerse a la luz consoladora de una tea romántica. Un joven quiere adorar a sus ídolos o tan sólo divertirse, ama la aventura o tan sólo no tiene dinero, hace de su vida un desafío al riesgo o tan sólo es inconsciente. Un joven escala un muro de 10 metros para ver cómo son las estrellas del firmamento pop. Algo funciona mal, y el mal aparece con su coro de parcas. En la cima de su aventura, el joven cae: un accidente. ¿Inevitable?Inevitable, no. La civilización que hace de la violencia y del riesgo un espectáculo tiene la obligación de evitar los accidentes, máxime cuando éstos están dentro del programa de la ficción. Los adolescentes no tienen que morir pisoteados por intentar acercarse a Los Pecos. Los jóvenes no deben morir aplastados por intentar entrar en un concierto de los Who. Un joven negro no debe morir apuñalado en un concierto de los Rolling Stones. Ningún joven debe morir estrellado por intentar ver a Police. Alguien tiene que evitarlo. Y ese alguien tiene que ser forzosamente los poderes, las instituciones, los controles que una sociedad democrática y civilizada ha creado para impedir que los ciudadanos se lesionen o mueran.

Cierto que la violencia es una constante en la historia del rock. Cierto que la gente es muy bestia, que a los jóvenes les divierte hacer el ganso e ir a los conciertos con unos colocones de muerte. Hay toda una mística de la brutalidad generada a partir de los muertos pioneros que brillaron en los remansos de paz y amor. Pero hoy la situación ha cambiado salvajemente. Los conciertos de rock son cada vez más espectáculos de grandes masas y se hacen sin garantías, en recintos inadecuados y peligrosos, jugando con la seguridad de los espectadores. El espectador se ha convertido en la carnaza echada a los leones en el circo del rock. Pan y circo: por 1.500 pesetas la muchedumbre puede convertirse en fiera y devorarse a sí misma. En esta década de los ochenta, el rock gusta cada vez más, cada vez más gente lo ama. Y cada vez se hiere o muere más gente. Los accidentes son parte del espectáculo.

Quienes debieran garantizar nuestra seguridad cierran los ojos. Espectadores y policías juegan a la guerra como si todo fuera ficción. Pero es una guerra de verdad, con sus heridos y sus muertos.

Y esta guerra se repite noche tras noche. Los recintos son físicamente una amenaza para el espectador. Y nadie se preocupa de que los conciertos de masas se sigan realizando en espacios peligrosos y provocadores. Espacios que son dianas en busca de la víctima designada. Y noche tras noche, los curiosos, los fans, los espectadores acuden a la cita con el riesgo. Hasta la última noche, en la que convertirse, con el último acorde, en una estrella muerta. Es el blues del espectador.

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